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– ¿Municiones? ¿Es que no las trae usted, comandante?

– ¿Es posible que hables en serio? ¿Y por qué iba yo a traer municiones de la retaguardia, cuando estáis aquí estableciendo un puesto avanzado?

– Bueno, pero… es que a nosotros no nos han dado municiones. Se nos deben de estar acabando.

– Ja. -El comandante dio un golpe irónico con la barbilla-. Será que os habéis pasado la mañana dando matarile a campesinos inocentes. Id pues, acabad con ellos, aunque sinceramente, contemplando el resultado impío de vuestra patrulla, no lo veo muy claro. Tendríais que dar gracias de que no os quito el arma y la insignia, y os pego un tiro a cada uno.

– Yo puedo acabar con ellos -dijo Fabi en tono esperanzado-. Además, los dos están sufriendo. Uno está ciego y no para de llorar, y al otro le sangra el culo: no está bien dejar que sufran así.

– Fabi, eres un genio: ¿cómo va a ser uno de ellos un testigo si está ciego? -El comandante suspiró y llevó a los hombres al dormitorio.

Allí dentro estaban temblando los ingleses. Sus espíritus los habían abandonado, que es lo que hacen los espíritus cuando se acerca la certeza de la muerte. Ahora estaban sentados como estatuas sobre el hielo sucio.

Un avión tronaba en las alturas, lleno de gente que bebía té y viajaba hacia el oeste, en dirección a algún sitio maravilloso. Los Heath se pusieron de pie temblando y sin hacer un solo ruido. Pareció que lo hacían de forma instintiva, independiente, y el espectáculo llevó al comandante a hacer una pausa. Vio que se ponían uno delante del otro, dando la impresión de que sentían sus posiciones como cachorros recién nacidos. Se dieron un abrazo que les hizo pegar sus cuerpos cuan largos eran, y uno de ellos empezó a frotar la espalda del otro trazando círculos. «Tontorrón», pareció que le decía.

El comandante les lanzó un golpe de barbilla a los soldados.

– Bueno, pues deprisa. Esto no es una obra que estéis viendo en el teatro.

Los soldados levantaron las armas. Apuntaron y apretaron el gatillo.

Clic.

Clic.

– Mierda -dijo Gavrel.

– Aquí no hay balas, Gavrel.

Blair se dio la vuelta y abrió los ojos. Vio que el comandante les ladraba insultos a los soldados y vio que éstos sacaban sus cargadores y los examinaban. Y entonces, detrás de ellos, completamente vestida, apareció Ludmila. Tenía la cara ruborizada y lozana, aunque ni su expresión ni su mirada -una mirada que era como un ataque con lanzas de bambú- cambiaron ni un ápice. La chica pasó junto a los soldados y se acercó a Blair, echando sobre él una ráfaga de olor al acto sexual que acababan de practicar. Sin dejar de mirarlo a los ojos, ella le puso una mano en la entrepierna y se la dejó allí, irradiando calor a través de la tela de sus pantalones.

Luego le hundió la mano en el bolsillo.

Y sacó una bala. La bala tenía un dibujo diminuto de un águila o tal vez de un demonio en pose de abatirse en picado. Se la pasó a Gavrel, salió de la habitación, silenciosa y altiva, y caminó hasta la luz que entraba por la ventana de la cocina. Luego continuó más allá, salió por la puerta y se alejó por la nieve iluminada por el sol.

Los soldados la vieron ir y venir sin decir palabra. El oficial metió la bala con un clic dentro de su cargador. Devolvió el cargador al arma. Y se echó el arma al hombro.

Y disparó.

La sangre roció la pared de detrás de los gemelos Heath.

3 ¿Y ACASO SE CONSTRUYÓ JERUSALÉN AQUÍ ENTRE ESTAS OSCURAS SATÁNICAS FÁBRICAS?

MUCHO DESPUÉS

Ludmila se detuvo para ver el sol suspendido en el cielo. Se limitaba a flotar allí, tediosamente, reverberando como si tuviera delante una cortina de clara de huevo. Todavía faltaba una eternidad desesperante para la noche.

La ametralladora de un helicóptero retumbaba en algún lugar cercano, a ratos más nítida y a ratos opaca.

– Intenta, por favor, aunque sea por mí, recuperar tu sentido común de tarada -dijo Maks-. Si tuvieras aunque fuera medio ojo en la cara, verías que éste de aquí se va a morir, o que está ya muerto. Si no, ¿por qué crees que está ahí tirado sin hacer nada y que ni siquiera respira?

– Pues claro que respira. -Ludmila extendió un dedo-. ¿Lo ves? ¿Crees que tengo tanto poder eléctrico como para hacer que las cosas muertas den un brinco? Deja ya de farfullar mierda.

– Ja, bueno, eso no demuestra nada. Podrías haberlo interrumpido en su último aliento, por la pinta que tiene. Podrías haber asustado a su fantasma y hacer que se le escapara por la nariz.

– ¡Dale un guantazo a tu cerebro! No hay nada que indique que el estado de los dos no sea el mismo: solamente porque uno tiembla y el otro está quieto. Éste de aquí es más tranquilo. Lo verías si tuvieras cerebro detrás de los ojos.

– ¡Ja! Con que tranquilo, ¿eh? Bueno, tengo que admitir que la muerte es la forma suprema de tranquilidad. Te aseguro que si lo que buscas es no tener problemas con él, entonces el muerto es el que te conviene. Está muy, pero que muy tranquilo. Para siempre.

– ¡Maksimilian!

Una muchacha china vestida con bata de dependienta dio un rodeo a la jaula, arrastrando la mirada de Ludmila lejos del escaparate de cristal.

– ¿Puedo ayudarles?

– Me preguntaba si eran de la misma madre. -Ludmila señaló las bolitas de pelo negro-. Éste de aquí parece poco espabilado.

La chica sonrió y asintió con la cabeza.

– Sí, son de la misma carnada. Duermen bastante a esa edad, se van quedando dormidos a rachas durante el día. ¿Quieren coger uno en brazos?

– Sí, me gustaría. -Ludmila se soltó la bolsa del hombro y la dejó apoyada en el suelo. Llevaba el vestido rojo que le había comprado su padre hacía muchos años, su vestido de princesa, el vestido de su evasión. Aunque no estaba segura de por qué se lo había puesto, con el frío que hacía aquel día.

– Yo quiero cogerlo en brazos -dijo Blair.

– Puedes cogerlo después de mí… ¡pero con cuidado!

Maks soltó una bocanada de aire como si fuera un escupitajo. Se miró el reloj de pulsera y echó un vistazo a un lado y a otro.

– ¿No puedes resucitar a uno de ellos durante el tiempo que te haga falta y así podemos continuar con lo que tenemos que hacer? Al coche se lo va a llevar la grúa de un momento a otro.

Ludmila no miró a su hermano. Su cara resplandeció igual que la luz del sol a través de las nubes cuando la puerta de la jaula se abrió con un chirrido y ella metió una mano por debajo del gatito dormido. El animal se despertó de camino a su pecho y soltó un maullido lastimero.

– Es divino. -Ella lo arrulló y le buscó el cuello con los dedos.

– ¿No me dejas cogerlo en brazos? -preguntó Blair.

– ¿Por qué no me adelanto y recojo las cosas de la casa? -dijo Maks-. Tenemos que estar listos dentro de una hora.

– Por favor, habla en inglés. -Ludmila le echó una mirada de reproche, seguida de una parrafada en su lengua natal-. En algún momento vas a tener que empezar: no creerás que Blair va a aprender ubli solamente para entender tus chorradas de ganso, ¿verdad?

– Crojones.

– ¡Maksimilian!

– Crojones -repitió Blair, y estiró la mano para tocar al gatito.

Maks soltó un suspiro.

– Ja, pues yo me voy. Si estás esperando una reacción apasionada del gato, vas a estar aquí hasta noviembre.

– Voy a comprar el gato, ¿quieres esperar? ¡En el nombre de los santos! -Ludmila le cogió el gatito de la mano a Blair, se lo acercó a la cara y le sopló.

– Bueno, pareces no estar muy decidido a comprarlo de una vez. Más bien pareces estar creando un vínculo afectivo con la tienda, y con su olor a cagarros.

– Tú cierra tu bocota.

– Si te lo llevaras a casa, te pasarías todo el tiempo soltándole chilliditos como si fueras un jerbo.

– Ya te he dicho que es para la oficina, no lo tendremos en casa.

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