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– Hay un hombre llamado Salfont -le susurró su madre mientras él se nutría de su pecho herido. Es abogado, uno de esos chacales que explotan a las gentes decentes, no hay nada bueno en él, nada bueno. Él administraba los bienes de mi padre… Me refiero a tu querido abuelo, pequeño Candy… Él legalizó su testamento, cargó demasiado, en exceso, era codicioso. Todos esos abogados son codiciosos.

El tono tranquilo, arrullador con que hablaba contrastaba con la cólera que exteriorizaba, pero esa contradicción acrecentaba la calidad hipnótica, dulce de su mensaje.

– Durante años he intentado que me devuelva una parte de los honorarios, como merezco. He recurrido a otros abogados, pero todos dicen que sus honorarios son razonables, se apoyan unos a otros, todos son iguales, guisantes de una misma vaina, pequeños guisantes podridos en pequeñas vainas podridas. Lo llevé a los tribunales, pero los jueces son sólo abogados con toga negra, esa pandilla codiciosa me puso enferma. Esto me preocupa desde hace años, pequeño Candy, no puedo quitármelo de la cabeza. Ese Donald Salfont, residiendo en su gran mansión de Montecito, estafando a la gente, estafándome a mí, debe pagar por lo que hace. ¿No lo crees así, pequeño Candy? ¿No crees que debe pagar?

Por entonces, él tenía cinco años y no estaba muy desarrollado para su edad, como estaría a los nueve o diez años. Aunque pudiera «teletransportarse» al dormitorio de los Salfont, la ventaja de la sorpresa podría no ser suficiente para asegurar el éxito. Si Salfont y su esposa estuvieran despiertos cuando llegase o si el primer navajazo no acertara a matar al abogado y le despertara en un defensivo pánico, Candy no podría dominarlo. Entonces, correría peligro de que lo apresaran o le hicieran daño porque no podía «teletransportarse» a casa en un instante. La Policía daría crédito a un hombre como Salfont, incluso aunque se considerara fantástica la acusación de asesinato contra un niño de cinco años. Luego, visitarían la casa Pollard, haciendo preguntas, fisgoneando, y Dios sabe lo que encontrarían o sospecharían.

– Así que no puedes matarle, aunque él lo merezca -murmuraba Roselle mientras acunaba a su hijo predilecto. Y le miraba fijamente buscando sus ojos, al tiempo que él levantaba la vista desde el pecho descubierto. En su lugar, lo que debes hacer es llevarte algo suyo como venganza por el dinero que me robó, algo inestimable para él. Hay un nuevo bebé en la casa Salfont. Lo leí en el periódico hace pocos meses, una niñita a quien llaman Rebekah Elizabeth. Y yo te pregunto, ¿qué clase de nombre es ése para una niña? Se me antoja sumamente pretencioso, la clase de nombre que un abogado de postín y su esposa darían a un bebé porque ellos se creen mejores que las demás personas. Elizabeth es nombre de reina, ¿sabes? Y fíjate lo que Rebekah es en la Biblia. Fíjate cómo se vanaglorian ellos y su pequeña mocosa. Rebekah… ahora tiene casi seis meses, la han tenido ya el tiempo suficiente para echarla de menos cuando haya desaparecido. Mañana te llevaré en el coche por delante de su casa, mi precioso Candy, para que veas dónde está, y mañana por la noche irás allí y les llevarás la venganza del Señor, mi venganza. Ellos pensarán que una rata entró en la habitación, o algo parecido, y se culparán hasta el día en que mueran.

La garganta de Rebekah Salfont había sido tierna, su sangre, sabrosa. Así, pues, Candy disfrutó de la aventura, la emoción de entrar en la casa de unos desconocidos sin su permiso ni conocimiento. Matar a la niña mientras los adultos dormían en la habitación contigua le dio una sensación de poder. Siendo sólo un niño, franqueó sus defensas y asestó un golpe en nombre de su madre, lo que le convirtió hasta cierto punto en el hombre de la familia Pollard. Aquella sensación embriagadora añadió un elemento de gloria a la excitación de la matanza.

Desde entonces, la exigencia de venganza de su madre fue irresistible.

Durante los primeros años de su misión, los lactantes y los niños muy pequeños fueron sus únicas presas. A veces, para no dar pistas a la Policía, no los mordía sino que empleaba otros medios para matarlos, y en ocasiones se los llevó consigo, los «teletransportó» fuera de la casa, de modo que nadie los encontrara nunca más.

No obstante, si los enemigos de Roselle hubiesen sido todos de los alrededores de Santa Bárbara, hubiera sido imposible ocultar las pistas. Pero ella exigía a menudo venganza contra personas residentes en lugares distantes, sobre las que leía en periódicos y revistas.

Recordaba, en particular, a una familia del Estado de Nueva York que había ganado millones de dólares en la lotería. Su madre pensaba que su buena suerte había sido a expensas de la familia Pollard, y que aquella gente era demasiado codiciosa para que se le permitiera vivir. Por aquel entonces, Candy tenía catorce años y no había comprendido el razonamiento de su madre pero tampoco lo puso en entredicho. Para él, su madre era la única fuente de verdad, y la idea de desobedecerla no le había pasado jamás por la cabeza. Mató a los cinco miembros de aquella familia en Nueva York y luego incendió su casa hasta los cimientos con los cuerpos dentro.

La sed de venganza de su madre seguía un ciclo previsible. Inmediatamente después de que Candy matara a alguien en su nombre, se sentía feliz y forjaba múltiples planes para el futuro. Solía prepararle exquisitos platos especiales y cantaba con voz melodiosa mientras trabajaba en la cocina; también empezaba una nueva colcha o un elaborado trabajo de punto. Pero a las cuatro semanas, más o menos, su felicidad se extinguía como la luz de una bombilla en un reóstato y, transcurrido casi un mes desde el día de la matanza, había perdido todo interés por la cocina y las labores de punto y empezaba a hablar de otras personas que la habían ofendido a ella y, por extensión, a la familia Pollard. Al cabo de dos o cuatro semanas más, había fijado ya un blanco y despachaba a Candy para cumplir su misión. En consecuencia, él mataba sólo seis o siete veces al año.

Ello solía satisfacer a Roselle, pero Candy se sentía cada vez más insatisfecho a medida que crecía. No sólo había adquirido una insaciable sed de sangre, sino también un anhelo que a veces le abrumaba. Asimismo, la emoción de la cacería le intoxicaba, y la añoraba como un alcohólico añora la botella. Por añadidura, la disparatada hostilidad del mundo respecto a su bendita madre le inducía a matar con más frecuencia. Algunas veces, parecía como si virtualmente todo el mundo estuviese contra ella, maquinando para causarle daño físico o arrebatarle el dinero que por derecho le pertenecía. Sus enemigos no escaseaban. Recordaba los días en que el miedo atenazaba a su madre; entonces, ordenaba que se cerraran todas las persianas y cortinas, se echara llave a las puertas, y algunas veces incluso se levantaran barricadas con sillas y muebles, contra el ataque de unos adversarios que nunca llegaban pero podían llegar. En aquellos días negativos ella se tornaba pesimista y le decía que, siendo tantas las personas dispuestas a capturarla, él no podría protegerla hasta la eternidad. Cuando él le suplicaba que le dejara actuar, ella se negaba y decía:

– Es un caso sin esperanza.

Entonces, como ahora, él procuraba suplir los asesinatos no aprobados por incursiones por los desfiladeros en busca de pequeños animales. Pero aquellas fiestas sangrientas, aun siendo ricas como lo eran a veces, nunca colmaban su sed como cuando el vaso sanguíneo era humano.

Entristecido por tantas rememoraciones, Candy se levantó de la mecedora y paseó nerviosamente por la habitación. Como la persiana estaba subida, se detuvo para mirar por la ventana la noche con creciente interés.

Después de fracasar en su intento de apresar a Frank y al desconocido a quien éste «teletransportara» consigo en el patio trasero, y después de que su enfrentamiento con Violet tomase un giro imprevisto causándole una furia inextinguible, Candy se sintió hervir dispuesto a matar pero necesitado de un blanco. No habiendo a la vista ningún enemigo de la familia, tendría que degollar a personas inocentes o a las pequeñas criaturas que habitaban los desfiladeros. Pero había un problema: temía suscitar la decepción de su santa madre, allá arriba en el cielo, y por otra parte no le apetecían las tímidas bestias de sangre poco densa.

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