Encolerizado y desanimado, Candy apartó de su camino la butaca y se volvió hacia el velador sobre el que había otros dos vasos con hielo y whisky. Cogió uno de ellos y obtuvo una visión de Julie.
Mientras Julie conducía hacia Santa Bárbara como si estuvieran compitiendo en la Indianápolis 500, Bobby le contó la cosa escandalosa: en el fondo, él no era el tipo temerario que parecía ser; durante sus febriles viajes con Frank, sobre todo cuando se vio reducido a una mente sin cuerpo y a un remolino vertiginoso de átomos desconectados entre sí, había descubierto en su interior una vena profunda de amor a la estabilidad y al orden, bastante más profunda de lo que imaginaba; su afición desmedida a la música swing se debía a que apreciaba la meticulosidad de sus estructuras más que la embriagadora libertad musical encarnada por el jazz; no era ni mucho menos el hombre de espíritu libre que creyera ser…, sino un conservador, adepto de la tradición.
– En suma -dijo-, durante todo este tiempo creías estar casada con un joven tolerante del tipo James Garner, cuando en realidad lo has estado con un hombre sin edad específica, del tipo Charles Bronson.
– Sea como fuere, puedo vivir contigo, Charlie.
– Esto es serio. O lo parece. Estoy rozando ya los cuarenta, no tengo nada de niño. Debería haber sabido esto sobre mí mismo hace mucho tiempo.
– Y así fue.
– ¿Cómo?
– Tu amor por el orden, la razón, la lógica…, fue el motivo de que emprendieras un trabajo con el que pudieses enderezar entuertos, ayudar al inocente, castigar al malvado. Por esa razón compartiste el Sueño conmigo…, para poner orden en nuestra pequeña familia, abandonar el caos del mundo de nuestros días y comprar un poco de paz y quietud. Por eso no me dejaste tener la Wurlitzer 950… Sus gacelas brincadoras y sus tubos de burbujas resultaban demasiado caóticos para ti.
Él quedó silencioso un momento, sorprendido por su respuesta.
El oscuro y vasto mar se dejó ver por el oeste.
– Tal vez tengas razón -dijo, por fin, Bobby-. Tal vez haya sabido siempre lo que era en lo más profundo del alma. Pero, ¿no es inquietante que me haya engañado a mí mismo con una ficción tan duradera?
– No has hecho eso. Por una parte eres tolerante y por otra tienes un poco de Charles Bronson, lo que no es malo. De lo contrario es muy probable que no pudiéramos comunicarnos, pues yo tengo más de Bronson en mí que cualquiera, exceptuando él mismo.
– ¡Eso es cierto, Dios mío! -exclamó él. Y ambos rieron.
Entretanto, la velocidad del Toyota había descendido a ciento diez. Ella lo puso a ciento treinta y dijo:
– Escucha Bobby, ¿en qué estás pensando?
– En Thomas.
Ella le miró brevemente.
– ¿Qué hay de Thomas?
– Desde ese estallido verbal tengo la impresión de que está en peligro.
– ¿Qué tiene que ver esto con él?
– No lo sé. Pero pienso que deberíamos buscar un teléfono y llamar a Cielo Vista. Sólo para…, asegurarnos.
Ella aflojó espectacularmente la velocidad. Al cabo de cuatro kilómetros, encontraron una salida de la autopista y se detuvieron ante una gasolinera. Eligieron el carril del servicio completo. Mientras el empleado limpiaba las ventanillas, comprobaba el aceite y llenaba el depósito de gasolina de primera sin plomo, entraron y se dirigieron al teléfono público.
Éste, adosado a la pared junto a una estantería con crackers, barras de caramelo y bolsas de nueces, era una moderna versión electrónica que admitía todo, desde monedas hasta tarjetas de crédito. Había también una máquina de preservativos a la vista del público, debido al caos social desencadenado por el sida. Bobby empleó su tarjeta de crédito AT amp;T y telefoneó al Hogar de Cielo Vista, en Newport.
No hubo ningún timbrazo ni señal de comunicar. Oyó una serie de extraños sonidos electrónicos y, luego, un contestador automático le informó de que el número que acababa de marcar estaba fuera de servicio a causa de ciertas dificultades técnicas en la línea. La susurrante voz le sugirió que probara otra vez, más tarde.
Entonces, llamó a la centralita, cuya telefonista marcó el mismo número con idéntico resultado.
– Lo siento, señor -dijo la empleada-. Llame usted más tarde, por favor.
– ¿Qué dificultades puede haber en la línea?
– Eso no lo sé, señor, pero estoy segura de que el servicio se reanudará pronto.
Entretanto, había inclinado el auricular para que Julie pudiera oír la conversación. Luego, colgó y la miró.
– Regresemos -dijo-. Tengo el presentimiento de que Thomas nos necesita.
– ¿Regresar? Nos queda poco más de media hora hasta Santa Bárbara. Volver a casa nos llevaría mucho más.
– El puede necesitarnos. El presentimiento no es muy intenso, lo reconozco, pero sí persistente y…, raro.
– Si él necesita ayuda con urgencia -dijo Julie-, no llegaremos jamás a tiempo. Y si no es tan urgente estará bien mientras nosotros vamos a Santa Bárbara y volvemos a telefonear desde el motel. Si está enfermo, ha resultado herido o cualquier otra cosa, nuestro recorrido desde aquí a Santa Bárbara y regreso significará sólo una hora más.
– Bueno…
– Es mi hermano, Bobby, y me preocupa tanto como a ti, y digo que estará bien. Te quiero, pero no has mostrado nunca el suficiente talento psíquico para inquietarme hasta el punto de ponerme histérica.
Bobby asintió.
– Tienes razón. Sólo ocurre que estoy…, nervioso. Mis nervios no se han asentado después de tanto viaje con Frank.
De vuelta a la autopista, unas cuantas volutas de niebla empezaron a reptar desde el mar. La llovizna comenzó a caer de nuevo pero cesó al cabo de un minuto. La densidad del aire y una indefinible pero innegable sensación de opresión en la negrura del cielo nocturno anunciaban una tormenta respetable.
Cuando habían recorrido dos o tres kilómetros, Bobby dijo:
– Deberíamos haber telefoneado a Hal a la oficina. Mientras está sin hacer nada esperando a Frank, podría utilizar algunos de nuestros contactos con la compañía telefónica y los polis para asegurarse de que todo marcha bien en Cielo Vista.
– Si la línea sigue cortada cuando llames desde el motel -dijo Julie-, tendrás ocasión de molestar a Hal por este asunto.
* * *
A través del escaso residuo psíquico del vaso, Candy recibió una imagen de Julie Dakota, que reconoció como el mismo rostro que había surgido en la mente de Thomas a primeras horas de la tarde…, con la excepción de que sus facciones no parecían tan idealizadas como en la memoria de Thomas. Con su sexto sentido, Candy vio que había ido a casa desde la oficina, a las señas que había obtenido poco antes del Rodolex de la secretaria. Julie había permanecido un rato allí y luego se había marchado en coche con otra persona, probablemente el hombre llamado Bobby. No pudo ver más, pero le habría gustado que el rastro dejado por ella fuese tan intenso como el de Jaxx.
Dejó el vaso y decidió ir a casa de aquella mujer. Aunque ni ella ni Bobby estuviesen allí podría encontrar algún objeto que, a semejanza del vaso, le permitiese avanzar en su rastro. Si no encontraba nada, volvería allí y reanudaría la búsqueda, a no ser que la Policía hubiese llegado por haber descubierto al hombre muerto sobre la acera.
Lee apagó el ordenador y también el tocadiscos compacto a mitad de Walking on a Thin Line por Huey Lewis y The News. Luego se quitó los auriculares.
Se sentía feliz tras la larga y productiva sesión en el país del silicio y el arseniuro de galio, se levantó, se desperezó, bostezó y miró su reloj. Poco más de las nueve. Había estado trabajando doce horas.
Debería desear sólo tumbarse en la cama a dormir durante medio día. Pero prefirió volver volando a su alojamiento, que distaba sólo diez minutos de la oficina, refrescarse un poco y disfrutar de la vida nocturna. La semana pasada había descubierto un nuevo club, el Nuclear Grin, donde la música era agresiva y estridente, el licor no estaba bautizado, la actitud de la gente mostraba una inconsciencia liberal y las mujeres eran ardientes. Deseaba bailar un poco, beber otro poco y encontrar a alguna persona dispuesta a soltarse el pelo.