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– ¡Ja! Pues me gustaría ver cómo cargas con el cuerpo sin tractor.

– ¡Tú no sabías que iba a haber un cuerpo!

– Aun así. ¡Eres culpable de la muerte de un hombre! ¿Porque acaso no estabas tú a su lado?

– No aceleres, a mí se me encuentra al lado de su cuerpo todos los días del año.

– Pero en todos esos días su cuerpo tiene aliento. ¡Eres culpable de la muerte de un hombre! Y debería asestarte con el látigo en los morros para no ofender a los santos. Hazme una señal, antes de que se sirvan más comidas amargas en tu nombre.

– ¡Ja! Y tú…

– ¡Hazme una simple señal!

Un avión enhebró un hilo brillante a través del cielo, de camino hacia algún lugar lleno de vida situado al oeste, demasiado alto para ver a los jóvenes erguidos que estaban con los brazos formando cruces. Lo hacían para que el fantasma de Aleksandr se pudiera colar de estranjis en el jardín de algún dios que estuviera remotamente interesado. Aquella pareja de jóvenes de la etnia ubli -él con pinta de cachorrillo peligroso, ella provista de una inocencia sucia y astuta- permanecieron de pie hasta que a punto estuvieron de caérseles los brazos bajo el peso del paraíso, susurrando entre dientes en su idioma de crujidos y hachazos, que se parecían a los pasos de baile de unos patinadores de hielo. La gente de lengua kabardino-cherkesa, así como los azeríes, hayastaníes y georgianos, todos sospechan que esa curiosa lengua es, si no un asesinato, seguramente un secuestro del idioma de ellos.

Pero el idioma ubli solamente existe en Ublilsk.

Se dice que es el idioma más capaz de expresar las expresiones de desprecio. Los académicos soviéticos argumentaron una vez que la muerte lenta era una parte tan vital de la cultura ubli que sus miembros no solamente tenían que burlarse de ella, sino que tenían que hacerlo de forma decorativa, con un gran arte irónico. Para burlarse de la muerte, sin embargo, también tenían que burlarse de la vida. De forma que aquella adaptación lingüística de una cultura a su entorno había constituido, irónicamente, su evolución final: la falta de esperanza evitaba que la vida continuara.

Esto es lo que razonaban los académicos soviéticos, en la época en que alguien todavía les pagaba. Ahora nadie paga a nadie por razonar nada sobre Ublilsk, ni sobre la mayoría de territorios en guerra en esa frontera que separa el Este de Occidente: ese Cáucaso glorioso.

Ludmila miró cómo las nubes de color metal se oscurecían por encima de las montañas y absorbían el brillo de la nieve.

– Bueno -suspiró ella-. Pues entonces, bueno.

– ¿Entonces bueno, qué?

– Tendríamos que volver.

– ¡Ja! -Maks proyectó la barbilla hacia el cielo-. Y tú precisamente tienes prisa por volver. Tienes unas ansias incontrolables por volver, y decirles a tus madres que has matado al sustento de la familia.

– Para de soltar bilis, tarde o temprano tendremos que volver. Seguirá habiendo cosas que hacer en el mundo después de que les demos la noticia.

– ¡Cómo! Nos pasaremos un mes encendiendo velas junto a su cuerpo, eso es lo que vamos a hacer, gracias a ti. No habrá nada más que hacer hasta que nos muramos de hambre y nos congelemos en la cama, gracias a ti.

A Ludmila le entró un temblor en el labio.

– No sueltes tanta mierda: se ha caído solo, Maksimilian. Se ha caído y ya no está entre nosotros, y alguna clase de vida tendrá que continuar, aun cuando estemos de luto.

Maks le dirigió una mueca de desdén a su hermana.

– Claro -caviló, mirándola de arriba abajo-. Alguna vida tendrá que continuar. Las nubes tendrán que seguir volando por el cielo. Las patrullas tendrán que continuar pasando bajo la montaña, por las noches. -Se detuvo y la atravesó con la mirada-. ¿Y acaso estabas imaginando que cierto pequeño romance iba a continuar también esta noche, en las dunas? ¿Con cierto intrépido culo de ganso que guarda un poderoso parecido con el joven Misha Bukinov? Te olvidas de que yo me encuentro todos los días con la patrulla. -Maks juntó las manos detrás de la espalda y caminó hacia el tractor, asintiendo-. Bueno, bueno. Tal vez no todo tenga que continuar. Tal vez hayamos descubierto algo que no va a tener que continuar en absoluto, viendo cómo están las cosas.

2

– ¿Algo con rúcula? -gritó Blair.

– ¿Eso no es una enfermedad inflamatoria?

– Bueno, ¿pues qué demonios quieres?

– Beicon -graznó Conejo.

– Tendrías que evitar las grasas. Hay cuscús.

– ¿Es que no hay simplemente un poco de beicon?

– Hay un trozo de jamón serrano.

Conejo asomó la cabeza por la puerta del baño como si fuera un tejón y sus ojos moteados echaron un vistazo a la habitación de alquiler, cuyos espacios iluminados por las sombras hablaban de estudiantes recién instalados en su alojamiento.

– ¿Es que no hay nada que no hayan arrancado a latigazos de la espalda del cadáver de un puto extranjero?

– Ese comentario me parece ofensivo -dijo Blair en tono cortante-. Lo siento, pero si ése es el único nivel en el que te puedes comunicar, ya te puedes ir a buscar tú la comida.

– Pero qué eres, ¿gilipollas? ¿Es que no hay nada inglés? Tú limítate a traerme algo que se pueda untar en un panecillo. Algo que se pueda meter en un panecillo. Prêt-a-panecillo.

Una semana antes, los desayunos precocinados habrían sido anunciados por el chirrido del recipiente del té que venía de la sala de estar verde y con el ruido lejano de cacharros procedente de la cocina. Conejo se habría puesto el primer Rothmans en los labios y lo habría encendido con una cerilla. Antes de que empezara a quemarse el nombre del fabricante, los olores grasientos ya habrían empezado a deambular por el ala de seguridad de la Albion House, ofreciendo una promesa de pan frito. Conejo se habría entretenido con proyectos mentales, como la categorización que estaba llevando a cabo de los tipos faciales, en la que había llegado de momento a la gente que se parecía a cerdos y ardillas, tras cerrar la fase reptiliana decidiendo que su hermano era una salamandra.

Hacía solamente unos días todo esto había sido la rutina. Pero ahora los gemelos estaban en Londres, solos en un sótano que parecía un tanque de agua de fregar, restos flotantes incluidos. La libertad, lo llamaba Blair. Para Conejo aquella supuesta libertad era una canción hecha de notas que terminaban en pequeños chilliditos, una canción hindú con acompañamiento de sierra.

– A ver si se me entiende -gritó desde el cuarto de baño. A fin de mantener alta la moral, estaba usando su inflexión de voz habitual: un tono vagamente incrédulo que tenía la sequedad de una galleta al partirse.

– ¿Qué es lo que se te entiende? -gritó Blair-. El lunes cenaste un maldito curry, que no es precisamente inglés.

– Sí que lo es.

Un porrazo procedente de la cocina americana hizo vibrar los tablones del suelo. Blair penetró en la niebla del cuarto de baño. Parecía un faraón menudo y delicado que a través de las gafas oscuras de Conejo daba la impresión de que llevaba unos cuernos de luz. Era algo que pasaba a menudo a través de las gafas oscuras de Conejo. Su sensibilidad a la luz convertía el mundo entero en un poema sinfónico. Blair apartó a patadas unos albornoces amontonados de manera que parecían un camello y lanzó una bolsa reluciente sobre la bañera.

– Esto es lo que hay, lo tomas o lo dejas. Yo tengo mejores cosas que hacer.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, llevar esos formularios al juzgado de paz, ya que tú no has tenido el coraje de hacerlo.

Conejo movió el dedo por debajo de una mancha de burbujas de jabón y la hizo estallar como si la atacara un tiburón.

– He hablado con ellos por teléfono.

– Pues no nos dan los certificados de nacimiento por teléfono, hay que presentarles los formularios. Siento que sea tan poco conveniente.

– A ver si se me entiende. Que me vuele los huevos un terrorista, o que me cosa a tiros la brigada antiterrorista, podría resultarme poco conveniente. Sería algo que no se arreglaría con un par de tazas de té. No pienso ir a menos que no me quede otro remedio.

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