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– Bueno, Nejo, pero mira…

– No, no. -Conejo se acercó más y le clavó un dedo a su hermano-. Tú eres el que tiene que mirar. ¿Tú sabes lo que hace esa droga? ¿Sabes cuál es su única cualidad activa? La suspensión de la conciencia, Blair. ¿Me oyes?

– Oh, por el amor de Dios. No produce nada que no tengamos ya. Es un facilitador, nada más.

– Que nos va a facilitar el camino a la tumba.

– Pero mira, lo que te estoy diciendo no es más que lo siguiente: que podemos trazar un plan sensato y organizado y estar de regreso mañana mismo. No sabíamos lo de los trenes. Tendré una charla como es debido con Ludmila: hasta le pagaré para que nos lleve al aeropuerto, y entonces continuaremos con el plan original.

– Y ella quedará totalmente abrumada por los artículos del baño del hotel y te seguirá hasta el fin del mundo.

– Bueno, yo no estoy diciendo eso en absoluto. En todo caso, o sea, fue ella quien se anunció, Nejo. Y quien me escribió aquella carta.

– No, colega. Esto es lo que pasó: se te fue la olla con uno de esos putos cócteles y me dijiste que nos íbamos a España a pasarlo bomba.

– Bueno, yo me desmarco de eso. Yo nunca dije nada de España.

– Tengo demasiado frío para discutir. En cuanto empiece a amanecer me voy a casa. Y me llevo la tarjeta. Si solamente hay dinero en ella para un billete, ese billete es mío, Blair.

– Sí, sí, sí.

Y durante toda su conversación, aquella comadreja de Maksimilian los estuvo observando, fijando sus siluetas contra el fondo de la luz tenue de la cabaña, acechando con la mirada las figuras de ambos, sopesando cada movimiento y cada empujón, cada respiración que los hermanos intercambiaban.

Ludmila salió al afuera. Se quedó un momento de pie junto a Olga, cuyas lamentaciones se habían encogido hasta convertirse en simples susurros y gemidos y cuyas comidas a los santos también se habían encogido. De haber sido reales aquellas comidas, ya estarían formando un montón alrededor de sus botas. Ludmila se arrebujó en sus abrigos y se acercó a los hombres. Maksimilian miró de reojo a los hermanos durante un momento largo y luego se alejó en busca de una pala. Se dedicó a hablar entre dientes mientras cavaba un agujero alrededor del cadáver. Ludmila no miró a Conejo ni a Blair, sino que permaneció de pie entre ambos.

Blair se inclinó hacia atrás, acercándose a ella lo bastante como para sentir la humedad de su aliento.

– ¡Inglés! -ladró Maksimilian. Sostuvo la pala en su dirección.

– Te tiene calado -dijo Conejo.

– ¿Por qué? -Blair dio un rodeo a la tumba con expresión irritada-. ¡Si no estoy haciendo nada!

– Te ha cogido la onda, está claro.

– Vete a la mierda, Nejo.

– Porque, ¿sabes qué, Blair? ¿Podemos ser sinceros por un momento? Todo esto nos ha pasado porque eres un tío virgen a quien las mujeres de Inglaterra le dan miedo. Y te has convencido de una serie de autoengaños, como por ejemplo pensar que los pobres de solemnidad se van a arrodillar a tus pies para poder oler un puñado de libras. -Conejo miró cara a cara a su hermano por encima de la nieve-. Afróntalo, el chaval es listo. Has venido a tirarte a su hermana.

23

– ¿Es que el instrumento financiero no es bueno? -discutió Abakumov por teléfono-. ¿O es que no van a cumplir ustedes con una operación perfectamente rutinaria? -Tapó el auricular con una mano, se echó otro vodka al coleto y se inclinó por encima de la mesa en dirección a Lubov para hablarle en voz baja-: Dicen que la operación no se puede completar sin una cuenta mercantil: que hay que tener un número de registro de comercio para cargar el dinero.

Lubov se cruzó de brazos y se inclinó hacia la puerta de la trastienda.

– Pues yo llevo muchos años aquí con este negocio y no tengo ningún registro de ésos. Estoy segura de que el Estado no lo exige. -Su mirada cayó bajo el peso de prioridades mayores: el paradero de Gregor y de Karel, que nunca habían tardado tanto en traer el pan. Ya empezaba a haber un puñado de gente del pueblo gritando delante de su puerta. Aquello, unido a la curiosa ausencia de soldados en las calles, a pesar de lo cerca que sonaban los disparos, la inquietaba. Y encima de todo estaba la fatiga por la ridícula historia del cupón de los Derev.

– No estoy diciendo que lo exija el Estado. -Abakumov chasqueó la lengua-. Estoy diciendo que habría sido útil tener una cuenta para cargar el dinero a la tarjeta. Es lo único que se interpone entre nosotros y una solución razonable de este berenjenal, pues el dinero agilizaría el proceso como es debido.

– Lo siento, no podemos completar su transacción -dijo una voz al otro lado del teléfono-. Va a tener que dirigirse al titular de la tarjeta.

– Ya veo, ya veo. Pero ¿puede al menos darme el estado de la cuenta, un balance de fondos disponibles, antes de que nos dirijamos al titular para resolver esto?

– No, no puedo, solamente el titular tiene acceso a esa información.

– Bueno, el titular está aquí. -Abakumov le guiñó un ojo a Lubov e hizo el encogimiento de hombros del pícaro incorregible-. No habla ruso, es un turista, lo estamos ayudando a salir de un aprieto.

La operadora se quedó un momento en silencio, y de fondo se pudo oír el parloteo de otras operaciones.

– Entonces le tendré que dar otro número, aquí no lo podemos ayudar, esto es solamente para transacciones.

Abakumov hizo un gesto con su vaso vacío y apuntó un número en su cuaderno. Se bebió otro vodka y marcó el número.

– Solamente el titular puede acceder a la información de la cuenta -le dijo la nueva operadora-. Que se ponga y así podremos procesar su petición en inglés.

– Es que acaba de salir. ¿Puede alguien sugerir cómo podríamos pagar esta cuenta sin él?

– Pueden retirar dinero de un cajero automático, o en la ventanilla de un banco.

– ¿Un cajero automático, dice? -Abakumov volvió a hacer un gesto con el vaso vacío-. ¿Dónde podemos encontrar uno de eso?

– ¿Dónde se encuentra usted?

– Ublilsk, Distrito Administrativo Cuarenta y Uno.

– ¿Dónde?

– En Uvila -dijo Abakumov, tomando otro vodka y azuzando a Lubov para que le siguiera el ritmo.

– ¿Uvila? ¿En el oeste? Entonces tal vez tengan máquinas en Stavropol o en Labinsk.

– ¿Y cómo manejamos la máquina esa?

– ¿Cómo? Escuche, ¿está ahí el titular? ¿Cómo se llama usted, por favor…?

Abakumov colgó el auricular.

– ¿Y bien? -Lubov levantó la vista.

Abakumov se reclinó en su asiento y cerró los ojos.

– Tenemos que llevar a los extranjeros a Stavropol.

Con las primeras luces frágiles del alba se instaló una sensación de buena voluntad alrededor de la mesa de la familia Derev. Un matiz azul bañó los remansos más severos de la noche, y en su fatiga y por el calorcillo del fogón, los Heath se tomaron un descanso de aquel horror. Con aquello, y la ausencia de muertos en la casa, los Derev también se animaron. Sus palabras resonaron con esperanza renovada mientras se iban colocando pedazos de cabra asada en la mesa.

Una niña llamada Kiska acababa de salir de su cama, y ahora estaba sentada como un hada reluciente, disfrutando de la atención de sus visitantes. Tiró de la manga de Blair y le mostró una tira de carne. Él la miró con una expresión de pánico teatral y ella soltó una risita sibilante a través de los huecos de los dientes de leche que se le habían caído.

Toda la cara de Conejo parecía estar empleada en la tarea de masticar. Se quitó las gafas y la penumbra le resultó aceptable.

– Ahora voy a tener una charla con la chati sobre lo de volvernos. Vamos a necesitar que nos indique el camino.

– Bueno, ya hablo yo con ella, Nejo. Tú aliméntate un poco, que lo más seguro es que todavía nos toque una buena caminata.

– Sí. Pero Blair, después de esto me largo, lo digo en serio.

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