Mientras el guardia desplegaba una bandera y agarraba un silbato con los dientes, el sacerdote le gritó algo a su camarada el de los pelos, que ahora se acercaba dando tumbos como un enorme pájaro sin alas.
– Nejo, ¿nos vamos o qué?
– ¿Qué cojones estás haciendo?
– Vamos. A pasarlo bomba.
– Pero…
– Tienes que coger el tren de todas maneras, ¿no?
– Pero a ver si se me entiende… ¿qué pasa con Anya, y con el tío?
– Nejo, ¡ésta es la chica! A ellos ya no los necesitamos: ¡tengo a la chica! Menuda suerte nos ha traído, Nejo, esos dos estaban a punto de sacarnos la sangre. ¡Ahora nos la llevamos con nosotros al aeropuerto, a la civilización! Tú te puedes volver a casa, yo tal vez me busque una habitación para un par de noches. Y nunca se sabe: ¡después tal vez me la lleve a casa y todo!
– Ooh, joder, Blair.
El guardia hizo sonar su silbato. El tren soltó un resoplido, repiqueteó y empezó a moverse. Blair saltó a bordo y estiró un brazo para ayudar a Conejo a subir detrás de él.
Anya regresó al andén, bamboleando la cabeza a un lado y a otro como si fuera un pavo en busca de los dos hombres a su cargo. El tren ganó velocidad y ella levantó la vista a tiempo de ver cómo los hermanos pasaban frente a ella, saludándola con la mano a través de la puerta del vagón. Ella se apartó soltando un chillido. Levantó los brazos y echó a andar detrás de ellos como un pato, agitando las manos, hasta el final del andén, donde la oscuridad se la tragó.
Conejo echó un vistazo grave a su hermano.
– Se me está yendo la olla otra vez.
Después de que el guardia se retirara a su cabina, Ludmila se apoyó contra un montón de sacas de correo en un rincón del vagón. No se le ocurría ninguna razón para hablar con los sacerdotes, aunque le producía curiosidad el que uno de ellos conociera su nombre. Los mantuvo vigilados con el rabillo del ojo y pronto se quedó adormilada gracias al suave bamboleo del tren.
21
Blair miró a Ludmila desde el suelo. De pronto no tenía nada que decir. Ella estaba en su mundo. Él no. Los inicios de todo lo que él quería de ella permanecían escondidos debajo de muchas capas de abrigos y de una cultura y un idioma desconocidos. El abismo entre ambos parecía inmenso. Con todo, sentía que la aventura del tren únicamente podía acercarlos. Ludmila parecía saber que él había venido a por ella: de ella emanaba cierta calma, como un resplandor, tal vez nacida del alivio. Una calma casi melancólica.
Tenían todo el tiempo del mundo.
Blair le dio un codazo a su hermano.
– En el aeropuerto nos pegaremos una comilona como es debido.
– Será mejor que tengan bocatas de beicon. O las próximas vacaciones me las paso en Blackpool.
– A mí tampoco me importaría zamparme una hamburguesa -murmuró Blair. Examinó el vagón, deteniéndose aquí y allí, y se mordió ligeramente el labio. Al cabo de un momento clavó una mirada perdida en el techo-. ¿Crees que nos estamos acercando, Nejo?
– No si se tarda tanto en tren como hemos tardado en coche.
– No, me refiero a nosotros.
– ¿Eh? ¿Qué te hace preguntar eso?
– Acabo de oírme diciendo que quiero una hamburguesa. No es muy habitual. Tal vez después de todo nos estemos acercando el uno al otro.
– Tienes mucho camino que recorrer después de todas las arrogantes memeces que has estado soltando últimamente. En todo caso, no soy yo el que se ha distanciado. Yo soy el mismo de siempre.
– Pero has disfrutado del vuelo, ¿no? Y del aeropuerto.
– Supongo.
– No, has dicho que habías flipado. Que era un mundo nuevo y todo eso.
– Blair, ponte manos a la obra, anda. Preséntate a la chati y deja de decir chorradas.
Blair paseó su mirada como si ésta fuera una hormiga por la cara de Conejo.
– No tendrías que estar quejándote tanto.
– ¿Por qué no?
– Porque estás colocado de solipsidrina. Te la he echado en el coñac.
– Ya lo sé, lo estoy combatiendo.
– Pues no lo combatas, por el amor de Dios: ¿qué sentido tiene eso, Conejo? Necesitamos estar juntos en esto, formar un frente unido. O sea, es algo que nos ha llegado a unir mucho en los últimos dos días.
Conejo suspiró.
– Es algo que nos ha traído al suelo de un vagón de carga helado, Blair. Fue divertido la primera vez, ahora es una mentira desesperante. Un cóctel de repeticiones vacías y sensibleras. Tú dices que elimina los condicionamientos que molestan, yo digo que elimina la puta razón.
– Shh, Nejo. No seas cenizo.
– Escucha, las cualidades que tu supuesto cóctel elimina existen por algo, Blair. Son las vocecitas que nos disuaden de violar y saquear. Puede que a tu amigo yanqui le vaya bien sin ellas, pero nosotros somos gente civilizada, de un país antiguo y civilizado. A ver si se me entiende, joder.
Blair mantuvo el ceño fruncido durante un largo momento y luego parpadeó varias veces.
– Bueno, ahora estás hablando igual que la enfermera jefe. O sea, ¿en serio crees que si esto fuera tan peligroso como tú dices estaría disponible con sabor a cerezas silvestres?
Conejo dirigió a su hermano una cara dentuda y fatigada.
– ¿Quieres ponerte manos a la obra y ligar con tu chati? Si no te das prisa, se la va a llevar el guardia.
Blair desvió la mirada a las sombras. Luego se levantó pesadamente del suelo y se deslizó por la pared hasta donde estaba Ludmila. Sus movimientos la despertaron. Ella levantó la vista mientras él se sentaba a su lado y le ofrecía la mano.
– Soy Blair -dijo.
– Bleh -repitió ella- ¿América?
– Inglés. En todo caso, deberías saberlo, después de aquel email tan bueno que me mandaste. -Se le acercó para hablarle al oído y olisqueó el frío de su pelo-. Me encanta la foto, por cierto. Supongo que te la hiciste en verano, no te imagino yendo en bikini con este tiempo.
Ella se apartó un poco, perpleja, y lo examinó un momento.
– ¿Por qué tu viene a Kuzhnisk?
– Bueno, a buscarte.
– ¿A mí? ¿A Ludmila?
Blair parpadeó. Debía de ser un juego. Estaban comportándose como los niños pequeños, aprendiendo mediante juegos inocentes.
– Sí, a ti. A Ludmila. Te llamaré Millie.
Ella lo cogió de una solapa de la chaqueta y se la zarandeó.
– ¿Tú viene de ayuda? ¿De Dios?
Él lo pensó un momento. De pronto la inclinación de su cara, la deferencia de su mirada, cobraron un sentido distinto.
– No, no, cielo santo. No soy un hombre de Dios, solamente es un traje negro.
Ludmila se quedó mirando cómo la miraba él. Blair consideró que el intercambio de miradas era un triunfo para él y se puso radiante. Ella se encogió de hombros y bajó la vista.
Blair le puso una mano en el hombro.
– Mira… solamente me gustaría conocerte. Tenemos todo el tiempo del mundo. -Hizo una pausa para ver si ella lo entendía-. Podemos hablar despacio y empezar a conocernos. No haré movimientos rápidos. ¿Lo entiendes?
Ella asintió mirándose el regazo.
– Eres preciosa.
– Gracias.
– ¿Te importa que me siente contigo? -Blair inclinó la cabeza como si estuviera razonando con un cachorrillo.
Ludmila le echó un vistazo a la cara y se apretujó más contra los sacos, pegando las rodillas al pecho. Luego apoyó la cabeza en ellas y cerró los ojos.
A Blair se le aceleró el corazón. Contempló cómo una cascada de pelo negro le descendía sobre una mejilla -que se veía más suave y carnosa desde aquel ángulo- y llegaba a las dunas perfectas que bajaban deslizándose por el canalillo. Al respirar no movía la cara. El instinto de Blair le decía que rodeara por completo el cuerpo de ella. Se sentó reclinando la espalda, con el pene duro y tenso. Le preocupaba el que ella no le diera más conversación. ¿Es que no sentía curiosidad? ¿No tenía nada que preguntar sobre Inglaterra? ¿Ni sobre el tiempo que iban a pasar juntos? Él tendría que expandir las fronteras de su mente para que asimilara aquella otra cultura tan nueva. Estaba claro que era una joven endurecida por la vida, una heroína silenciosa.