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Blair sintió el frío del suelo en las nalgas. Dejó los dos vodkas junto a la pared y se estremeció.

Conejo encontró la pierna de su hermano con la mano. -¿Eres tú?

– No, soy el puto Worzel Gummidge.

– Eh, tranquilo.

– Simplemente no me hables, Conejo.

Conejo parpadeó con expresión de dolor. En la mente le apareció llameando una escena de sus recuerdos de infancia, protagonizada por él y Blair en Albion House. Todavía eran niños. Conejo estaba ocupado pegando y despegando los dedos de una mancha de mermelada que tenía en el pulgar, cuando un incidente relacionado con el vómito reclamó la atención de la enfermera jefe. Los gemelos salieron arrastrando los pies de su órbita y enfilaron un pasillo que llevaba al salón de actividades. No tenían permitido entrar en el salón de actividades. Por eso fueron allí.

Era un sitio gigantesco. Los pájaros trinaban y las ventanas altas derramaban un resplandor moteado que parecía grasa de cordero fría. Los pequeños Heath se vieron atraídos por un espejo que cubría la pared del extremo más oscuro de la sala. Fueron allí y permanecieron pegados el uno al otro, enfrentados entre ellos entre haces de luz del sol. Mientras se observaban a sí mismos respirar de esa forma rápida y superficial en que respiran los gorriones y los niños, otros niños mayores entraron arremolinándose y parloteando en la sala, engalanando el espacio con ecos de tiza. Los niños corrieron entre risitas hasta los gemelos y se pegaron entre ellos formando parejas. Blair y Gordon quedaron encantados de ver a otros como ellos. Pero de pronto, en un instante tan luminoso como una ducha de luz del sol, aquellos niños se separaron. Se despegaron entre saltos, levantando bruscamente nubes de polvo resplandeciente, y se marcharon en tromba como mariposas gordezuelas que habitaban espaciosos universos propios.

Mientras que los Heath siguieron pegados.

Y al cabo de un momento rompieron a llorar.

Para cuando la enfermera jefe los recogió en el interior de su aura húmeda, el momento ya había infectado a los gemelos.

Por la mente de Conejo pasaron fragmentos de conversaciones que había oído de lejos. Las palabras caían desde el cielo de su infancia como paladas de tierra dentro de una tumba abierta.

– Se cuentan entre los pocos casos de monocigotos no divididos que han sobrevivido al nacimiento -dijo un hombre vestido con tweed que un día llevó a un grupo de gente con batas blancas a la habitación de ellos-. ¿Alguien puede decirme cómo se llama el espécimen?

– ¿Es un onfalópago?

– Técnicamente, sí. Un onfalópago con complicaciones torácicas. Y fíjense que el gemelo dominante no es el más fuerte físicamente: ¿ven a este muchachito de aquí?

Conejo se hinchó de orgullo cuando aquella mano lo destacó a él.

– Sí el progreso en la división del óvulo hubiera empezado solamente un día antes, este chavalín podría haberse librado de ser parasitario. Y si hubiera empezado un día más tarde, podría haber sido un apéndice redundante, un simple bulto en el cuerpo del gemelo sano. Lo podríamos haber extirpado. ¿Puede alguien decirme por qué en este ejemplo el parásito acaba siendo dominante?

– ¿Porque su instinto de supervivencia es más fuerte? -preguntó un joven muy serio.

– Exacto -dijo el hombre de tweed-. Y de dos maneras: sí, la dependencia corporal hacia su hermano más sano provoca una gran tendencia a salvaguardar recursos. Pero también tiene que ver con los medios con que asume el control. Al ser el más débil, ha desarrollado un control emocional y psicológico sobre su gemelo.

– Así pues -el joven vaciló-, ¿podemos decir que el gemelo dominante se ha convertido en una… una especie de bestia de carga para el parásito?

– En el sentido más básico, sí, aunque creo que el pleno alcance de la dinámica parásito-huésped solamente se manifestaría si los separáramos. Lo cual por supuesto es discutible, porque el parásito no sobreviviría.

Conejo suspiró y tiró de su mente para hacerla volver a su prisión en las montañas. Se dio una palmada en el bolsillo en busca de sus Rothmans y encontró el viejo paquete arrugado y humedecido por el frío. Pasó unos minutos enderezando un cigarrillo, sacó una caja de cerillas y lo encendió.

– Quédate a este lado de la verja -susurró.

– Vete a la mierda, Conejo.

– No vamos a ganar nada si te da un berrinche. ¿Por qué no sales un momento y hablas con ellos? A ver si se me entiende, nosotros no tenemos nada que ver con esto. El grandullón habla inglés: sal un momento y dile algo posmoderno, hazle sentir parte de un equipo. Esas cosas se te dan bien.

– ¿Tú crees?

– Sí. Todo tu discurso del nuevo mundo.

Blair apoyó la espalda en la pared y movió la lengua por dentro de su boca. Detrás de su ceño fruncido, los pensamientos hervían.

Y por fin estallaron:

– ¡Espera! ¡Las bolsitas, Nejo! Vamos a darles un cóctel.

Conejo no interrumpió la calada que le estaba dando al Rothmans. Soltó una bocanada temblorosa de humo y permaneció sentado en silencio hasta que el último remolino le salió de la nariz.

– Nunca conseguirás que se lo beban.

– ¿Por qué no?

– Si ven cómo centellea, sabrán que les has echado algo. Si no lo ven, se preguntarán por qué les estás devolviendo la bebida.

– Pero si se lo echo delante de ellos, como quien no quiere la cosa, y me tomo una yo, creerán que es solamente para dar sabor. Conejo, tenemos que intentarlo.

– Vigila lo que haces con esa mierda, te lo digo en serio.

– Nejo, Nejo, Nejo… ¡Sabe a cerezas silvestres! -La mirada de Blair se elevó chispeando hacia el techo-. Podemos darle la vuelta a la situación, tú mira cómo está ahora. Vamos a volver a casa, Nejo, y esta aventura descabellada nos hará más sabios. Millie se vendrá con nosotros. Será un éxito total, saldrá todo de narices. Pero caray, estamos chiflados de remate, ¿eh? Vaya par de chavalotes, nos vamos a partir de la risa en el avión, nos vamos a mear de la risa por todo esto. Nos sentarán dentro de un avión inglés a reacción de cincuenta mil toneladas, con anuncios pijos en inglés, todo limpio y reluciente como el sol de la mañana. Una tacita de té, muchas gracias, una ginebra o dos más, pues no me importaría, y voces como Dios manda alrededor, chavalas del Norte lo más seguro, más buenas que el pan, frescas como el brezo de los pantanos y con ráfagas de llovizna de Heathrow todavía enredadas en el pelo. Vamos a poner ese momento en nuestro objetivo, Nejo: visualízalo, sácalo del éter. Vamos a estar comiendo salmón ahumado, en British Airways…

– No se puede coger British Airways en Stavropol, solamente aquel avión asqueroso ruso, que parece sacado de Los guardianes del espacio, aquella serie de cartón de cuando éramos niños.

– Bueno, pero hasta Yerevan hay un trocito de nada, Nejo. Y entonces, te lo aseguro, estaremos de juerga en British Airways, y de pronto nos daremos la vuelta y nos miraremos. Y nos cagaremos de la risa. La nieve se alejará por debajo de nosotros; la guerra, la pobreza y las luchas simplemente desaparecerán a lo lejos, por debajo de nosotros, y por fin saldremos disparados hacia la luz del sol, riendo como niños de colegio. -Blair le clavó un codo a su hermano-. Y eso seremos, joder, un par de chavalotes.

A Conejo se le habían hinchado los ojos hasta no ser más que ranuras. Giró lentamente la mirada hacia Blair.

– A ver si se me entiende: vigila lo que haces, joder.

La puerta del dormitorio se abrió con un chirrido. A Gavrel se le paralizó la boca a medio mordisco. Un cachito de comida salió disparado en dirección a Blair. Le siguió de cerca un rifle.

El inglés se estremeció. Sostuvo en alto los vasos de vodka.

– Se me ha ocurrido que sería mejor preguntar…

– ¿Cómo? ¡Atrás!

– Bueno, es que me preguntaba si…

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