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– Ahí está -dijo Lamb-. Qué suerte tiene el capullo. -Llevó a Blair hasta la zona iluminada donde Conejo se bamboleaba como un árbol joven al viento. Truman se quedó un poco atrás y los contempló con mirada de padre. Luego se desvaneció como un fantasma en la oscuridad.

Las chicas se quedaron mirando a Blair mientras éste se acercaba.

– ¿Es él? -dijo una morena con granos.

– El mismo, como decimos en el Norte -dijo Conejo-. Mi mediocre otra mitad.

– Supongo que se parece un poco a ti, sin el pelo y las gafas de sol.

Lamb se puso tenso. Examinó las caras de las chicas, miró a Conejo y vio que tenía una ginebra grande en la mano. A sus pies había una bolsa de plástico atiborrada de discos.

Blair sonrió a su hermano.

– Me extraña que no estés bailando.

– No es mi estilo, colega, ya lo sabes. No hay nada peor que no saber qué cosas te hacen parecer un capullo. -Conejo metió la mano en la bolsa-. Sin embargo -dijo, dirigiéndose a las chicas-, ahora que ha venido él, os lo demostraré más allá de toda duda. Decidle al señor músico que elija una canción de aquí. Mirad: «La Cumparsita», probad ésta.

– ¿Estás seguro, Conejo? -Blair agarró a su hermano del brazo-. Y escucha, siento lo de los discos.

– ¿Un tango? -gorjeó la chica-. Se lo puedo preguntar al DJ. -Arrastró a sus amigas hacia la pista de baile y se las llevó por entre la multitud.

– Te perdono lo de los discos -dijo Conejo-. Menos mal que no los cogieron de la basura, eso sí. Si se los hubieran llevado, ahora estaría en pie de guerra.

Blair entrecerró los ojos.

– Por Dios, Nejo. No te merezco.

Lamb levantó la mano.

– Tal vez tendríamos que ir yéndonos. ¿Cuántas de ésas te has tomado?

– No las bastantes -dijo Conejo, vaciando de un trago la ginebra antes de volverse hacia su hermano-. Déjame solamente que haga esto, anda, será como en los viejos tiempos.

El disc-jockey se asomó desde su consola para divisar a Conejo entre la multitud.

– Chicos -empezó a decir Lamb, pero los hermanos se habían perdido en sí mismos.

El tema de Sketel se fue apagando antes de tiempo. Los cuerpos de la pista se detuvieron bruscamente y se quedaron un momento de pie antes de desplazarse a los márgenes.

– Chicos y chicas -sonó la voz del disc-jockey-, tenemos a un par de tíos que se creen que nos pueden enseñar a bailar.

Blair frunció los labios.

– Nejo, ¿queremos hacer esto?

Con un susurro gélido, los altavoces mandaron una sola nota de acordeón disparada por todo lo alto, a través de un vendaval de instrumentos de cuerda y vientos de madera flotantes. Los clientes se aglutinaron en forma de células junto a la pista de baile mientras una auténtica tormenta de fuego orquestal estallaba cortando retazos de aire. Los haces de luz de los focos se hicieron nítidos a través de la oscuridad.

– Ya verás como sí. -Conejo apretó la mandíbula y se acercó a su hermano para hablarle al oído-. A ver si se me entiende, mira a las chatis. Lo tienes a huevo.

Blair echó un vistazo a la izquierda. Había tres chicas mirándolo. Y detrás de ellas había todavía más chicas, mirando y hablando en voz baja. El haz de luz de un foco recorrió la pista hasta encontrar a los Heath.

Blair miró a las chicas, parpadeando, y luego a Conejo.

– ¿Una tragedia que pide un baile?

– Una tragedia que pide a gritos un baile. -Conejo levantó la cabeza en gesto de desafío.

Los hermanos fueron dando zancadas hasta el centro de la pista. Se pusieron el uno delante del otro con ceremoniosidad afectada y luego pegaron sus abdómenes entre sí, como si estuvieran activando un sistema nervioso único. Como si fueran dos mitades de un rompecabezas, se juntaron con un «clic» para formar un solo ser formidable, cuya juntura quedó perdida en el negro de sus trajes. Sus cabezas se proyectaron mecánicamente hacia delante, con las miradas respectivas clavadas en el hombro del otro. Enlazaron los brazos, se aferraron en una presa formal y permanecieron totalmente rectos e inmóviles durante ocho breves compases. Luego, al unísono, sus cuatro piernas empezaron a entrelazarse, a intercalarse, a abrirse, a cerrarse y a cortar el aire, enredándose y desenredándose con destellos cegadores, como si se hubieran independizado de los torsos que tenían suspendidos encima.

Porque los Heath bailaban su propia variedad de tango.

Un tango seco y estricto, tan rápido como un automóvil y con los bordes tan afilados como cuchillas.

Sus pies ganaron velocidad, parpadeando y soltando destellos entre las piernas del compañero, como anguilas, hasta volverse casi invisibles, hasta convertirse en una única forma que volaba como una luz a través de la pista. La multitud formó un círculo a su alrededor y se puso a rugir, aclamando cada inclinación y cada giro hasta que llegó un momento, en la cumbre estruendosa del tango, en que la velocidad y el calor de los aplausos y las luces y los metales y la batería se fundieron en un único impulso celestial, concentrando la mirada de todos los presentes en el vórtice vertiginoso de los Heath, inundando la sala de energía.

– Joder, qué miedo -dijo entre dientes una de las chicas de Conejo desde el margen de la pista.

– Joder, qué mierda -susurró Lamb. Se abrió paso a empujones hasta la pista mientras el tango se acercaba retumbando a su clímax-. ¡Fuera de aquí! -le gritó a Blair mientras sonaba el último redoble de la batería-. ¡Agarra a tu hermano!

15

– ¡Me lo habéis matado! -chilló Olga.

Se interpuso entre el cuerpo de Aleks y el haz de la linterna del inspector, que relucía casi tan fuerte como la cara del hombre tras expulsar a los tres muchachos huraños de la oscuridad. Olga volvió a cubrir la cabeza de Aleks con la manta y acometió una representación quejumbrosa que incluía inclinaciones y retorcimientos, comidas amargas para los santos, echar los brazos al aire en gesto desesperado y la habilidosa extracción de lágrimas invisibles de los rabillos de sus ojos, para terminar con una fioritura de las yemas de los dedos.

– Este hombre lleva ya tiempo muerto -dijo el inspector con cara pensativa-. Miren su vientre, está inflado de gusanos.

– ¡Cómo va a estar lleno de gusanos! -chilló Olga-. ¡Si hace solamente diez minutos que vuestra propia agente, Lubov Kaganovich, estaba charlando con él como si acabaran de encontrarse en la cola del pan en una mañana ajetreada de martes!

– Yo no diría exactamente charlando -dijo Lubov desde la puerta.

– O tal vez -dijo Abakumov- lo mataron estos jóvenes animales con la pistola. Si no, ¿por qué iba a estar el cadáver de un hombre acostado en una habitación donde había un joven con una pistola escondido en las sombras?

– No, inspector, no puede ser así.

– Sal, el de la pistola. -Abakumov proyectó el haz de su linterna hacia Gregor-. Y dime también por qué en todos los años que llevas vivo tu madre nunca ha escrito que tiene tres hijos en lugar de uno.

– Ésos no son hijos míos -dijo Irina-. Éste de aquí, Maksimilian Ivanov, es mi único hijo.

– Entonces -dijo Abakumov, inspeccionando lentamente a cada uno de los presentes-, ¿de dónde salen estos jóvenes que hay en tu casa armados? ¿Acaso también hemos topado con unos intrusos, en el preciso momento en que encontrábamos un cadáver lleno de gusanos desde hace una semana?

Olga e Irina se volvieron hacia Lubov Kaganovich.

– Éstos son mi hijo y mi sobrino -dijo Lubov-. Han venido a buscar el cupón conmigo, conociendo como conocemos la naturaleza de estos Derev y sus malas artes. Ahora mismo estaban investigando la misteriosa cuestión del muerto y sus cupones. ¿Se lo imagina? ¡Venimos por un asunto rutinario y nos vemos empantanados en esto hasta el cuello!

– Ja -Abakumov soltó un bufido sin humor-. Todavía no me han respondido ustedes por qué están aquí, en un momento tan siniestro y metidos hasta las cejas en esta situación.

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