– No soy yo la que pone las cosas difíciles. Además, ya no me queda dinero, o sea, que vas a tener que deducir lo que cueste de los millones que les cobras a esos extranjeros románticos.
– ¿Y dónde estás todo tu dinero?
– ¿Y quién ha dicho que yo tenía dinero?
Ivan se quedó mirando la cara de Ludmila.
– Puedes ponerte mejillas de bebé, pero a mí no me engañas. Yo me doy cuenta de cuándo la gente que me habla tiene un buen fajo de dinero. Recuerda que hemos bebido juntos. No se me escapa nada, y me di cuenta de que llevabas billetes en las bragas porque todas las montañesas sois iguales. Así que si quieres mostrarme una pizca de respeto, no me digas que no tienes dinero.
– Pues no lo tengo. -Ludmila se encogió de hombros-. Lo he mandado lejos.
– En un tren de transporte de pan de mala muerte, apuesto, como una imbécil.
– ¡Ja! ¿Te crees que sería tan ignorante como todas las demás chicas granjeras, el valor de cuyas bragas pareces calcular tan bien?
Ivan soltó un suspiro teatral y negó con la cabeza.
– Pero mira que eres tonta. Asegúrate de llamar al almacén antes de que llegue ese tren al nido de ratas del que vienes, porque si no negocias su tajada antes de que llegue, te vas a quedar sin nada.
– Te digo que no lo he enviado en el tren del pan. -Ludmila le mandó un Empujón con la barbilla. Pero el ensancharse de sus pupilas, y la forma en que Ivan asintió con la cabeza, les hicieron saber a ambos que él acababa de darle un buen consejo.
Ivan llamó al barman y pidió un café. Ludmila esperó a que se lo hubiera servido antes de pedir otro para ella.
– ¡Y tú que no tienes dinero, ahora te bebes el mejor café de la casa!
– Ja, bueno. Si tú no me invitas a uno, después de haberme hecho desperdiciar mi tiempo y mi dinero con tu negocio fraudulento…
– ¡Bah! No pienso hablar contigo más. Ya no, porque eres tú la que estás haciéndonos perder el tiempo a todos. Que si tu prometido, que si el dinero, que si el aire que te rodea las tetas… Si no tienes para pagar el precio razonable de nuestro legítimo y famoso servicio, adiós.
– Coge la fotografía. -Ludmila la empujó por la barra sin mirar.
– ¡Pero si no tienes forma de pagar la digitalización! Así que aquí se acaba toda esta historia lamentable.
– Aquí está la digitalización. -Ludmila tiró el disco a la barra y dio un sorbo remilgado a su café. Tenía ganas de darle una bofetada al hombre pero no lo hizo. Contenerse era un precio muy pequeño a cambio de una cama desde la que se veía el café Kaustik.
Ivan se la quedó mirando con los labios muy cerrados.
Echó un vistazo al barman y luego volvió a mirar a Ludmila con el ceño fruncido. Por fin agarró el disco y le dio la espalda.
Ludmila dio un golpe de barbilla detrás de él.
– Estoy libre el miércoles para comprar casas y joyas.
16
La puerta se cerró en las narices de Lamb y los gemelos bajaron arrastrando los pies por las escaleras. Luego el peso y su estado de ánimo se aligeró. El momento era tan sobrecogedor y tan íntimo como cuando una mariposa de la selva emerge para disfrutar de sus dos semanas de vida.
– Antes de que demos otro paso -Conejo agarró a su hermano por los dos brazos-, tengo que decirte una cosa. -Sintió el hueso por debajo de las mangas del viejo traje de Blair. Las mangas le venían muy holgadas, y eso parecía acentuar la inocencia con que Blair se enfrentaba a la nueva vida, su vulnerabilidad en un mundo que continuaba avanzando sin él, que llegaba como un estruendo tras el horizonte. Al mirar a su hermano aquella noche, Conejo vio en él el instinto humano más puro: el impulso básico de seguir adelante, de deambular envalentonado dentro del rebaño.
Habían sido islas. Y ahora uno de ellos quería formar una península.
Blair permaneció de pie con sus finos labios entreabiertos.
Conejo se quitó las gafas. En el rabillo de los ojos le temblaban sendas lágrimas. No le cayeron, sino que se quedaron allí, temblando como muelles. Lentamente sus manos se movieron hasta los hombros de Blair y después hasta su cabeza. Se inclinó hacia él y le plantó un beso en cada sien, un besito tan ligero como el roce del ala de una libélula.
– Lo siento, colega. Por todo.
– No lo sientas, Nejo, no. Soy yo el que lo siente.
– No, colega. No. He vivido mi vida entera a través de ti, ¿es que no lo ves? Tú has sido mi mentor.
Blair desenredó una mano y la sostuvo en alto.
– No, Nejo: tú eres el que nos ha mantenido juntos todo este tiempo. Mi única contribución ha sido esta sensación de que tú eres en cierta forma un obstáculo. De que en cierta manera no eres más que un apéndice, cuando en realidad, hasta físicamente, específicamente, nacimos como un equipo. Solamente quiero decirte…
– No. -Conejo inclinó la cabeza para soltar una lágrima-. No lo digas.
– No, no, Nejo, no…
– No, no.
– No.
Los dos hermanos permanecieron cada uno al alcance de la respiración del otro, cabizbajos, con los brazos caídos a los costados. Fuera ladró un zorro. Una sirena chilló como un pavo real en la lejanía. Los gemelos permanecieron inmóviles.
– Voy a enseñarte una cosa. -Conejo alzó su mirada hasta encontrarse con la de Blair-. Es algo que la enfermera jefe me dio cuando nos fuimos. No tuve agallas de enseñártelo entonces. Por el miedo que tenía a perderte. Lo siento, colega. Lo he llevado conmigo esta noche, por si conseguías tu independencia, tal como querías. Por si eran nuestros últimos momentos juntos.
A Blair se le llenaron los ojos de lágrimas.
– No llores, colega. -La mano de Conejo se metió temblando en el bolsillo interior de su chaqueta. Sacó una hoja doblada de papel pautado.
Blair abrió la hoja y leyó:
«Capistrano»
Sunnymead Close 41
Solihull
West Midlands
Querido hijo:
Confío en que estés contento y en que todo vaya lo mejor posible. Tu madre y yo estamos bien, a nuestra manera. Puede que pase un tiempo antes de que puedas entender del todo esta carta, pero para mí es importante escribirla. Porque aunque no se mencione mucho, y tampoco quiero meter el dedo en la llaga, me gustaría hacerte saber que no eres el único que está decepcionado por cómo han salido las cosas. Se ha prestado mucha atención a la dificultad de tu situación, y me parece bien, ya que vas a tener que soportar sus consecuencias físicas más directas, pero me parece justo decirte que tu madre y yo sufrimos por lo menos tanto como tú, y muy probablemente más. Cuando nos propusimos crear una familia nunca, ni en un millar de años, nos habríamos podido imaginar la pesadilla que se nos vendría encima. Hemos perdido a nuestros amigos, nuestro prestigio en la calle, nuestra autoestima y, ésta es la base de esta carta, triste pero necesaria, el respeto y el amor que nos profesábamos. Siento mucho tener que comunicarte que tu madre se marcha de casa, aunque seguimos hablándonos de forma civilizada.
Por favor, no creas que esto es culpa tuya, al menos voluntariamente, porque no lo es. Nunca he pensado en ti como un «monstruo», que es lo que dirían algunos, ni como nada más que una «víctima inocente de fuerzas que escapan a nuestro control». Todo el mundo, incluyendo, estoy seguro, a nuestros vecinos los Nicholls (aun después de las cosas tan poco amables que Stan y Margaret nos contaron que habían dicho), opina exactamente lo mismo: que lo sucedido no es más que un enorme accidente de la naturaleza, una especie de pesadilla de la que no nos despertaremos nunca.
Pero hijo, vivimos en una época moderna e ilustrada. No voy a decir que en general sea mejor época que la mía, pero una cosa que el progreso ha traído a este país es la capacidad de airear las cosas y decir lo que pensamos. Aunque me duele, o mejor dicho, agrava todavía más mi dolor, sé que escribirte estas cosas es lo más «sano» que puedo hacer, y que tendríamos que dar gracias, supongo, por no estar viviendo hace cuarenta años, cuando habríamos evitado la verdad por una cuestión de educación.