– Escúchame, Hal -dijo Julie-. Coge del armario la ropa de Frank y métela en la funda de la almohada, junto con el dinero.
– Al instante.
– Y tú, Bobby, ayúdame a sacar de la cama a Frank, veamos si puede mantenerse en pie.
La única barandilla de la cama se resistió por un momento cuando Bobby intentó bajarla, pero él la forzó a hacerlo porque no podía sacar de la cama a Frank por el otro lado sin correr la cortina, dejándolo expuesto a la vista de cualquiera que abriese la puerta.
– Me habrías hecho un gran favor si hubieses enviado esta barandilla a Oz junto con la otra -dijo Bobby a Frank.
El exclamó:
– ¿Oz?
Cuando la barandilla se doblegó del todo, Julie se encontró con que dudaba en tocar a Frank por temor de lo que pudiera sucederle a su cuerpo si realizaba otro número de desaparición. Había visto las destrozadas bisagras de la barandilla, y tenía presente también que Frank no había regresado con la barandilla sino que la había abandonado en el otro «dónde» o en el otro «cuándo» adonde había viajado.
Bobby también vacilaba, pero se sobrepuso a su aprensión y cogiendo las piernas del hombre las hizo pasar por el borde de la cama, luego le agarró del brazo y le ayudó a sentarse. Tal vez ella fuera más dura que Bobby, pero cuando se trataba de encuentros con lo desconocido, él era a todas luces más flexible y raudo para adaptarse.
Por fin, Julie se tragó su miedo y ayudó a Bobby a poner a Frank en pie. Las piernas se le doblaban bajo su peso. Él se quejaba de debilidad y mareo.
Mientras metía la otra ropa en la funda de la almohada, Hal dijo:
– Si es necesario, Bobby y yo podemos llevarlo en vilo.
– Siento causar tantas molestias -murmuró Frank.
Julie, que no lo había visto nunca tan patético, sintió cierto remordimiento por no haberse atrevido a tocarlo.
Flanqueando a Frank y rodeándole cada uno con un brazo, Julie y Bobby le hicieron pasear arriba y abajo, por delante de la ventana, para ofrecerle la oportunidad de recuperar el uso de sus piernas. Poco a poco, el hombre recobró energía y equilibrio.
– Pero se me caen los pantalones -dijo.
Los dos le mantuvieron contra la cama, y él se apoyó en Julie mientras Bobby alzaba el suéter azul de algodón y examinaba el cinturón para ver si era posible correrlo un punto. La lengüeta suelta del cinturón aparecía horadada por veintenas de diminutos orificios, como si insectos laboriosos la hubiesen perforado. Pero, ¿qué insecto comía cuero? Cuando Bobby tocó la hebilla metálica ésta se desmenuzó como si fuera de hojaldre.
Mirando pasmado los relucientes fragmentos de metal que habían quedado entre sus dedos, Bobby preguntó:
– ¿Dónde te compras la ropa, Frank? ¿En un vertedero?
No obstante el tono bromista de Bobby, Julie supo que estaba aturdido. ¿Qué sustancia o circunstancias podían haber alterado tan profundamente la composición del latón? Cuando él pasó los dedos por las sábanas de la cama para limpiarse los curiosos residuos, Julie respingó, como si temiera que su carne hubiese quedado contaminada por el contacto con el latón y se desmigase como la hebilla.
Después de sujetar los pantalones de Frank con el cinturón que llevaba al ingresar en el hospital, Hal ayudó a Bobby a sacar a su cliente de la habitación. Mientras Julie iba delante vigilando, los tres recorrieron sigilosa y rápidamente el pasillo y atravesaron la puerta de incendios que estaba frente a las escaleras de emergencia. La piel de Frank seguía fría al tacto, y el hombre continuaba empapado de sudor; pero el esfuerzo le había enrojecido las mejillas, lo que le daba menos apariencia de cadáver andante.
Julie se apresuró a ir hasta el fondo de la escalera para averiguar lo que había más allá de la puerta inferior. Sin poder evitar los ruidos sordos de sus pisadas, cuyos ecos resonaban huecos en la pared de cemento, los tres hombres descendieron cuatro plantas sin grandes dificultades. No obstante, hubieron de detenerse en el descansillo de la cuarta para que Frank recobrara el aliento.
– ¿Estás siempre así de débil cuando te despiertas y no recuerdas en dónde has estado? -preguntó Bobby.
Frank negó con la cabeza. Luego, sus palabras sonaron como un leve resuello:
– No. Siempre asustado… fatigado, pero no tan mal como… esto. Me siento… bueno… no sé lo que estoy haciendo… ni a dónde me dirijo… pero sea lo que sea… cada vez requiere un esfuerzo mayor. Temo que no sobreviviré… a esto.
Mientras Frank hablaba, Bobby observó algo peculiar en el suéter azul del hombre. El dibujo del punto era tremendamente irregular en algunos trechos, como si la tricotosa hubiese enloquecido por unos instantes. Y en la espalda, cerca de la paletilla derecha, faltaban varias fibras; el boquete tenía el tamaño de cuatro sellos de correos y sus bordes eran irregulares. Pero no era un agujero propiamente dicho. Un trozo de lo que parecía caqui llenaba el boquete; y no estaba cosido sino tejido con el hilo de algodón que lo rodeaba, como si se hubiera confeccionado en la misma fábrica. El caqui era del mismo tono que los pantalones que llevaba Frank.
Un estremecimiento de temor sacudió a Bobby, aunque no supiera a ciencia cierta por qué. Su subconsciente parecía comprender la razón de ser del parche y su significado y captar unas consecuencias espantosas todavía por consumar, mientras que su mente consciente quedaba confusa.
Vio que Hal, al otro lado de Frank, había percibido también el parche y fruncía el ceño.
Julie subió las escaleras mientras Bobby seguía mirando ensimismado el remiendo caqui.
– Tenemos suerte -dijo ella-. Hay dos puertas al fondo. Una conduce por un pasillo al vestíbulo, donde daremos, probablemente, con algún agente de seguridad, incluso aunque se haya suspendido la búsqueda de Frank. Pero la otra puerta lleva al garaje, y a la misma planta en donde está aparcado nuestro coche. ¿Cómo te va, Frank?
– Recobrando mi… segundo aliento -contestó él, más despejado que antes.
– Observa esto -indicó Bobby haciendo mirar a Julie el tejido caqui del suéter azul de algodón.
Mientras Julie examinaba el peculiar parche, él soltó a Frank y dejándose guiar por un presentimiento se agachó para inspeccionar las perneras de Frank. Encontró una irregularidad equivalente: un hilo azul de algodón del suéter había sido tejido en los pantalones. No era un remiendo del mismo tamaño y forma que el del suéter sino tres pequeños redondeles junto a la vuelta de la pernera derecha; sin embargo, estaba seguro de que unas medidas exactas confirmarían lo que ya se apreciaba a simple vista: la cantidad total de hilo azul de aquellos tres redondeles bastaría para rellenar el boquete en el hombro del suéter.
– ¿Qué sucede? -inquirió Frank.
Bobby no respondió sino que estiró la pernera algo abombada de los pantalones para poder examinar mejor los tres remiendos. En realidad, «remiendo» no era la palabra adecuada porque aquellas anomalías del tejido no parecían reparaciones; se fundían demasiado bien con el material de su alrededor para ser un trabajo manual.
Julie se acuclilló a su lado y dijo:
– Primero hemos de sacar a Frank y llevarlo a la oficina.
– Sí, pero esto es extraño de verdad -insistió Bobby, señalando las irregularidades de los pantalones-. Extraño e… importante por alguna razón inexplicable.
– ¿Qué sucede? -repitió Frank.
– ¿Dónde obtuviste esta ropa? -le preguntó Bobby.
– Pues… no lo sé.
Julie señaló el calcetín deportivo blanco que llevaba Frank en el pie derecho, y Bobby vio al punto lo que había captado su atención: varias fibras azules, del mismo color del suéter. No estaban sueltas sino que formaban parte del calcetín. Estaban entretejidas en la trama.
Entonces, observó el zapato izquierdo de Frank. Era un zapato marrón oscuro, pero unas cuantas líneas blancas alteraban la regularidad del cuero en la parte del dedo gordo. Cuando las estudió de cerca, vio que eran hebras ásperas semejantes a las de los calcetines deportivos; rascándolas con la uña descubrió que no estaban adheridas al zapato sino que formaban parte integrante de la superficie del cuero.