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Ludmila saltó del vagón con su bolsa y corrió unos cuantos pasos sobre la nieve para contrarrestar el impulso del tren. Al mirar de reojo, vio a los ingleses en la puerta, preparados para seguirla. Se detuvo, sacudió las botas para limpiarlas y los vio trastabillar como ancianas con sus bolsas. La presencia de aquellos hombres debía de responder a alguna razón, aunque Ludmila no se imaginaba cuál podía ser. Con todo, estaría agradecida si la acompañaban en el viaje a Ublilsk. Uvila estaba en la zona más segura de donde se libraba la guerra, pero había kilómetros enteros de llanos y estribaciones que cruzar.

Ludmila no podía saber qué situación la esperaba en casa. Confiaba en encontrar allí a Misha, protegiendo y consolando a su familia. O bien en encontrárselo por el camino, esperando, desesperado por haberla perdido.

Con todo, fuera cual fuese la situación, lo mejor sería que llegaran antes del amanecer.

Oyó un golpe y un gruñido detrás de ella. El inglés del traje negro se había desplomado sobre la nieve y ahora rodaba. El más gracioso de los dos, Koniejo, estaba en cuclillas como un gnomo al borde de la puerta del vagón, mirando el andén con los ojos muy abiertos, paralizado de miedo.

– ¡Tsalta! -gritó su hermano, haciendo unos gestos con los brazos como si estuviera apartando el aire de la trayectoria de Koniejo-. ¡Tsalta, Koniejo!

Koniejo saltó justo cuando empezaba la rampa que comunicaba el andén con el suelo. Rodó como si fuera un par de pilludos en plena pelea, con las túnicas y los cinturones volando por todas partes, y desapareció con un porrazo dentro de un montón de nieve que había al final de la rampa. Ludmila fue a buscarlo. Le tiró de la manga y le dio un manotazo para quitarle la peluca de nieve que se le había formado sobre el pelo.

Fuera cual fuese la curiosa fortuna que había llevado a los hermanos ante Ludmila, ella decidió que tenía que ser un premio. Un deseo que, curiosamente, se le había concedido.

Tenía la intuición de que aquellos dos iban a cambiar la situación en Ublilsk.

– Pero ¿qué cojones has hecho?

El tren se alejó traqueteando, y las tres almas miraron cómo sus luces se alejaban en la noche.

Blair se volvió hacia Ludmila. Intentó poner una mandíbula de hombre intrépido y profesional.

– Pues tendremos que establecer un plan. ¿Cuándo sale el próximo tren para Stavropol, Millie?

– Hum. Mañana. O el otro día.

– Ya. Bien. ¿A qué distancia está la población más cercana?

Ludmila tuvo que mirarlo con atención y con los ojos fruncidos para entenderlo. La expresión de su cara cuando hizo esto le clavó a él una puñalada en el corazón.

– Hum. -Se quedó pensativa-. A Ublilsk… ¿diez kilómetros?

– ¿Diez kilómetros? -escupió Conejo-. ¿Cuántas putas millas es eso? ¡Unas siete millas, hostia! ¿Vamos a caminar siete putas millas por toda esta mierda de nieve?

– No está tan lejos, Nejo. Casi seguro que cada milla son dos kilómetros.

– Pues no, mira por dónde. Está a una burrada de millas de aquí.

– Ya. Bueno. Lo que trato de decirte es que… no tenemos opción, vamos a tener que continuar. Ludmila, ¿hay una carretera que lleve al pueblo? ¿Es posible que veamos algún coche?

– Hum. ¿Coche? No.

– ¡Nos vamos a congelar, joder!

– Vamos, Nejo. Imagínate la sopita caliente que nos tomaremos cuando lleguemos. Una taza de té. ¡Pastel de carne!

– Dame las bolsitas, Blair.

– Eh, ahora te escucho.

– Las voy a vaciar en la puta nieve.

– Vete a la mierda. No es más que un preparado con sabor a cereza.

– Escucha lo que te digo: si veo que te llevas la mano cerca de la bocaza, te arranco las pelotas. Y a la primera oportunidad que tenga, te quito las bolsitas. Esto ya ha ido demasiado lejos.

Con toda la confianza de un cerdo trufero, Ludmila sorteó todos los montones más profundos, encontró un camino allí donde no parecía haber ninguno y guió a la pareja, que iban gruñendo y peleándose entre ellos, a través de la noche sin luna. La nieve les azotaba las caras de vez en cuando, y los hombres no tardaron mucho en perder toda noción del tiempo y el espacio. El efecto de los cócteles disminuyó hasta desaparecer, y curiosamente, en la oscuridad de aquel lugar extraño, la mera idea de los mismos resultaba absurda. El cóctel pertenecía a un mundo con otros conceptos y referencias: un viento acre de Ublilsk barrió todo aquello como si fuera pelusa.

Blair dejó de sentirse las manos y los pies. Por primera vez en su vida no tenía más remedio que seguir adelante. Si perdían de vista aquel objetivo, se enfrentaban a la muerte, y tal vez también se enfrentaran a ella aunque no lo perdieran. Lo que los mantenía en movimiento era Ludmila. Mientras el frío presionaba sobre ellos, les despojaba de sus sentidos y les desnudaba la mente de todo lo que no fueran pensamientos autónomos y esenciales, su atención permanecía fija en el faro en el que se había convertido Ludmila, que seguía caminando sin miedo.

Pasado cierto punto, los Heath dejaron de pelearse. Apenas hablaban. Los hermanos no se imaginaban lo que les esperaba al final del viaje -ciertamente pobreza, tal vez miseria, y también peligro-, pero a medida que iban dando tumbos detrás de la chica como patitos, dejaron de ser parte de su propio viaje para convertirse en parte del de ella. Quedaron reducidos a nada más que sistemas nerviosos, carentes de presunción y de sueños. Y descubrieron que, mientras que los zarcillos que formaban el ser de Ludmila estaban fuertemente entrelazados en torno al núcleo que sostenía su espíritu, el núcleo de ellos no existía. Sin preocupaciones cotidianas, sin tazas de té, sin medicaciones, ni comidas favoritas, ni música, ni noticias… ellos no eran nada.

– ¿Falta mucho? -preguntó al cabo de un rato Blair.

– Hum. Tal vez ocho más kilómetros.

Y un cohete de mortero explotó cerca de ellos.

22

Una luz parpadeó delante de ellos. Blair se echó a llorar en silencio al verla. La luz apareció, se disipó y volvió a aparecer en forma de un puñado de fragmentos resplandecientes. Él se detuvo, intentando calcular la distancia. Vio que la luz se encontraba a lo lejos, detrás de unas ramas de arbustos que había en primer plano. Cuando pasó junto a los arbustos, la luz apareció delante de él, tan grande como un sol. Pero no era más que un puntito lejano, cuya aura reverberaba, hinchada, a través de lágrimas congeladas.

Ya casi se había acostumbrado al ruido de los disparos y los morteros.

Conejo llevaba un rato sin hablar. El ruido de sus pasos en la nieve resultaba suficiente como señal de vida. Llevaba sus albornoces, mientras que Blair no llevaba nada, aunque se había puesto un jersey debajo de la americana. Ludmila se había detenido varias veces para esperarlos, y una vez para zarandear el brazo de Conejo y tirar de él cuando se quedó aletargado. La última vez que Conejo la había mirado, ella avanzaba impertérrita y con un flujo continuo de vaho saliéndole del pañuelo. Blair ya no la miraba. Estaba más que claro que era la líder en la caminata.

No podían saber que avanzaba con la imagen de Misha en mente.

Después de un centenar de metros, la luz se multiplicó hasta asumir la forma del puñado de farolas que funcionaban en el pueblo de Ublilsk. Pero en cuanto los hombres las contemplaron, sintieron que les subían los ánimos, Ludmila viró bruscamente y los hizo subir por la ladera de una colina hasta que las luces desaparecieron de su vista.

– ¡Millie! -dijo Blair-. ¡Ludmila!

Ella no respondió. Él no dijo nada más, y, gimiendo ahora ocasionalmente, echó a andar detrás de ella por las dunas de nieve. Fue como si Dios les hubiese perdonado la vida cuando, después de haberse preparado para lo peor, los hombres vieron que Ludmila aminoraba la marcha y levantaron la vista para distinguir la silueta de una cabaña enclavada a apenas treinta metros de un pliegue de la colina. Con pasos cuidadosos, ella se acercó a la pared y se puso a escuchar. Se veía luz en el interior de una ventana escarchada, y también a través de la rendija que quedaba debajo de la puerta. Ludmila se acercó y se quedó en cuclillas. Todo parecía estar en silencio. Sin hacerles ninguna señal a los hombres, giró el pomo de la puerta.

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