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– No esperábamos que estuvieran ustedes aquí tanto rato -dijo la Fulgham mirando ceñuda la cama tras la cortina.

Pese al grosor de la puerta, quizá hubiese percibido el trino de la flauta que no era flauta.

– Bueno -dijo Julie-, éste es el lugar más adecuado para coordinar la búsqueda.

Manteniéndose cerca de la puerta con la butaca vacía de Hal entre ambas, Julie intentó cerrar el paso a la enfermera con disimulo. Si la Fulgham pasaba más allá de la cortina notaría la falta de la barandilla y vería la arena negra y la funda de almohada llena de Dios sabía qué. Podía ser difícil contestar de forma convincente a las preguntas sobre tales circunstancias, y si la enfermera permanecía demasiado tiempo en la habitación podría estar presente cuando regresara Frank.

– Estoy segura de que no hemos molestado a ninguno de los otros pacientes -dijo Julie-. Hemos estado muy quietos.

– No, no -respondió la enfermera Fulgham-, no han molestado a ninguno. Sólo nos preguntábamos si les gustaría tomar un poco de café para mantenerse espabilados.

– ¡Oh! -Julie se volvió hacia Hal y Bobby-. ¿Café?

– ¡No! -respondieron al mismo tiempo los dos hombres.

Luego quisieron cederse la palabra uno a otro. Por fin, Hal dijo:

– No, gracias.

Y Bobby murmuró por su parte:

– Muy amable, pero no.

– Yo estoy muy despierta -dijo Julie. Y aunque deseaba con frenesí desembarazarse de la mujer, intentó explicar con tono casual-: Hal no toma café, y Bobby, mi marido, no puede soportar la cafeína porque tiene problemas de próstata. -«Estoy desbarrando», pensó-. Sea como sea, nos marcharemos dentro de poco, estoy segura.

– Bueno -dijo la enfermera-, si cambia de idea…

Una vez se hubo marchado la Fulgham dejando la puerta bien cerrada, Bobby susurró:

– Conque problemas de próstata ¿eh?

Julie dijo:

– El exceso de cafeína acarrea percances de próstata. Me pareció un detalle convincente para explicar por qué no querías café a pesar de todos tus bostezos.

– Pero yo no tengo problemas de próstata. Eso me hace parecer un viejo chocho.

– Yo los tengo -dijo Hal-, y no soy un viejo chocho.

– Pero, ¿qué es esto? -exclamó Julie-. Todos estamos desbarrando.

Colocó otra vez la butaca contra la puerta y volvió junto a la cama para recoger la funda de almohada que Frank Pollard había traído de… de dondequiera que hubiese estado.

– Ten cuidado -le advirtió Bobby-. La última vez que Frank mencionó una funda de almohada se refería a aquella en donde atrapó el raro insecto.

Julie colocó con mucha delicadeza la bolsa sobre una butaca y la examinó de cerca.

Bobby dijo entre muecas:

– Si dejas salir de ahí algo tan grande como un gato pero con muchas patas y antenas, iré directamente a un matrimonialista.

La cuerda se soltó. Julie abrió la funda y miró dentro.

– ¡Oh, cielos!

Bobby dio un salto atrás.

– No te preocupes -le aseguró ella-. Nada de bichos. Sólo más metálico.

Dicho esto, metió la mano en el saco y extrajo dos fajos de billetes de cien dólares.

– Si todos son de cien, aquí podría haber un cuarto de millón.

– ¿Qué está haciendo Frank? -Se preguntó Bobby-. ¿Lavando dinero para la mafia en la zona crepuscular?

Un pitido hueco, solitario y atonal horadó otra vez el aire; cual aguja tirando de un hilo, el sonido trajo consigo una corriente que agitó la cortina.

Reprimiendo un estremecimiento, Julie se volvió para mirar la cama.

Las notas aflautadas se extinguieron junto con la corriente, luego sonaron otra vez, y vuelta a extinguirse, y sonar… y al extinguirse por cuarta vez Frank Pollard reapareció. Tendido de costado, los brazos plegados sobre el pecho, las manos convertidas en puños, gesticulante, los ojos cerrados y muy apretados como si se preparara para recibir el golpe mortal de un hacha.

Julie avanzó hacia la cama y una vez más Hal la detuvo.

Frank hizo una inspiración profunda, dejó escapar un maullido de angustia, abrió los ojos… y se esfumó. Al cabo de dos o tres segundos reapareció otra vez, todavía estremeciéndose, y así lo hizo varias veces, como si fuera una imagen parpadeante en un receptor de televisión con una pésima señal de recepción. Por fin, se asió al tejido de la realidad y quedó tendido en la cama, gimiendo.

Después de rodar sobre sí mismo para ponerse de espaldas, contempló el techo, apartó los puños del pecho, los abrió y se miró desconcertado las manos como si no hubiese visto jamás unos dedos.

– ¡Frank! -exclamó Julie.

No respondió. Exploró los contornos de su rostro con todos los dedos como si la lectura Braille de sus facciones pudiera recordarle los olvidados rasgos específicos de su apariencia.

El corazón de Julie latía desacompasadamente, todos los músculos de su cuerpo se dejaban sentir como si se los retorcieran hasta estar tan tensos como el muelle de un reloj con demasiada cuerda. A decir verdad, no se había asustado. No era una tensión generada por el miedo sino por la rareza sobrenatural de lo que había sucedido.

– ¿Te encuentras bien, Frank?

Parpadeando entre los intersticios de sus dedos, él respondió:

– ¡Ah! ¿Es usted, señora Dakota? Sí… Dakota. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy?

– Ahora estás en el hospital -dijo Bobby-. Escucha, lo importante no es saber dónde estás sino, ¿dónde diablos has estado?

– ¿Estado? Bueno…, ¿qué quieres decir?

Frank intentó sentarse en la cama pero parecía carecer de la energía necesaria para levantar la espalda.

Manipulando los mecanismos de la cama, Bobby elevó la mitad superior del colchón.

– Durante las últimas horas no has estado en esta habitación. Son casi las cinco de la madrugada y has estado dentro y fuera de aquí como… como… un marinero del buque insignia Enterprise que se pasara el tiempo radiando señales al barco nodriza.

– ¿Enterprise? ¿Radiando? ¿De qué estás hablando?

Bobby miró a Julie.

– Quienquiera que sea este tipo y de dondequiera que provenga, ahora sabemos con seguridad que ha estado viviendo al borde de la cultura moderna, en los aledaños. ¿Sabes de algún americano moderno que no haya oído hablar del Enterprise?

Julie dijo a Bobby:

– Gracias por tu análisis, señor Spock.

– ¿Señor Spock? -exclamó Frank.

– ¿Lo ves? -dijo Bobby.

– Interrogaremos más tarde a Frank -decidió Julie-. Ahora mismo está confuso. Tenemos que sacarlo de aquí. Si esa enfermera vuelve y lo ve, ¿cómo le explicarás su reaparición? ¿Creerá ella de verdad que Frank ha vagabundeado un rato para regresar al hospital pasando ante los de seguridad y el cuerpo de enfermeras, y subiendo hasta la sexta planta sin que nadie se percate?

– Sí -dijo Hal-. Y aunque parezca que haya vuelto para quedarse, ¿qué pasará si se desvanece otra vez ante sus propios ojos?

– Vale -asintió Julie-. Así que lo sacaremos de la cama y lo haremos bajar furtivamente las escaleras del final del pasillo, y de allí al coche.

Mientras debatían sobre él, Frank movió la cabeza a un lado y otro, siguiendo la conversación. Parecía estar viendo por primera vez un partido de tenis sin conseguir comprender las reglas del juego.

Bobby dijo:

– Una vez lo saquemos, podemos decir a la Fulgham que lo hemos encontrado a pocas manzanas de aquí y que estamos deliberando con él para determinar si quiere… o incluso necesita volver al hospital. Después de todo, él es nuestro cliente, nuestro pupilo, y hemos de respetar sus deseos.

Sin necesidad de esperar el resultado de los análisis, sabían ahora que Frank no padecía ninguna dolencia física como abscesos cerebrales, coágulos, aneurismas, quistes o neoplasmas. Su amnesia no era la consecuencia de un tumor cerebral sino de algo mucho más extraño y exótico que eso. Ninguna afección maligna, por muy singular que fuera su naturaleza, podría dotar a su víctima con el poder para pasar a la cuarta dimensión… o adondequiera que fuese Frank cuando se esfumaba.

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