– ¿Todavía estás aquí? Creí que a estas alturas ya la tendrías en la posición número veinte.
Blair se levantó de un salto y placó a su hermano contra la pared del pasillo, gruñendo, hablando entre dientes, los dos convertidos en sendas protuberancias que se agitaban en tres dimensiones. Conejo se agachó e hizo una finta mientras Blair arañaba el aire alrededor de su cabeza. Lamb interpuso un brazo entre ambos, intentando meterse en medio de aquel revuelo.
En el tiempo que tardaron los hombres en ponerse lívidos y sudorosos, una figura enorme vestida de etiqueta llegó hasta el pasillo. Un micrófono con auricular se le curvaba en torno a una mejilla cuadrada.
– Tranquilos, están de coña -dijo Lamb antes de que el hombre pudiera hablar. Cogió su cartera y sacó de ella una tarjeta metalizada-. Yo lo arreglaré con el señor Truman. Estamos con la fiesta de Vitaxis.
– Sí, señor Lamb. -El hombre examinó la tarjeta-. Me temo que no puedo autorizarle la entrada a la sala de Vitaxis, pero puedo encontrar a alguien que sí. Tal vez, mientras tanto, le gustaría a usted traer a sus amigos a la zona para miembros. Es que aquí tenemos que mantener una vigilancia estricta, los sábados pueden ser una locura. Probablemente sea lo mejor.
– Buena idea -dijo Lamb-. Dile a Truman que estoy por aquí, ¿quieres?
– Sí, señor Lamb. -El portero se quedó quieto un momento, mirando a Blair y a Conejo. El vacío de sus ojos les transmitió un mensaje. Ellos lo entendieron y guardaron un silencio compungido-. Por aquí, caballeros. -Dejó de sostener sus miradas y se alejó por el pasillo como una estatua sobre un carrito con ruedas.
El portero los acompañó hasta el extremo más alejado del pasillo, lejos de los bares principales. Cuando los dejó a solas, Lamb se dio la vuelta y fulminó a sus dos pupilos con la mirada.
– ¿Queréis parar ya? Me estoy jugando el cuello aquí, no me decepcionéis.
La pareja se detuvo bajo un foco solitario de color blanco servilleta y se encogió visiblemente. Los dos llevaban el traje torcido en dirección al otro, como si se atrajeran magnéticamente. Bajaron la vista. Conejo abrió y cerró los puños a los costados del cuerpo, intentando no hacer caso del apocalipsis amortiguado que repicaba a través de las paredes. Le puso una mano en la espalda a Blair y empezó a trazar un círculo con suavidad.
Pasaban cuatro minutos de la medianoche.
11
– ¡El abuelo dice que encontremos un gorro para la cabra! -Kiska salió disparada del dormitorio hacia la puerta de la cabaña.
– Ten la amabilidad de recuperar la mollera. -Irina se interpuso en un camino-. Tu abuelo se ha ido con los santos, y la cabra vive bastante bien sin gorro.
– No, me lo acaba de decir desde su cama, y a él también le gustaría llevar gorro.
Irina estiró el brazo, le dio una vuelta a la niña como si fuera la llave de un juguete a cuerda y le dio una palmada para mandarla de vuelta al dormitorio.
– Tu abuelo se ha ido, pajarito. No te lo vuelvas a imaginar o lo pondrás triste.
Kiska le respondió mirándola a los ojos.
– ¿Y llorará?
– Es posible que se ponga a llorar. Ahora vuelve a la cama de mamá.
Se hizo una pausa en el humo de boñiga mientras Kiska regresaba correteando al dormitorio. Irina, Olga y Maks estaban sentados con gesto abatido a la mesa, junto al fogón, esperando el chirrido del trasero de Kiska en el colchón. Luego continuaron, acurrucados como un grupo de jugadores de póquer en medio de una noche poco venturosa. La mirada de Olga relucía con cada palabra herrumbrosa a través de unos ojos alternativamente muy abiertos y entrecerrados. Maks intentaba concentrarse con todas sus fuerzas, pero lo único que podía ver en las cuencas oculares, viejas y negras, de ella eran las luces danzarinas del fogón. Las boñigas a medio secar soltaban un curioso humo chisporroteante. Kiska ya se había levantado tosiendo de la cama dos veces. Y ahora volvió a oírse su respiración sibilante a través de la puerta del dormitorio.
– En fin, que no meéis grasa en mi garganta -dijo por fin Maks-. Nada de lo que me habéis revelado por ahora me invita a contar el éxito extraordinario que he conseguido con el tractor.
– ¡Bueno, escucha otra cosa que te puedo contar sobre los sacrificios que te permiten estar sentado soplando gas en vez de verdades! -clamó Olga- ¡Él comió carne humana! ¡Tuvo que hacerlo, Maksimilian! ¡Hubo muchos hombres que comieron cadáveres, como si fueran lobos! Digo hombres porque las mujeres no tuvieron valor. Algunas mujeres sí lo hicieron, sin embargo, para sobrevivir. Algunos bebés crecieron alimentándose de las partes más blandas, no te diré cuáles. Tú tuviste la bendición de nacer cuando aquello ya había acabado. ¡Éstas son las verdades de tu pasado a las que tú no haces caso y por las que no muestras respeto alguno!
– Estás acusando a mi bisabuelo de caníbal -Maks frunció el ceño-. ¿Y dónde está el cuerpo de su hijo? ¿Qué pasó con ese examinador de muertos?
– Tu bisabuelo hizo lo que tenía que hacer, como un animal, porque te voy a decir algo que no sabes: las criaturas fuertes hacen cualquier cosa para sobrevivir. Cuando a una persona le quitas la dignidad, y sometes a su estirpe a varias generaciones de hambre, de forma que cada mañana esté a una década de cada noche, de forma que el cuerpo no pueda prescindir de sal ni para soltar unas lágrimas, entonces los fuertes de espíritu tienen que buscar la supervivencia. Lo hacen debido a una llama que les arde en las entrañas, a la esperanza de que si pueden sobrevivir un minuto más, a lo mejor Dios se aburre de consentir los caprichos de los ricos y malvados y les suelta alguna migaja.
– ¿Dónde descansa Aleks?
– Y tú escúchame, Maksimilian, con los oídos bien abiertos: él lo hizo para que un día tú pudieras nacer con mayores posibilidades. Se fue a la gloria con las células enfermas de insultar a Dios para que tú pudieras holgazanear con tus estupideces.
– Sabes muy bien, abuela, que adoro y respeto cada gota de sudor de mi bisabuelo, y de los padres que lo precedieron y lo siguieron. Y por eso hoy no tengo problemas con mi posición de heredero porque he solucionado el tema de la fortuna familiar para siempre. -Se reclinó en su asiento y dio un trago de la botella, dejando un trago de vodka para cada una de sus madres. Ellas permanecieron sentadas con el ceño fruncido, incapaces de mirarlo a la cara.
– Te puedo leer como si fueras un poema malo, Maksimilian -dijo Irina-. Cuéntanos la historia y así sabremos qué tormento afrontamos.
– ¡Bah! -Maks escupió en el suelo-. Lo único que puedo contaros es esto: que anoche, mientras ibais dando tumbos y diciendo chorradas sobre las propiedades curativas del barro, y otras inutilidades absurdas, y probablemente ya estuvierais atracándoos de pan y bebida mientras yo avanzaba con esfuerzo por la nieve, yo obtuve nuestro primer pedido de tecnología de la comunicación. Y el resultado de esa acción, por mucho que os burléis en mi cara, es que dentro de una semana, o dos como máximo, os predigo que me estaréis insultando desde el balcón de un dúplex en el mar Caspio.
La cabeza de Irina se arrugó como un globo de fiesta viejo.
– Dínoslo ya -susurró.
– Y dejadme que os anuncie -Maks levantó un dedo glorioso-, en caso de que creáis que lo que acabo de decir son trolas, que éstos son los primeros instrumentos de su clase que se ven por estas repúblicas. Son mejores que los Nokia.
– Maksimilian -dijo Irina-. Sácalos de los bolsillos.
– ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Por qué clase de ganso me tomáis? ¿Creéis que los iba a traer aquí para que cogieran moho y se rompieran?
– ¿Cuánto has sacado por el tractor?
– Digo yo, ¿esperabais que trajera aparatos electrónicos delicados y sofisticados para que vosotras los rompierais como mongoles?
– Maks -gruñó Olga-. El tractor.
– He conseguido por lo menos la mitad de precio de una caja entera de los últimos teléfonos. Probablemente casi he llegado a tres por el precio de uno, tendríais que haberme visto negociar como un profesional.