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Verbina dejó escapar un leve gemido al verse separada de su hermana, como si fuesen mellizas siamesas, como si hubiese habido rotura de tejidos y fractura de huesos.

Acercando su cara a la de Violet y salpicándola de saliva, Candy farfulló:

– Nuestra madre tenía un gato, sólo uno, a ella le gustaban las cosas limpias, nítidas, ella no aprobaría este desbarajuste, esta hedionda prole bajo tus órdenes.

– ¡A quién le importa eso! -replicó Violet, con un tono a la vez indiferente y burlón-. Ella está muerta.

Candy la hizo levantarse, asiéndola por ambos brazos. La silla cayó con estruendo. Luego, la golpeó contra la puerta de la despensa con tanta fuerza que sonó como una explosión, haciendo vibrar los cristales de las ventanas y tintinear la vajilla sucia sobre una encimera próxima. Tuvo la satisfacción de ver cómo su cara se contraía de dolor y sus ojos se ponían en blanco. Si la hubiese golpeado un poco más fuerte contra la puerta, podría haberle roto la espina dorsal. Clavó sus dedos en la pálida carne de los brazos y, apartándola de la puerta, la hizo chocar otra vez contra ella aunque no tan fuerte como antes, sólo para advertirle que podría hacerlo más la próxima vez si seguía incomodándole.

Violet dejó caer la cabeza porque estaba casi inconsciente. Sin el menor esfuerzo, él la mantuvo contra la puerta levantándola unos veinte centímetros del suelo, como si la muchacha no pesara nada, obligándola a considerar su increíble fuerza. Luego, esperó a que recobrara el conocimiento.

La joven tenía dificultades para respirar, y cuando al fin recobró el aliento y levantó la cabeza para mirarle, él esperaba ver a una Violet diferente. Hasta entonces nunca la había pegado. Había cruzado una línea fatal, una que jamás pensó traspasar. Había tenido siempre presente la promesa a su madre y había protegido a sus hermanas del peligroso mundo exterior, les había proporcionado alimentos, les había dado calor en el tiempo frío y frescura en el cálido pero, año tras año, había cumplido sus obligaciones fraternas con una frustración creciente, espantado de su desvergüenza y su misterioso comportamiento. Ahora, comprendió que disciplinarlas debía ser una parte natural de su actuación protectora; probablemente, su madre, habría desesperado, arriba en el cielo por que llegara a comprender algún día aquella necesidad de disciplina. Había visto la luz gracias a su furia. Sentaba bien eso de hacer un poco de daño a Violet, sólo el suficiente para hacerla razonar e impedir que se sumiera aún más en la decadencia y la sensualidad animal de que se había rodeado.

Tras esas reflexiones consideró que era justo castigarla. Esperó ansioso a que su hermana levantara la cabeza y le mirara, porque comprendió que los dos habían entrado en unas relaciones nuevas y que el descubrimiento de ese cambio profundo se evidenciaría en sus ojos.

Al fin, respirando con más normalidad, Violet alzó la cabeza y buscó los ojos de Candy. Ante su sorpresa, nada de su inspiración había hecho mella en su hermana. Su melena rubia le caía sobre la cara y le miraba entre las greñas como un animal salvaje atisbando a través de una crin revuelta por el viento. En sus ojos de un azul glacial, Candy percibió algo más extraño y primitivo de todo cuanto viera jamás. Salvajismo jubiloso. Hambre indefinible. Necesidad apremiante. Aunque había salido maltrecha del encontronazo con la puerta de la despensa, una sonrisa se dibujó en sus labios llenos. Abrió la boca y le hizo sentir su ardiente aliento en el rostro, mientras decía:

– Eres fuerte. Incluso a los gatos les gusta sentir tus forzudas manos en mí… y también a Verbina.

El se fijó en sus largas piernas desnudas. La sutileza de sus bragas. La forma en que su camiseta roja de manga corta se tensaba para acentuar su liso vientre. La redondez de sus pechos llenos que aún lo parecían más por contraste con la esbeltez del cuerpo. El perfil agresivo de sus pezones presionando contra el fino tejido. La suavidad de su piel. Su olor.

La repugnancia le ahogó como pus surgiendo de un secreto absceso interno y la soltó en el acto. Al volverse, vio que los gatos le miraban. Y, aún peor, no se habían movido de su sitio desde que él arrancó a Violet de la silla, como si ni por un instante les hubiese asustado tanta violencia. El sabía lo que significaba su impasibilidad: tampoco se había asustado Violet, y su respuesta erótica acompañada de una burlona sonrisa no había sido fingida.

Verbina estaba repanchigada en su silla, con la cabeza baja porque era incapaz de mirarle directamente, como lo había sido siempre. Pero sonreía, y metía la mano izquierda entre las piernas mientras sus largos dedos trazaban círculos perezosamente en el fino material de las bragas, bajo las que se veía la hendidura oscura de su sexo. Candy no necesitó más para comprobar que algo del deseo enfermizo de Violet se había transmitido a Verbina. También le volvió la espalda, iracundo.

Procuró abandonar aprisa la estancia aunque sin dar la impresión de que huía de ellas.

En su dormitorio aromatizado, a salvo entre las pertenencias de su madre, Candy cerró la puerta con llave. No podía explicarse por qué se sentía más seguro con la cerradura echada, aunque tenía la certeza de que no era por miedo a sus hermanas. Ellas no le asustaban. Más bien eran dignas de lástima.

Durante un rato estuvo sentado en la mecedora de Roselle, recordando los tiempos de la niñez, cuando él se acurrucaba en su regazo y chupaba satisfecho la sangre de una herida que ella misma se había infligido en el pulgar o la parte carnosa de la palma. Una vez, por desgracia sólo una, ella se había hecho una incisión de un centímetro en un pecho y le había acunado en su seno mientras él bebía la sangre de la carne por donde otras madres daban y otros niños recibían la leche materna.

Tenía cinco años la noche en que probó la sangre de su pecho en aquella misma habitación y aquella misma butaca. Ahora, Frank tenía siete años y dormía en la habitación del final del pasillo, y las mellizas, que acababan de cumplir un año, dormían en su cuna, en una habitación frente a la de su madre. Estar solo con ella mientras los demás dormían, le hacía sentirse único y elegido, máxime cuando su madre compartía con él el rico líquido de sus arterias y venas que ella no ofrecía nunca a sus otros retoños; era una comunión sagrada que ambos mantenían en secreto.

Candy recordó haberse casi desmayado aquella noche, no sólo por el gusto fuerte de su rica sangre y el amor sin límites que simbolizaba ese don, sino también por el mecimiento regular del asiento y el ritmo adormecedor de su voz. Mientras él chupaba, ella le alisaba el pelo y le hablaba de los intrincados planes de Dios para el mundo. Le explicaba, como había hecho antes muchas veces, que Dios perdonaba el acto violento cuando se cometía en defensa de aquellos que eran buenos y justos. Según le decía, Dios había creado hombres que medraban con sangre, de modo que se los pudiera utilizar como instrumentos terrenos de la venganza divina a favor de los justos. Su familia era justa, y Dios le había enviado a Candy para que fuera su protector. Nada de eso era nuevo. Pero aunque su madre le hubiese hablado muchas veces de esas cosas durante sus comuniones secretas, Candy no se cansaba nunca de oírlas. Los niños suelen disfrutar cuando oyen de forma repetida su cuento favorito.

Y, como ocurre con ciertos cuentos particularmente mágicos, aquella historia no sólo se hizo más familiar con la repetición, sino también más misteriosa y atrayente.

Sin embargo, aquella noche, cuando cumplió seis años, la historia tomó un nuevo giro. Según le dijo su madre, había llegado la hora de aplicar los sorprendentes talentos que le habían sido conferidos al cumplir los tres años, la misma edad en que se hicieron evidentes los dones mucho más modestos de Frank. Sus facultades telecinéticas y, sobre todo, su talento para el transporte telecinético de su propio cuerpo cautivaron a Roselle, quien vio al punto sus posibilidades. Nunca más necesitarían dinero si él pudiese «teletransportarse» de noche a lugares en donde se guardara dinero y objetos valiosos: cajas acorazadas de Bancos, joyeros de ricos, cajas de caudales de las mansiones de Beverly Hills. Y si él pudiera materializarse en las viviendas de familias enemigas de los Pollard mientras todos dormían, la venganza podría consumarse sin temor a represalias.

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