– Pero seguirá habiendo almas que alimentar…
– Bueno, no. -El hombre levantó un dedo-. Es porque no queda la bastante gente que alimentar. ¿Entiendes? Ahora el servicio es privado y tiene dueños extranjeros. No van a mandar un tren entero, ni tampoco hombres para limpiar las vías, solamente por una docena de panes.
– ¡Nuestras vías las limpiamos nosotros! ¡Y empujamos el vagón en los últimos kilómetros, así que tampoco es que vosotros tengáis que hacer nada!
– Bueno, en primer lugar, no me mires con esos ojos de hielo, porque yo no soy el que cancela el tren del pan, ni ningún otro tren. Si fuera yo el que decidiera, os llevaría huevas de beluga en mi propia mano todas las mañanas y os las colocaría sobre la lengua mientras dormís.
Los parroquianos del café soltaron risitas y Ludmila se volvió para ver que todos se habían vuelto a medias para disfrutar mejor la conversación.
– Y en segundo lugar -dijo el rubio, haciéndole un guiño a su público-, te puedes comer todo el pan que quieras en tu tremendo Tupolev, ¿o sea, que por qué hacemos malgastar el aire de nuestras bocas?
Las risas resonaron por entre la neblina.
Ludmila frunció el ceño y bajó la vista. Apenas proyectaba sombra bajo las luces fluorescentes del café. Aquello la hizo sentirse sola. Los días y las noches sin Misha le habían traído momentos compensatorios de esperanza maníaca que ahora empezaban a flaquear. Con todo, se borró su imagen de la mente y puso su mejor cara de póquer.
– Escúchame: ¿dónde está el guardia del tren a Kropotkin?
– De camino a Kropotkin. -El hombre se encogió de hombros, mirando a su alrededor para recibir una última risita ahogada de los parroquianos.
– Pero el tren está aquí, en el andén.
– Entonces ¿quién sabe? Lo que te estoy diciendo es que hay guerra en Ublilsk, y que él se quedará con el veinticinco por ciento de todas las entregas.
– ¿Cómo? ¡Con una pistola se lo quedará!
– Piensa en su posición -dijo el hombre de la barba, acercándose hacia Ludmila-. Además de sus costes y tarifas habituales, tiene que pensar las medidas de seguridad que hay que tomar en plena guerra. Y esas vías muertas que se adentran en vuestros yermos, donde una gente desconocida empuja el vagón sin ningún funcionario ferroviario… ¡imaginaos! Tiene que ir comprando lealtades por toda la línea, y comprar también a la gente del almacén. ¡Imagínatelo tú misma!
– Entonces yo puedo vivir un mes por el precio de una entrega.
– Pues entonces debes de estar enviando más de mil rublos -dijo el rubio.
– ¡Estoy mandando mi licencia de aviación!
– La tarifa por una licencia de aviación son dos mil rublos.
Mientras Ludmila permanecía sentada mirando con furia a un hombre y después al siguiente, otro individuo mugriento abrió la puerta y se coló en el café como si fuera una hiena.
El rubio se levantó de su silla.
– Sergei Leonov, estamos hablando de ti.
– Guárdate tus asquerosas mentiras en el culo -gruñó el hombre, y pasó junto a la mesa sin ni siquiera mirar.
– Tenemos una clienta. -El rubio señaló a Ludmila-. Otra ubli como tú.
– ¡Ja! ¡Bueno, no fui yo quien mató a Aleksandr, vas a ir al infierno por decir que fui yo! -Maksimilian cruzó la habitación con pasos airados.
– Ten la amabilidad de limpiarte los oídos -dijo Irina-. Lo que he dicho es que nos devuelvas el tractor.
– ¿Es que estamos viviendo en mundos distintos? ¿Es que no te dijo una voz muy parecida a la mía que he trocado el tractor? Como parte de un trato muy lucrativo que te haría recordar como agua pasada tus penurias si fueras capaz de dejar que siguiera su curso.
– ¡En el nombre de Dios, tráelo de vuelta!
– ¡O por lo menos trae diez mil rublos! -gritó Olga desde la ventana junto a la que estaba sentada-, porque eso es lo que pagaría un mendigo muerto, ya no digamos alguien que pagara los veinticinco mil que vale.
– Ese tractor no vale veinticinco mil -dijo Maks con un resoplido de burla-. Ya ha visto tres guerras.
– Ese tractor ha aguantado muchos años de penurias, Maksimilian Ganso Ingrato. ¡Tú no has visto de cerca ni un día del trabajo que ha hecho ese tractor!
– ¡Ja, ésa sí que es lógica! Eso no quiere decir que se vuelva más valioso, quiere decir que está viviendo de la fuerza de su fantasma.
Irina pisoteó el suelo con rabia.
– ¡Si no nos quitamos de encima a esa garrapata de Abakumov, se nos va a llevar a la tumba!
– ¡Bah! -escupió Maks-. Abakumov no tiene nada que hacer frente a los cretinos de Lubov.
– ¡Ja! ¡Sí! Pero tiene al Estado detrás, Maksimilian… ¡no podemos ganarle!
Maks rodeó la mesa, pasó junto al fogón y la mesa de la cocina, golpeando las cosas, tirándolas y aprovechando cada oportunidad para armar una escandalera antes de salir de la cabaña. Y su ruta a través de la luz gris del patio todavía le dio oportunidad de armar un poco más de estrépito. Ya fuera, se metió las manos en los bolsillos, encogió los hombros para avanzar contra el viento y se alejó dando zancadas y dejando un rastro de burbujas de vaho como si fuera un tren de vapor bajo el agua.
Tuvo cuidado de no acercarse lo bastante al almacén como para ser visto. Aquello comportaba cruzar el patio de la viuda del ferretero y bordear la casa de la aldea. Fue murmurando para sí mismo, arrastrando los pies y aplastando cosas a su paso, de camino a donde vivía Pilosanov. Estaba claro que Pilo era el culpable de que hubieran atraído a un chupasangres del calibre de Abakumov. Porque si Pilo hubiera cumplido su parte del trato, y le hubiera entregado los teléfonos móviles y la pistola, la familia habría sido capaz de responder a la situación con la velocidad adecuada. De hecho, decidió Maks, la situación ni siquiera se habría dado, porque Olga no habría tenido que firmar ningún cupón. Lubov se las tendría que haber visto sola con el inspector y no hubiera podido apartar a ese chupasangres tan fácilmente de los chanchullos.
Así pues, Pilosanov era el culpable. Y Lubov por su traición. Abakumov era un simple fastidio.
Maks agachó la cabeza cuando un cohete pasó silbando y explotó cerca. Inclinó una oreja para escuchar, pero el aire estaba demasiado cargado de frío para calcular a qué distancia había caído.
Al tomar la última calle del pueblo, Maks vio la puerta de Pilo abierta de par en par. Luego, mientras se acercaba entre rocas y charcos de hielo y barro, vio que la puerta había desaparecido. Entró en la casa y se detuvo. Estaba vacía. Se habían llevado hasta las vigas del techo. La mitad de su tejado de chapa de cinc se había hundido sobre la sala principal, y ahora el hielo descendía en surcos hasta un estanque de hielo que iba de pared a pared. Las escaleras habían desaparecido, igual que las ventanas, los marcos y los ladrillos alrededor de éstos.
– Se ha ido -susurró el vecino, el viejo Krestinski, desde la puerta de al lado-. Pero va acariciando tu muerte.
– ¿Que él acaricia mi muerte? Soy yo el que va acariciando su muerte, mil veces. No podría presenciar una traición más grande aunque viviera diez años con un gnez.
– Bueno, eres como un espejo de sus palabras. Y yo tengo que comentar, ahora que te veo, que él parece haberse llevado la peor parte.
– ¡Ja!
– Oh, sí. Tenía unos cortes bastante feos en la cabeza, los que yo le vi eran espantosos, ya no hablemos del daño que podía haber recibido por dentro.
– ¿Y esto te lo dijo él?
– No, con él no crucé ni una palabra. Mi humilde vida es demasiado frágil para mezclarse con semejantes granujas. Quedaría aplastado nada más cruzarme en vuestros caminos, si hay que juzgar por esos cortes que vi. Y solamente por esa razón, ahora te doy los buenos días.
– Espera -Maks siguió al hombre a su puerta-. ¿Y dónde dices que está, ese vendemierda de Pilosanov?
– No he dicho que estuviera en ninguna parte.