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Cuando Frank empezó a reanimarse con unos cuantos sorbos del café así aderezado, Julie le enseñó una fotografía y observó atenta su reacción.

– ¿Reconoces a alguna de estas personas?

– No. Todas son desconocidas para mí.

– El hombre es George Farris -dijo Bobby-. El auténtico George Farris. Obtuvimos esta foto de su cuñado.

Frank estudió la fotografía con renovado interés.

– Tal vez lo conozca, y ésa puede ser la razón de que haya asumido su nombre… pero no puedo recordar haberlo visto antes.

– Está muerto -dijo Julie, y pensó que la sorpresa de Frank era genuina. Le explicó cómo había muerto Farris, hacía años; y luego cómo su familia había sido asesinada en fechas mucho más recientes. También le habló de James Román, y de cómo la familia de Román había muerto durante un incendio, en noviembre.

Frank contestó con lo que parecía desazón y confusión sinceras:

– ¿Por qué todas esas muertes? ¿Es una coincidencia?

Julie se inclinó hacia delante:

– Nosotros creemos que el señor Luz Azul los mató.

– ¿Quién?

– El señor Luz Azul. El hombre que, según tú, te persiguió aquella noche en Anaheim, el que creíste que te daba caza por alguna razón. A nuestro parecer, él descubrió que estabas viajando bajo los nombres de Farris y Román, así que se dirigió a las señas de los interesados y cuando no te encontró allí mató a cada uno de ellos, bien fuera por no poder hacerles revelar la información que deseaba… o sólo por gusto.

Frank pareció fulminado. Su pálido rostro palideció aún más, como una imagen desvaneciéndose en una pantalla de cine. La desolación de sus ojos se acentuó.

– Si yo no hubiera usado ese carné de identidad falso, él no habría ido nunca a esas personas. Tengo la culpa de que murieran.

Compadeciéndose del pobre hombre y avergonzada de la sospecha que la indujera a abordar de aquella forma el tema, Julie dijo:

– No permitas que eso te abata, Frank. Muy probablemente el artista que falsificó tus documentos eligió al azar los nombres de una lista de fallecimientos recientes. Si hubiera usado otro método, ni la familia Farris ni la Román habrían atraído la atención del señor Luz Azul. Pero no es culpa tuya que el falsificador optara por el método más rápido y menos trabajoso.

– No debes culparte -dijo Hal desde la puerta, en donde se había detenido el tiempo suficiente para captar la esencia de la conversación. Parecía afligido de verdad al ver la angustia de Frank. A semejanza de Clint, Hal se había dejado conquistar por la voz afable, el comportamiento modesto y el aspecto querúbico de Frank.

Frank se aclaró la garganta y, por fin, las palabras brotaron:

– No, no, no es culpa mía, Dios mío, ninguna de esas personas ha muerto por mi causa.

En el centro de ordenadores de Dakota amp; Dakota, Bobby y Frank tomaron asiento en dos sillas de escribir a máquina con ruedas de goma, y Bobby encendió uno de los tres ordenadores IBM PC que estaban enlazados con el mundo mediante su propio módem y línea telefónica. Aunque lo bastante luminosas para permitir el trabajo, las luces del techo eran tan suaves y difusas que no resplandecían en las pantallas terminales, y la única ventana del aposento estaba cubierta con un paño por la misma razón.

Como policías en la época del silicio, los detectives privados y los consultores de seguridad confiaban en el ordenador para agilizar su trabajo y acumular un volumen de información que no podría ser asequible jamás con los anticuados métodos de Sam Spade y Philip Marlowe. Gastar suela, entrevistar a testigos y montar guardia eran todavía facetas de su trabajo, por descontado, pero sin el ordenador serían tan ineficaces como un herrero intentando reparar un neumático pinchado con un martillo, un yunque y otras herramientas de su oficio. A medida que el siglo XX avanzaba hacia su última década, los investigadores privados que hacían caso omiso de la revolución electrónica existían sólo en los dramas de la televisión y en el mundo anticuado de las novelas.

Lee Chen, quien había diseñado y ahora programaba su sistema electrónico para la recopilación de datos, no llegaría a la oficina hasta las nueve. Bobby no quiso esperar casi una hora para hacer trabajar el ordenador en el caso de Frank. No era un buen programador, como Lee, pero conocía bien la maquinaria, tenía capacidad para aprender aprisa la nueva logística cuando lo necesitaba y se sentía casi tan cómodo buscando información en el espacio cibernético como hojeando los archivos de amarillentos periódicos.

Usando el código de Lee, que sacó de un cajón cerrado con llave, Bobby entró primero en la red informativa de la Seguridad Social, que contenía archivos a los que tenía acceso el gran público. Otros archivos en el mismo sistema eran restrictivos y supuestamente inaccesibles tras los muros de los códigos de seguridad requeridos por varias leyes sobre el derecho a la intimidad.

Solicitó a los archivos abiertos el número de hombres llamados Frank Pollard existentes en los registros de la Administración, y al cabo de unos segundos la respuesta apareció en la pantalla: contando las variantes de Frank, tales como Franklin, Frankie y Franco, más nombres como Francis de los que Frank podría ser un diminutivo…, había seiscientos nueve Frank Pollard que poseían números de la Seguridad Social.

– Oye, Bobby -dijo, preocupado, Frank-, ¿tiene sentido para ti ese embrollo de la pantalla? ¿Son reales esas palabras o sólo letras revueltas?

– ¿Cómo? Son palabras claras, por supuesto.

– No para mí. A mí no me parece nada. Galimatías.

Bobby cogió un ejemplar de la revista Byte que estaba entre dos ordenadores, lo abrió por un artículo largo y dijo:

– Léete esto.

Frank aceptó la revista, la miró pasmado, volvió un par de hojas, luego dos más. Sus manos comenzaron a temblar, y la revista con ellas.

– ¡Dios santo, no puedo! También he perdido eso. Ayer perdí la capacidad para sumar. Siento cada vez más confusión, niebla en la cabeza, me duele cada articulación, cada músculo. El «teletransporte» me está deshaciendo, matando. Me estoy haciendo añicos, Bobby, mental y físicamente, cada vez más aprisa.

– Todo saldrá bien -dijo Bobby. Pero su confianza era en gran parte ficticia. Estaba seguro de que llegarían al fondo de la cuestión, averiguarían quién era Frank, adonde iba por la noche y cómo y por qué; sin embargo, podía ver también que Frank decaía aprisa, y no apostaría dinero si le dijesen que encontrarían todas las respuestas mientras Frank estuviese vivo, sano y capacitado para beneficiarse de sus descubrimientos. No obstante, puso una mano sobre el hombro de Frank y le dio un apretón de ánimo.

– Mantente firme, compañero. Todo va a salir bien. Lo creo de verdad.

Frank inspiró profundamente y asintió.

Volviéndose otra vez hacia la pantalla y sintiéndose culpable por su mentira, Bobby preguntó:

– ¿Recuerdas cuál es tu edad, Frank?

– No.

– Pareces tener treinta y dos o treinta y tres.

– Me siento más viejo.

Silbando para sí Satín Dolí, de Duke Ellington, Bobby reflexionó un momento y luego pidió al ordenador SSA que eliminara a los Frank Pollard menores de veintiocho años y mayores de treinta y tres. Así, quedaron tan sólo setenta y dos.

– Escucha, Frank, ¿te consideras un californiano arraigado a tu tierra o crees haber vivido en otros lugares?

– No lo sé.

– Supongamos que eres hijo del Estado del Sol.

Acto seguido, pidió al ordenador SSA que redujese los restantes Frank Pollard a los que habían solicitado su número de la Seguridad Social mientras vivían en California (quince) y luego a aquellos cuyas señas del archivo estuviesen en California (seis).

Como la ley prohibía que se revelase el número de la Seguridad Social a los investigadores ocasionales, Bobby recurrió a las instrucciones del código de Lee Chen y entró en los archivos restringidos mediante una complicada serie de manipulaciones que burlaban la seguridad SSA.

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