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– Candy -dijo Clint.

La mención de su nombre disipó toda duda sobre la permanencia del secreto en la familia y sobre la posibilidad de correr serio riesgo aunque no hubiese quebrantado el código del silencio.

Imaginó que incluso ahora, Satanás, en algún lugar tenebroso y humeante, había ladeado la cabeza para decir:

– ¿Quién? ¿Quién has dicho? ¿Cómo era su nombre? ¿Candy? ¿Candy qué más?

Tan furioso como asustado, Candy empezó a rodear la mesa preguntándose si Clint lo habría averiguado por conducto de Thomas. Tomó la determinación de destrozar a aquel hombre, pero haciéndole hablar antes de matarlo.

Con un movimiento tan inesperado como su serena admisión del asesinato de la mujer, Clint se llevó la mano al interior de su chaqueta, sacó un revólver e hizo dos disparos.

Tal vez hiciera más de dos pero fueron los únicos que oyó Candy. El primer proyectil le alcanzó en el estómago, el segundo en el pecho, haciéndole saltar hacia atrás. Por fortuna, la cabeza y el corazón quedaron indemnes. Si su tejido cerebral hubiese sufrido alguna lesión que perturbara la misteriosa y frágil conexión entre cerebro y mente dejando a ésta atrapada en el cerebro deshecho sin darle tiempo a separar los dos, no hubiera tenido la capacidad mental necesaria para el «teletransporte», por lo que habría sido vulnerable al golpe de gracia. Y si una bala bien dirigida hubiese paralizado instantáneamente su corazón antes de que pudiera hacerse inmaterial, habría caído muerto de forma fulminante. Eran las únicas heridas que podían acabar con su vida. Podía ser muchas cosas excepto inmortal. Así que dio gracias a Dios por permitirle salir vivo de aquella cocina para volver a la casa de su madre.

La autopista de Ventura. Julie conducía aprisa aunque no tanto como antes. En el estéreo: Pesadilla, de Artie Shaw.

Bobby cavilaba mientras miraba el paisaje nocturno por la ventanilla. No podía dejar de pensar en las estruendosas palabras que habían asaltado su cabeza, tronantes como el estallido de una bomba y cegadoras como el fuego de un horno. Se había conformado ante el sueño que le había alarmado la semana anterior; todo el mundo tenía sueños. Aunque excepcionalmente gráfico, casi más real que la vida misma, no había tenido nada de esotérico… o por lo menos así se lo había parecido. Pero éste había sido diferente. No podía creer que aquellas palabras apremiantes, candentes como una avalancha de lava, hubiesen surgido de su subconsciente. Un sueño con complejos mensajes freudianos envueltos en elaborados símbolos y escenas…, bueno, sí, eso era comprensible: después de todo, el subconsciente emplea eufemismos y metáforas. Pero aquella explosión verbal había sido contundente, directa, como un telegrama transmitido por un hilo conectado directamente al córtex cerebral.

Cuando dejó de pensar, Bobby se agitó nerviosamente por causa de Thomas.

Por alguna razón desconocida, cuanto más profundizaba en la maraña de palabras, más se desviaban sus pensamientos hacia Thomas. No podía ver ninguna conexión entre ambas cosas, así que intentó desterrar a Thomas de su mente y concentrarse en una explicación de lo experimentado. Pero Thomas regresaba, afable pero insistentemente, una vez y otra. Al cabo de un rato, Bobby tuvo la inquietante impresión de que había un nexo entre la explosión verbal y Thomas, aunque no tuviera ni la más mínima idea de lo que podía ser.

Peor aún…, pues, a medida que los kilómetros rodaban en el tacómetro y el coche alcanzaba el extremo occidental del valle, Bobby empezó a presentir que Thomas estaba en peligro. «Y por culpa mía y de Julie», pensó.

¿Peligro por parte de quién, de qué?

El mayor peligro que él y Julie afrontaban en aquel momento era Candy Pollard. Pero incluso ese riesgo acechaba en el futuro, pues Candy no tenía todavía noticia de ellos; no sabía que ambos estaban trabajando para Frank, y tal vez no lo supiera jamás, según marchasen las cosas en Santa Bárbara y El Encanto Heights. Desde luego, había visto a Bobby con Frank en la playa de Punaluu pero sin ningún fundamento para saber quién era Bobby. Por último, aunque Candy conociese la asociación entre Dakota amp; Dakota y Frank, no tenía por qué mezclar a Thomas en aquel asunto; Thomas representaba una parte distinta y separada de sus vidas. ¿O no?

– ¿Qué ocurre? -preguntó Julie mientras pasaba a un carril de la izquierda para adelantar a un inmenso Coors.

No veía ningún motivo para decirle que Thomas podría correr peligro. Eso la preocuparía e intranquilizaría. ¿Y, para qué había dado rienda suelta a su desbordante imaginación? Thomas estaba perfectamente a salvo en Cielo Vista.

– ¿Qué ocurre, Bobby?

– Nada.

– Entonces, ¿por qué te agitas tanto?

– Molestias de próstata.

Chanel n.° 5, el resplandor suave de una lámpara, las entrañables cretonas con dibujo de rosas y el papel de pared…

Candy rió, aliviado, cuando se materializó en el dormitorio, dejando atrás las balas en aquella cocina de Placentia, a más de cien kilómetros de distancia. Sus heridas se habían cerrado como si no hubiesen existido jamás. Quizás hubiera una onza de sangre y algunos jirones de tejido, porque una de las balas le había salido por la espalda arrastrándolos consigo antes de que pudiera efectuar el «teletransporte» para escapar al revólver. Sin embargo, todo lo demás estaba donde debía estar, y a su carne no le quedaba ni el recuerdo del dolor.

Durante medio minuto, permaneció de pie ante la cómoda aspirando a fondo la fragancia que se desprendía del pañuelo saturado de perfume. El aroma le infundió coraje y le recordó la necesidad ineludible de hacerles pagar caro el asesinato de su madre, a todos ellos, no sólo a Frank sino al mundo entero que había conspirado contra ella.

Se miró la cara en el espejo. La sangre de la mujer de ojos grises no le ensuciaba ya la barbilla ni los labios; la había dejado atrás, como hacía con la lluvia cuando se «teletransportaba» fuera de una tormenta. Pero todavía tenía su sabor en la boca. Y su imagen reflejada era sin duda la de la venganza personificada.

Confiando en el factor sorpresa y en su habilidad para fijar con precisión su punto de llegada ahora que estaba familiarizado con aquella cocina, Candy regresó a la casa de Clint.

Pero, una de dos, o la experiencia de haber recibido unos disparos le había trastornado más de lo que creía, o la furia que le estremecía había alcanzado el punto crítico en donde perturbaba su concentración.

Cualquiera que fuese la causa, Candy no llegó a donde se proponía sino a la puerta del garaje, a la derecha de Clint, y no lo bastante cerca para arrollarle y apoderarse del arma antes de que pudiera utilizarla.

De todas formas, Clint no estaba presente. Y el cuerpo de la mujer había sido retirado de la mesa. Sólo quedaba la sangre como prueba de que había perecido allí.

Candy no podía haber estado ausente más de un minuto… el tiempo que había pasado en la habitación de su madre más dos o tres segundos de tránsito en cada dirección. Esperaba regresar para encontrar a Clint inclinado sobre el cadáver, para lamentarse o para tomarle desesperadamente el pulso. Pero en cuanto se aseguró de que Candy había desaparecido, el hombre debió de coger en brazos el cuerpo y…, ¿y qué? Debió de abandonar raudo la casa esperando contra toda esperanza que quedase un leve soplo de vida en la mujer y sacándola de allí cuanto antes por si Candy volvía.

Maldiciendo por lo bajo y suplicando seguidamente el perdón de su madre y de Dios por su lenguaje soez, Candy intentó abrir la puerta del garaje. Estaba cerrada con llave.

Si Clint hubiese utilizado aquella salida no se habría entretenido en echar la llave después de salir.

Candy salió corriendo de la cocina, atravesó el comedor y marchó hacia el vestíbulo, frente a la sala de estar, para inspeccionar el jardín delantero y la calle. Pero oyó un ruido procedente del fondo de la casa y se detuvo antes de alcanzar la puerta principal. Cambió de dirección y regresó cautelosamente por el pasillo a los dormitorios.

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