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– No puede andar lejos, si se ha llevado su casa entera a cuestas. ¿De quién es el camión que se ha llevado lo que había en su casa?

– Él abandonó la casa, ya estaba así cuando regresó. ¿Te crees que los gnez que hay calle arriba se la iban a cuidar para cuando volviera?

– Ja. Bueno, se la han dejado limpia. -Maks mandó un trozo de chatarra de una patada al otro lado de la calle-. ¿Viajaba en tractor?

– No, venía a pie de lejos. No le quedaban fuerzas ni para soltar palabrotas. -El anciano se estremeció solamente de recordarlo y cerró la puerta sin decir una palabra más. Maks se quedó desinflado en la calle. Regresó a casa de Pilo para soltar los juramentos adecuados entre sus paredes. Luego subió el peldaño resbaladizo de la cocina para salir al patio de atrás. Examinó el suelo en busca de huellas de neumáticos. No había ninguna.

Ludmila estaba acurrucada en las sombras de la estación. Sus pupilas siguieron la luz del último vagón del tren a Kropotkin cuando éste se adentró meciéndose en la niebla. Era una niebla helada que se extendía hasta el mismo horizonte, un edredón de humo como el de Ublilsk. Las lágrimas le calentaron los labios y se puso a rezarle a la luz: para que el dinero de su familia llegara antes a su puerta, para sacar a Misha Bukinov de la guerra y llevarlo hasta a ella sano y salvo. La cuestión de la ausencia de Misha había pasado de ser un puntito oscuro a ser un cañón que gemía en la mente de ella. Ludmila lo apartó de sí, no porque le pareciera una preocupación absurda, sino porque dentro de él revoloteaba la idea de que nada bueno podía estar reteniéndolo durante tanto tiempo.

Los músculos de la cara de Ludmila hicieron que su piel pareciera arrugarse y llenarse de ampollas. Se le puso la cara reluciente y roja y el dolor de imaginarse a Misha le arrancó un silbido de la garganta. Cuando cerró los ojos, vio que los brazos de él se extendían hacia ella. Luego, mientras los claqueteos y tañidos del tren se desvanecían bajo el murmullo del viento, él también desapareció en aquel anochecer tan frío y sólido como el acero.

Ludmila se incorporó sorbiendo por la nariz. Permaneció un momento de pie, luchando por reavivar el fuego de su corazón: fuego de ubli, fuego de Olga, el mismo que convertía la desdicha en alegría. Se pasó una manga por los ojos, respiró hondo y echó a andar por la avenida para llevar a cabo su plan provisional.

La tienda de aparatos de Ulitsa Kuzhniskaya seguía abierta. Era una tienda de aparatos porque, junto con la leche de cabra, el detergente, el chocolate, el queso y el pan, también vendía pilas y mecheros. Y uno de los letreros que había pegados con cinta adhesiva en la puerta prometía dos fotografías oficiales por la mitad del dinero que le quedaba a Ludmila. Entró en la tienda, discutió con el viejo que había detrás del mostrador, regateó y suplicó hasta que los gritos ahogados y las muecas del hombre la derrotaron y acabó por darle el dinero.

Había una cortina colgando de una barra de ducha. El hombre fue cojeando hasta allí y corrió la cortina para cerrar un rincón de la sala, luego señaló un espejo mientras cargaba la cámara. Ludmila se miró en el espejo. Se la veía sofocada y fatigada. La calidez de la sala le sacaba los colores en las mejillas y en la nariz, y aquella luz brutal hacía que los rastros dejados por las lágrimas le relucieran por la cara. Se limpió con una manga, se pasó los dedos por el pelo, dejando que le colgara un mechón por encima de un ojo, y fue a sentarse en un taburete que había delante de la cámara.

– Que los ángeles me ayuden -dijo el anciano-. ¿Es que quieres asustar a la gente con tu fotografía? ¿Va a utilizarla para asustar a los pájaros de tu sembrado?

– Ya tiene usted su dinero. Limítese a hacer la foto.

– ¿Querrás sonreír para mí, al menos? ¿Es para afiliarse al Partido? ¿Para un documento de identidad?

– No, es para asustar a los pájaros. Hágala ya.

El hombre abrió los ojos como platos y soltó una carcajada. Su risa era tan sincera, y la respuesta de ella había sido tan ruda, ahora que la veía con perspectiva, que Ludmila también se echó a reír. Primero con un leve soplido entre los labios y luego con la boca abierta y húmeda. Y mientras estaba intentando recomponer sus rasgos, el hombre le hizo una foto.

– No pienso hacer ninguna más -dijo-. Es la foto más picante que te van a sacar en tu vida.

– Bueno he pagado por dos fotos.

– Tú espera a verla. -Descargó el cartucho, sacó la película, se miró el reloj y esperó con la placa en la mano, sonriente. Al cabo de unos momentos de silbar desafinado, despegó una capa de papel y contempló la fotografía con una sonrisa-. Mira esto.

Ludmila cogió la foto. Su cara relucía a más no poder, con la cabeza inclinada hacia abajo, los ojos chispeando hacia arriba a través del flequillo y el asomo de una sonrisa sucia en los labios. La imagen despedía una pátina de espíritu salvaje. Casi se podía oler.

– Pero míreme la boca -le dijo Ludmila al hombre-. Inténtelo otra vez, la próxima puede que salga mejor.

– ¡Ni hablar! Además, ¿para qué necesitas dos? Ésta dice todo lo que necesitas decir, aunque admito que se te ve demasiado rebelde para ser una foto de pasaporte.

– Quiero dos porque he pagado dos, ¿o se cree que soy una gnezvarik?

– ¡Vamos! -El hombre frunció los labios-. No te pongas así, si aquí no hay problema. Si es para un pasaporte, te hago otra. Pero -sonrió con gesto de astucia-, si es para meterla en un ordenador, te puedo hacer una copia en archivo informático. Eso hacen dos fotos, y por el mismo precio. Hasta te daré el disco en el que va.

Ludmila salió con su fotografía y el disco, y fue directa al bar Leprikonsi, consciente de que el tío de Oksana no le había dado un techo por pura bondad, y que se esperaba de ella que colaborara en el negocio de internet a cambio del alojamiento. Además, flirtear con el ordenador de Ivan la hacía sentirse extrañamente más cerca de Misha. Era una especie de investigación que estaba haciendo de cara al visado, algo que les serviría a los dos. Una investigación de un par de días, hasta que él llegara y la abrazara hasta dejarla sin resuello, besara el brillo de su pelo y la deleitara con las valientes e improbables circunstancias que tanto habían retrasado su llegada.

Cuando llegó al Leprikonsi se lo encontró bastante tranquilo. La luz del sol había abandonado su fachada tristona. En el interior, dijo que no quería comer ni beber nada y preguntó por Ivan. El barman cogió una fregona y dio en el techo con el mango.

Al cabo de un momento, la cabeza hinchada de Ivan asomó por el hueco de la escalera que había al fondo del bar.

– Dios bendito. -Miró a Ludmila de arriba abajo-. Vuelves a ser tú.

Una anciana vestida de negro apareció en el hueco de la escalera detrás de él.

– Te lo digo, al americano no le mandamos ni un alma. Hasta que nos pague la última remesa.

– ¡Shhh! -Ivan le hizo un gesto para que callara por detrás de la espalda-. Es una clienta.

– Tengo la fotografía. -Ludmila estiró la cabeza para ver a la anciana que Ivan tenía detrás-. Mira.

La mujer se dio la vuelta, murmurando. La oscuridad de la escalera se la tragó. Ivan se acercó caminando tranquilamente junto a la barra y le quitó la fotografía a Ludmila de la mano.

– ¡Bah! ¿Y esto qué es? Si parece que te acabe de atropellar un tren.

– Ja. -Ludmila le arrebató la foto.

– Además, esto no sirve para el negocio del que hablamos: si me hubieras escuchado, y hubieras prestado el debido respeto a lo que te decía, podrías haberte ahorrado este gasto. Lo que tienes ahora es una instantánea espantosa que mandarle a tu abuela, que por su propio bien espero que sea ciega.

– No menciones a mi abuela con tu bocota.

– Bueno, te costará un montón de dinero meter esa imagen en el ordenador en el formato que está ahora, más de lo que cobra el fotógrafo que yo te iba a recomendar, es decir, antes de ver que solamente querías hacerte la dura.

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