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No le gustaba quebrantar la ley, pero un hecho de la alta tecnología era que no obtenías nunca el beneficio máximo con tu sistema de recopilación de datos si te atenías estrictamente a las reglas. Los ordenadores eran instrumentos de libertad y los gobiernos eran, en mayor o menor grado, instrumentos de represión: era difícil que ambos coexistieran siempre en perfecta armonía.

Bobby obtuvo seis números y señas de los Frank Pollard que vivían en California.

– Y ahora, ¿qué? -inquirió Frank.

– Ahora -dijo Bobby-, cotejaré esos números y señas con los datos del Departamento californiano de Vehículos a Motor, la Policía estatal, la Policía municipal, todas las Fuerzas Armadas y otras dependencias gubernamentales para conseguir las descripciones de esos seis Frank Pollard. Cuando averigüemos su talla, peso, color del pelo, color de los ojos, raza… iremos eliminándolos uno por uno. O mejor todavía, si uno de ellos resultas ser tú, y si has servido en el Ejército o has sido arrestado por algún crimen, podríamos incluso obtener una foto tuya en alguno de esos archivos y confirmar tu identidad.

Sentados ante la mesa, frente a frente, Julie y Hal quitaron las cintas de goma a más de la mitad de los fajos de billetes. Luego, examinaron diversos billetes de cien dólares para comprobar si algunos tenían números consecutivos de serie, lo cual podría denotar que habían sido robados de un Banco, o una Caja de Ahorros o cualquier otra institución.

De pronto, Hal levantó la vista y dijo:

– Me pregunto por qué esos sonidos aflautados y esas corrientes preceden a Frank cuando se «teletransporta».

– ¡Quién sabe! -dijo Julie-. Quizá cuando él se zambulle en algún túnel de otra dimensión el aire que se desplaza desde el lugar que abandona hasta el lugar adonde va, cause ese fenómeno.

– Yo estaba pensando… Si ese señor Luz Azul es auténtico, y si está buscando a Frank, y si Frank oyó esa flauta y sintió ese soplo en aquel callejón…, entonces el señor Luz Azul podrá también «teletransportarse».

– Sí. ¿Y qué?

– Pues que Frank no es único. Sea lo que fuere, hay otro semejante a él. Tal vez incluso más de uno.

– Ahí tenemos otra cosa en que pensar -dijo Julie-. Si el señor Luz Azul puede «teletransportarse» y descubre dónde se halla Frank, nosotros no podremos defender un escondite de sus asechanzas. Él podrá surgir en nuestro medio. ¿Y qué pasará si llega con una metralleta escupiendo balas mientras se materializa?

Tras un momento de silencio, Hal dijo:

– ¿Sabes una cosa? La jardinería ha sido siempre un oficio placentero. Te basta con una segadora, un rastrillo y otras herramientas sencillas. Los gastos generales son más bien reducidos y apenas corres peligro de que te ametrallen.

* * *

Bobby siguió a Frank hasta el despacho en donde Julie y Hal estaban examinando el dinero. Colocando una hoja de papel sobre la mesa dijo:

– Lárgate, Sherlock Holmes. Ahora el mundo tiene un detective más grande.

Julie puso en diagonal la hoja para que ella y Hal pudieran leerla al mismo tiempo. Era una copia impresa con láser de la información que había facilitado Frank al Departamento californiano de Vehículos a Motor para solicitar una ampliación de su permiso de conducir.

– Los datos físicos coinciden -dijo Julie-. ¿Francis es de verdad tu primer nombre y Ezequiel el segundo?

Frank asintió.

– No lo recordaba hasta que lo vi. Pero soy yo sin duda. Ezequiel.

Golpeando con un dedo la copia, ella dijo:

– Y estas señas en El Encanto Heights…, ¿te hacen evocar algo?

– No. No puedo decirte siquiera lo que es El Encanto.

– Está cerca de Santa Bárbara -dijo Julie.

– Ya me lo ha dicho Bobby. Pero no recuerdo haber estado allí. Excepto…

– ¿Qué?

Frank se acercó a la ventana y miró hacia el lejano mar, sobre el cual se extendía ahora un cielo todo azul. Algunas gaviotas madrugadoras trazaban arcos con tanta fluidez y soltura que su exuberancia constituía un espectáculo emocionante. Pero era evidente que las aves no emocionaban a Frank ni el panorama le encantaba.

Al fin, mirando todavía por la ventana, dijo:

– No recuerdo haber estado en El Encanto Heights…, sin embargo, cada vez que oigo ese nombre el estómago se me revuelve, ya sabéis, como si descendiera por la montaña rusa. Y cuando intento pensar en El Encanto, esforzarme por recordarlo, el corazón se me acelera, la boca se me seca y me cuesta un poco más respirar. Así, pues, creo que me esfuerzo por reprimir cualquier recuerdo que tenga de ese lugar, tal vez porque algo me ha sucedido allí, algo malo…, algo que me asusta demasiado recordar.

– Su permiso de conducir caducó hace siete años, -dijo Bobby-, y según el registro del DMV, no hizo nada para renovarlo. De hecho, este mismo año se le excluirá incluso de los archivos muertos, por tanto hemos tenido suerte de encontrar esto antes de que le borren del mapa. -Diciendo esto, puso otros dos impresos sobre la mesa-. ¡Largaos, Holmes y Sam Spade!

– ¿De qué tratan éstos?

– Partes de arrestos. Frank fue detenido por infracción de tráfico una vez en San Francisco, hace poco más de seis años. La segunda vez fue en la autopista 101, al norte de Ventura, hace cinco años. Y como no llevaba permiso de conducción válido en ninguna de esas ocasiones, y por añadidura su conducta era sospechosa, se le puso bajo arresto.

Las fotografías que formaban parte de los informes sobre ambos arrestos mostraban a un hombre más joven y también más rechoncho, que era sin duda su cliente del momento.

Bobby apartó el dinero de la mesa y tomó asiento en el borde.

– En ambas ocasiones nuestro hombre escapó de la cárcel, y por eso se le busca todavía después de tantos años aunque, probablemente, no con demasiado ahínco pues no fue arrestado por un delito mayor.

– También estoy en blanco al respecto -dijo Frank.

– Ninguno de esos informes explica cómo escapó -añadió Bobby-, pero sospecho que no se abrió paso entre los barrotes, ni excavó un túnel, ni confeccionó una pistola con una pastilla de jabón, ni utilizó ninguno de los métodos tradicionales para una evasión. ¡Oh, no, no nuestro Frank!

– Se «teletransportó» -sugirió Hal-. Se desvaneció cuando nadie le miraba.

– Apostaría cualquier cosa por eso -convino Bobby-. Y después, empezó a llevar carnets de identidad falsos lo bastante buenos para satisfacer a cualquier poli que le diera el alto.

Examinando los papeles que tenía delante, Julie dijo:

– Bien, Frank, ya sabemos por lo menos que éste es tu verdadero nombre, y hemos localizado unas señas auténticas para ti en el Condado de Santa Bárbara, no más habitaciones de motel. Estamos empezando a hacer camino.

Bobby dijo:

– ¡Largaos, Holmes, Spade y también miss Marple!

Incapaz de compartir su optimismo, Frank volvió a la butaca en donde se había sentado antes.

– Camino. Pero no el suficiente. Ni lo bastante aprisa. -Se inclinó hacia delante con los brazos sobre los muslos, las manos entrelazadas entre las rodillas abiertas, y miró abatido el suelo-. Se me acaba de ocurrir algo muy desagradable. ¿Qué pasará si no cometo sólo errores con mi ropa cuando me reconstituyo? ¿Qué pasará si empiezo a cometer errores con mi propia biología? Nada importante. Nada visible. Pero quizá centenares o millares de errores insignificantes en el plano celular. Ello explicaría por qué me siento tan mal, tan fatigado, tan dolorido. Y si mi tejido cerebral no se rehiciera como es debido…, eso explicaría también por qué estoy tan confuso, tan aturdido, incapaz de leer o sumar.

Julie miró a Hal, a Bobby y comprendió que los dos intentaban tranquilizar a Frank pero no podían hacerlo porque el escenario que había descrito no era sólo posible sino también probable.

Frank dijo:

– La hebilla metálica parecía perfectamente normal hasta que Bobby la tocó… Entonces se convirtió en polvo.

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