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– ¿Cómo? -preguntó Frank.

– Se tardará un poco en llegar a la ropa. Seguid mi composición de lugar. Primero, considerad que tal vez el «teletransportarse» uno mismo requiera que los átomos de tu cuerpo se disocien entre sí temporalmente, y un instante después se reúnan de nuevo en otro lugar. Lo mismo cabe decir de la ropa que llevas y de cualquier cosa que agarres, como la barandilla de la cama.

– Como el capullo «teletransportado» en aquella película -dijo Hal-. La mosca.

– ¡Sí! -exclamó Bobby exaltándose a todas luces. Se deslizó hacia delante hasta el borde del sofá y gesticuló mientras hablaba-. Algo parecido. Salvo que el poder para hacerlo está, quizás, en la mente de Frank y no en una máquina futurista. Por ejemplo, él «se ve» vagando por cualquier otra parte, se descompone a sí mismo en una fracción de segundo y se vuelve a integrar en el punto de destino. Desde luego, estoy suponiendo también que la mente permanece intacta, incluso durante la descomposición del cuerpo en átomos desconectados entre sí, porque habrá de ser el poder neto del pensamiento lo que transporte esos miles de millones de partículas y las mantenga unidas como haría un perro pastor con un rebaño; luego las soldará otra vez unas con otras hasta conseguir las apropiadas configuraciones en la distante Terminal.

Frank no quedaba convencido, aunque su agotamiento pudiera haber sido el resultado de una tarea increíblemente compleja y fatigosa como la que acababa de describir Bobby.

– Bueno…, no sé… Esto no es nada que puedas aprender en el colegio. La Universidad de Los Ángeles no tiene un curso de «teletransporte». Así que es… instinto, ¿no? Aun suponiendo que yo sepa, instintivamente, cómo descomponer mi cuerpo en una corriente de partículas atómicas para enviarlas a cualquier otra parte y después reunirías de nuevo…, ¿cómo puede una mente humana, aunque sea la del mayor genio jamás nacido, tener el suficiente poder para seguir la pista a esos miles de millones de partículas y luego reunirías tal como estaban antes? Eso requeriría un centenar de genios, un millar, y yo no soy ni siquiera uno. No tengo nada de tonto pero tampoco soy más inteligente que el ciudadano medio.

– Tú mismo has contestado a tu pregunta -dijo Bobby-. No necesitas una inteligencia sobrehumana para hacer eso, porque el «teletransporte» no es, esencialmente, una función de la inteligencia. Y tampoco del instinto. Es sólo… bueno, una facultad programada en tus genes, como el sentido de la vista, o del oído o del olfato. Míralo de esta forma: cualquier escena que contemples está compuesta por miles de millones de puntos separados de color y luz, sombra y estructura, y sin embargo tus ojos ordenan, instantáneamente, esos billones de puntos e inmediatamente los transforman en una nueva escena perfectamente coherente. No necesitas pensar sobre lo que estás viendo. Te limitas a ver, es algo automático. ¿Comprendes ahora lo que quiero decir acerca de la magia? La visión es casi mágica. Probablemente, con el «teletransporte» hay un mecanismo disparador que debes activar… como desear verte en otra parte…, pero a partir de ahí el proceso es automático por decirlo así; la mente hace que todo suceda así, tal como da instantáneamente un sentido a todos los datos que llegan a través de tus ojos.

Frank apretó mucho los ojos y se concentró para desear verse en la sala de recepción. Cuando los abrió otra vez para encontrarse todavía en el despacho, dijo:

– No funciona. Eso no es tan fácil. No puedo hacerlo a voluntad.

– Escucha, Bobby -dijo Hal-, ¿quieres decir que todos nosotros tenemos esa facultad y que sólo Frank ha sabido cómo utilizarla?

– No, no. Esto es, probablemente, un residuo de material genético propio exclusivo de Frank, quizás incluso un talento que nace de alguna lesión genética.

Todos quedaron mudos asimilando lo que Bobby había conjeturado.

Fuera, los nubarrones estaban resquebrajándose, y la entrañable pintura azul del cielo se dejaba ver cada vez en más lugares. Pero lo espléndido del día no levantó el ánimo de Frank.

Por último, Hal Yamataka señaló el montón de ropa sobre el velador.

– ¿Acaso eso explica las condiciones de esas prendas?

Bobby cogió el suéter azul de algodón y lo alzó de modo que todos pudieran ver el parche caqui en la espalda.

– Vale, supongamos que la mente puede conducir, automáticamente, todas las moléculas de su propio cuerpo mediante el proceso de «teletransporte» sin cometer un solo error. Puede arreglárselas también con otras cosas que Frank necesita llevarse consigo, como su ropa…

– Y sacos llenos de dinero -agregó Julie.

– Pero ¿por qué la barandilla de la cama? -preguntó Hal-. No hay ninguna razón para que él quiera llevarse consigo eso.

Bobby dijo a Frank:

– Ahora no puedes recordarlo, pero tú sabías muy bien lo que sucedía cuando te viste atrapado por esa serie de «teletransportes». Intentaste detenerla, pediste a Hal que te detuviera y aferraste la barandilla para hacerlo, para echar anclas en la habitación del hospital. Te concentraste en tu presa sobre esa barandilla, así que cuando te fuiste la llevaste contigo. Respecto a las irregularidades de la ropa, son… Tal vez tu mente se concentrara primero en la recomposición fiel de tu cuerpo, porque la recreación física sin error era crucial para tu supervivencia, y quizá te faltaran energías para hacer una tarea similar con objetos secundarios como la ropa.

– Bueno -dijo Frank-, no puedo recordar nada de lo sucedido con anterioridad a la semana pasada, pero ésta es la primera vez que me sucede algo parecido desde entonces, incluso aunque aparentemente haya estado… viajando la mayoría de las noches. Por otra parte, si bien mi ropa ha salido del paso intacta, yo parezco estar cada día más fatigado, débil y confundido…

No necesitó terminar la frase porque todos le comprendieron, a juzgar por la expresión pesarosa de sus ojos y rostro. Si él estuviera «teletransportándose» y si ello fuera un acto fatigoso que le robase una energía imposible de restituir mediante el descanso, sería cada vez menos meticuloso con la reconstitución de su ropa y de cualquier otro objeto que intentara llevarse consigo.

Pero, aún más importante, podría tener también dificultades para reconstituir su propio cuerpo, y entonces quizá volviera algún día de una de sus correrías nocturnas para encontrar fragmentos del suéter tejidos en el dorso de su mano, y la piel remplazada por aquel algodón, podría reaparecer como un parche pálido en el cuero oscuro del zapato, y aquel trozo de cuero pasar a ser parte integrante de su lengua… o como una sarta de células extrañas intercaladas en su tejido cerebral.

El miedo, nunca distante y evolucionando cual tiburón en las profundidades del pensamiento de Frank, salió de pronto a la superficie, estimulado por la compasión e inquietud que veía en los rostros de aquellos de quienes dependía para su salvación. Cerró los ojos, pero fue una pésima idea, porque entonces tuvo una visión de su propio rostro, el rostro que podía tener tras una reconstitución desastrosa, al final de un futuro viaje telecinético: ocho o diez dientes surgiendo de la cuenca de su ojo derecho; este ojo, sin pestañas, mirando desde el centro de la mejilla correspondiente; su nariz, una protuberancia horrible de carne y cartílagos, sobresaliendo a un lado de la cara. En esa visión, abría la deforme boca, quizá para gritar, y dentro aparecían dos dedos y una porción de su mano enraizados en donde debiera haber estado la lengua.

Abrió los ojos mientras un grito de terror y angustia escapaba de sus labios.

Empezó a temblar. No podía detenerse.

Después de llenar otra vez todas las tazas de café y, a instancias de Bobby, reforzar el de Frank con un chorro de whisky no obstante lo temprano de la hora, Hal fue a la antecocina, frente a la sala de recepción, para preparar otra cafetera.

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