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– Lo sé.

– Has de buscar algún medio para poner término a esto.

– No hay medio alguno.

– Has de intentarlo, compadre, has de intentarlo. Ningún ser humano podría soportar esto. Yo no podría vivir así ni un día, ¡y tú lo has hecho durante siete años!

– No. La mayor parte de ese tiempo no ha sido tan mala. Se ha acelerado últimamente, hace pocos meses.

– Hace pocos meses… -repitió, caviloso, Bobby-. ¡Qué diablos! Si no damos esquinazo a tu hermano, y volvemos a la oficina y salimos de este carrusel en los próximos minutos, juro por Dios que voy a estallar. Escucha, Frank, yo necesito orden, orden y estabilidad, ambiente familiar. Necesito saber que lo que haga hoy será decisivo para determinar dónde estoy, quién soy y qué tengo para demostrarlo mañana. Una grata progresión ordenada, Frank, causa y efecto, lógica y razón.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

– ¿Cuánto?

– Veintisiete… casi veintiocho minutos.

– ¿Dónde diablos estarán?

– Óyeme, Julie -dijo Clint-. Deberías sentarte. Estás temblando como una hoja y no tienes buen color.

– Me encuentro muy bien.

Lee Chen le alargó un vaso de whisky.

– Toma un trago.

– No.

– Te aliviaría -dijo Clint.

Ella le arrebató el vaso a Lee, lo vació de un par de tragos y se lo puso otra vez en la mano.

– Iré a por otro -dijo él.

– Gracias.

Desde el sofá, Jackie Jaxx dijo:

– Escuchad, ¿va a denunciarme alguien por esto?

Julie se dijo que el hipnotizador había cesado de gustarle. Le aborrecía tanto como le había aborrecido cuando le conocieron en Las Vegas y aceptaron su caso. Quería partirle el cráneo, aunque sabía que ese impulso era irracional, que el hombre no había causado la desaparición de Bobby… ¡Así y todo, quería partírselo! Era el lado impulsivo de su personalidad, el lado volcánico del que no se sentía orgullosa. Pero no siempre podía controlarlo porque era parte de su estructuración genética o bien, como sospechaba Bobby, una propensión a la respuesta violenta que se había iniciado durante su niñez, el día en que un psicópata drogado mató brutalmente a su madre. De una u otra forma, ella sabía que Bobby rechazaba a veces ese lado oscuro de su naturaleza por mucho que amara todo lo demás. Por eso, hizo un trato con Bobby y con Dios: «Escúchame, Bobby, dondequiera que estés, y Tú también, Señor, escúchame: si esto acaba bien, si puedo tener otra vez conmigo a mi Bobby, prometo no ser así nunca más, no querer partirle el cráneo a Jackie ni a nadie, pasaré una nueva página, juro que lo haré, sólo haz que Bobby vuelva sano y salvo a mí».

Ambos aparecieron otra vez en una playa, pero ésta tenía una arena blanca algo fosforescente en la naciente oscuridad. La playa desaparecía en ambas direcciones bajo una niebla bastante densa. No llovía, y el aire no era tan tibio como el de Punaluu.

Bobby tembló con el aire fresco y húmedo.

– ¿Dónde estamos?

– No estoy seguro -contestó Frank-, pero creo que, probablemente, en algún lugar de la península de Monterrey.

Un coche pasó por una autopista a unos ochenta metros detrás de ellos.

– Ésa será, probablemente, la autovía de las Diecisiete Millas. ¿La conoces? La carretera de Carmel a través de Pebble Beach hasta…

– La conozco.

– Me encanta la península, el Gran Sur del sur -dijo Frank-. Otro de los lugares en donde fui feliz…, durante algún tiempo.

La bruma amortiguó extrañamente sus voces. Bobby apreció el suelo sólido bajo sus pies y el pensamiento de que se hallaba no sólo en su propio planeta sino también en su propio país y en su propio Estado; pero habría preferido un lugar con detalles más concretos, en donde la niebla no oscureciera el paisaje. La tenebrosidad blanquecina de la bruma se le antojaba otra forma de caos, y había tenido ya desorden más que suficiente para el resto de su vida.

– ¡Ah, por cierto! -exclamó Frank-. Hace un minuto, allá en Hawai, te preocupó la posibilidad de no poder dar esquinazo a Candy, pero no debes inquietarte por eso. Lo perdimos varias paradas antes en Kyoto, o tal vez en las laderas del monte Fuji.

– Por amor de Dios, si ya no ha de preocuparnos la posibilidad de que nos siga hasta la oficina, volvamos a casa.

– Bobby, yo no tengo…

– Ningún control. Sí, lo sé, te he oído decirlo, es un secreto a voces. Pero te diré una cosa… Tú tienes control en algún plano oculto en las profundidades del subconsciente, más control del que crees tener.

– No. Yo…

– Sí. Porque volviste al cráter para recogerme -dijo Bobby-. Me dijiste que aborrecías aquel lugar, que era el más aterrador de todos los sitios en donde habías estado y, no obstante, regresaste y me recogiste. No me dejaste allí con la barandilla de la cama.

– Pura casualidad.

– No lo creo así.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Hicieron surgir de la pared la suave y bonita señal, bing, bong, pues era su modo de anunciar a la gente del Hogar que sólo faltaban diez minutos para la cena.

Derek había atravesado ya la puerta cuando Thomas se levantó de su butaca. A Derek le gustaba la comida. A todo el mundo le gustaba la comida. Pero Derek comía por tres personas.

Cuando Thomas llegó a la puerta, Derek atravesaba ya el vestíbulo, caminando con su apresuramiento cómico, a punto de entrar en el comedor. Thomas volvió la cabeza y miró hacia la ventana.

La noche estaba en la ventana.

No le gustaba ver la noche en la ventana, y ésa era la razón de que, por lo general, corriera las cortinas, abandonara al mundo. Pero una vez se hubo preparado para la cena, intentó buscar allí fuera a la «cosa malévola», y le ayudó un poco ver la noche cuando se esforzaba por lanzar un cordón mental a sus profundidades.

La «cosa malévola» estaba todavía tan lejos que no se dejaba sentir. Pero quiso intentarlo una vez más antes de ir a comer y «ser sociable». Tendió la mano por la ventana, apuntando hacia la gran oscuridad, alargando el cordón mental hacia el lugar en donde la «cosa malévola» solía estar… ¡y estaba! La sintió al instante, supo que también le sentía ella y recordó presuroso el interior de su habitación para que la lengua de sapo no se disparara y le apresara.

No sabía si debía estar contento o atemorizado de que ella hubiese vuelto. Cuando ella se marchaba, Thomas estaba contento porque tal vez la «cosa malévola» no regresara en mucho tiempo, pero también se sentía un poco atemorizado porque no sabría dónde estaría cuando se hubiese marchado.

¡Y había regresado!

Thomas esperó un momento en el umbral.

Luego, fue a comer. Había pollo asado. Y patatas fritas. Y zanahorias con guisantes. Y ensalada de col. Había pan hecho en casa y, según algunos, habría pastel de chocolate y helado de postre, pero la gente que decía eso era tonta y no podías estar seguro. Todo tenía buen aspecto y olía bien, e incluso sabía bien. Pero Thomas seguía preguntándose cómo le sabría la mariposa al sapo, y no pudo comer mucho de nada.

Botando como dos pelotas en tándem, ambos viajaron hasta un solar en Las Vegas, donde un frío viento desértico hizo rodar una pelota de hierbas secas ante ellos y donde Frank dijo haber vivido en la casa que ahora era objeto de demolición; luego, hasta una cabaña en la cima de una montaña nevada adonde habían sido «teletransportados» por primera vez después de abandonar la oficina; hasta el cementerio de Santa Bárbara; hasta la cúspide de un zigurat azteca en la exuberante selva mexicana, donde el húmedo aire nocturno estaba lleno de mosquitos zumbadores y gritos de bestias desconocidas y donde Bobby casi cayó por una cara de la estructura piramidal antes de percibir lo altos que estaban en su precario refugio; y hasta las oficinas de Dakota amp; Dakota…

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