– Bueno, nos han avisado claramente de que no lo hagamos. Y si pudieras comportarte con normalidad durante un minuto, no nos calarían en absoluto.
– ¿Y qué hay en mi comportamiento que vaya a revelar nuestra historia? Nada, joder. Dime una sola cosa que revele algo de nuestra historia.
– Los bailes de salón, para empezar.
– Oh, vamos, Blair. A ver si se me entiende. ¿Por eso no has venido los cinco últimos sábados?
– Tres sábados.
– Han sido cinco sábados, colega, desde aquella puta reunión. Me lo tendría que haber imaginado. ¿El tango ya no es lo bastante viril para ti? ¿Ya no encaja con tu flamante nueva imagen tipo Mayor Biggles?
Blair se inclinó hacia delante y soltó un chorro de palabras parecidas a cachos de basura sobre la bañera.
– Bueno, o sea, lo siento mucho, pero vamos, ¿qué va a pensar la gente? Es antinatural. Y si alguna vez sacas el tema delante de terceras personas, tiraré a la basura tu maldita colección de discos, ¿me oyes?
– Te verías en apuros para encontrar un churumbel de la realeza con unos pies tan ligeros como los nuestros.
– ¡Anda ya! Lo que quiero decir, joder, es que después de soltar a todo el mundo, por la razón que sea, ¿tú crees que el consejo prefiere que nos integremos y nos pongamos a labrarnos un futuro, o que nos empantanemos todo el día en el baño lloriqueando para que nos traigan el desayuno?
– Sí, vaya pedazo de futuro que vas a labrarte en cuatro semanas. -Conejo llevó la mano al grifo del agua caliente, gruñendo-. Lo más seguro es que en quince días ya tengas tu propia fábrica de polenta.
– No tienes ni puta idea, ¿verdad? Todo esto supera a Conejín. Te sientes un poco amenazada, ¿eh, Conejita? Huyes de ti mismo, ¿eh? Pues déjame que te diga algo: no nos han soltado para que seamos como tú. Nos han soltado para que encontremos una auténtica integración social.
– O sea, un polvo.
– ¡O sea, el establecimiento de conexiones emocionales que no sean los tediosos bucles psicológicos que has diseñado para demostrarte a ti mismo que te irá mejor si no haces nada de nada!
– Un polvo te ahorra una fortuna en pañuelos de papel.
– Muy bien, se acabó. -Blair se marcó un absurdo zapateado circular sin salir del cuarto de baño.
Conejo se levantó las gatas y miró a su hermano con los ojos como platos.
– Blair, a ver si me entiendes. Seamos serios por un momento. Yo sé lo que te pasa por esa mentecita tuya. Olvídalo, ¿vale? No te hagas daño. No vas a convertirte en una confortable familia nuclear en el plazo de cuatro semanas. No vas a estar por ahí comprando visillos. Y no van a dejar que los pacientes de centros como el nuestro se pierdan por ahí indefinidamente, y un cuerno. Cuando los periódicos se olviden de la historia, harán una redada para cogernos a todos, si es que no hemos vuelto ya pasando por los tribunales. A ver si me entiendes: ¿de quién te crees que es esta habitación de alquiler? Nos han aparcado aquí, Blair. No es más que otra habitación del centro. Acuérdate de lo que te digo: si empiezas a ir pavoneándote por ahí como un capullo, serás el primero en volver. Haznos un favor a los dos. Te lo vas a pasar mucho mejor si te animas, joder, y te tomas esto como lo que es: una juerga de un mes en la Gran Urbe.
A Blair se le tensó la cara hasta adquirir la textura del hueso.
– Bueno, en primer lugar somos clientes de la sanidad, no pacientes.
– ¿Vas a ser un pajillero el resto de tu vida?
– Y lo siento, pero solamente te voy a decir esto una vez: apártate de mi camino, Conejo. Yo voy a ascender.
Conejo le devolvió una serie de parpadeos y se mordió reflexivamente el labio.
– Bueno, me alegro de que lo hayamos dejado claro. -Volvió a frotarse las puntas de los dedos-. Solamente para recapitular: un polvo, Blair. Tienes tres semanas y pico para mojar.
Blair se puso a temblar de la tensión. Por fin estalló con un gruñido, agarró un orinal de debajo del lavabo y se lo tiró a su hermano. Conejo se sumergió con un ruido metálico, levantando una ola que se elevó por encima del borde de la bañera y se desplomó por el suelo con un chapoteo, bañando el camello de albornoces. Blair recobró la compostura y se quedó mirando cómo el pelo de su hermano se arremolinaba en las aguas picadas del baño. Después se dio la vuelta y salió indignado.
Cuando Conejo salió a la superficie, un dolor le tintineó en el pecho. Se dio la vuelta para alisar el alfombrín que había pegado al borde de la bañera.
Y el dolor siguió tintineando.
3
Irina Aleksandrovna estaba alicaída en la puerta de su cabaña, un agujero más entre los trozos de madera y chatarra con que estaba hecha la casa. Estaba mugrienta y tenía una expresión vacía en la cara, como una muñeca de trapo pisada por un cochecito de bebé. Sus pechos y su vientre, así como la grasa que le colgaba de las mejillas y del cuello, le caían hacia abajo, como si ya fueran camino de su tumba. Sus ojos pestañeaban en espera del ruido del tractor.
Irina esperaba en la puerta para darles malas noticias a su padre, Aleksandr, y a sus hijos, Ludmila y Maksimilian. Ya era pura rutina que las noticias fueran malas, noticias sobre la comida y sobre el tiempo, sobre el ojo supurante del gallo, sobre lo cerca que estaban ahora los tiroteos. Para ella ya era una costumbre pasar los minutos después de que la brisa le trajera esas noticias -en otras palabras, después de que se las trajera el aliento a Kalashnikov de Nadezhda Krupskaya, el oráculo de paso- inventando detalles para enriquecer la narración. Pero aquel día se dejó de mentiras. Era el día en que Aleksandr tenía el cupón de la pensión y con él carne y pan.
Si tenían suerte hasta podría haber Fanta de naranja.
– ¿Se han escapado entre risas esas criaturas? -dijo con un resuello su madre, Olga, desde la oscuridad de la cabaña-. ¡Se va a acabar el pan en el almacén! -Por encima de su boca se erizaron unas espesas cejas negras.
– Bueno, tu marido con una botella en la mano puede hacer que se retrase un poco el trabajo -suspiró Irina, posando su mirada en los picos que había detrás de la cabaña.
Aquellas montañas habían empezado a reclamarles el sitio donde vivían. Del revestimiento de la cabaña, la familia había arrancado una serie de tablones y los habían usado como leña en la chimenea en las peores noches del invierno, unas noches en las que hasta las boñigas andaban escasas. Aquellas noches tenían un efecto acumulativo, que se medía en las ráfagas que azotaban el cuchitril por tres de sus lados, llevándose cualquier calor animal que hubiera quedado rezagado. A eso se le añadía el olor cada vez más intenso a queso que despedía Olga, y sus diversas y crecientes incontinencias, que Irina sospechaba que no eran del todo involuntarias, sino una parte del precio que le cobraba al mundo por la decepción que había sido su vida. En aquellos días parecía que todo el mundo en el distrito estaba ocupado cobrándose aquella clase de peajes, algo evidente antes incluso de que empezara la guerra, antes de que cerrara la fábrica de hélices. Aun reconociendo a los lugareños su tradicional gusto por las penurias, y su respeto por el dulce éxtasis del sufrimiento, aquel mes de diciembre en Ublilsk los peajes emocionales se vendían a kopek la pareja.
Todavía pasaron varios minutos antes de que el tractor asomara escopeteando en el horizonte. Una columna torcida de humo emanaba entre estallidos de su tubo de escape. Irina se limpió la nariz en el brazo de su vestido y salió a ver cómo Ludmila volaba como un niño hacia ella. Mientras los colores de su hija emergían de la niebla y se atemperaban, Maksimilian y el tractor entraron gruñendo en el patio. El cadáver de Aleksandr iba echado boca abajo sobre la horquilla, con las piernas botando.
Los rasgos de Irina se contrajeron por toda su cara. Dio un paso adelante y se llevó una mano a la boca.