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– Sí -dijo el otro hombre-. Hoy he oído que los gnezvarik lo han sellado entero salvo por ferrocarril. Y el tren no tardará en caer también.

– Bueno, y… ¡por Dios! -El barman dio con un puño de hierro en la mesa-. ¿Cuántas repúblicas caben en el mismo sitio?

El primer hombre se reclinó en su asiento con un encogimiento de hombros filosófico.

– Yo lo único que digo es que si quieren convertir su campo de minas en un país, y poner a su cabra de presidente, que lo hagan. Lo único que deja mal sabor de boca son las violaciones y los muertos.

El segundo hombre negó con la cabeza y dio un trago ruidoso a su cerveza.

– Bueno, pero matar es la forma de conseguir testigos extranjeros. ¿Qué otra razón hay para matar a desconocidos que no sean soldados? Lo mismo pasa con los extremistas y las bombas, lo hacen porque la televisión manda el terror lejos y a todas partes, y de eso obtienen un beneficio. -Se inclinó hacia Ludmila-. ¿Tengo razón, señorita?

– ¿Y yo qué sé? -Ludmila se encogió de hombros-. Yo soy de Stavropol.

– ¡Ja, ja! -vociferó el barman-. ¡Cada vez es mejor! -Se inclinó sobre la barra y posó en Ludmila una mirada centelleante-. ¡Después de tanto entretenimiento ya no te voy a poder cobrar!

– ¿Qué? -dijo Ludmila en tono frío-. Hay mucha gente que viene de Stavropol. Solamente quería echarle un vistazo al campo y ver en persona vuestros modales rústicos, después de todas las presiones de la ciudad. -Se levantó del taburete e hizo un giro para los hombres-. Mirad este vestido si no os lo creéis. ¿Os parece que alguien de los Distritos Administrativos podría arar montañas con un vestido como éste?

– ¡Ja, ja, ja! -El barman batió un aplauso con las manos-. ¡Nos gustaría que así fuera!

Mientras ella se volvía a acomodar en su taburete, el segundo hombre más contemplativo que estaba en el rincón señaló la mejilla de Ludmila.

– La vida debe de ser dura en la ciudad. Tienen los suficientes obstáculos como para dejarles esos moretones a sus jóvenes.

– Bueno, el suelo no solamente está helado aquí. -Ella apartó la mejilla.

Inclinándose hacia delante, el hombre la inmovilizó con la mirada.

– Dinos el nombre de una sola calle de Stavropol.

– Ulitsa Stavropolskaya -dijo ella sin pensárselo.

El hombre soltó un soplido y se escarchó el labio con un sorbo de cerveza.

– Eso es trampa. Dime otra.

– Pero, escuchad -dijo Ludmila en tono cortante-, ¿es que no puede una tomarse un café en paz en este sitio perdido de la mano de Dios? Ya tengo bastante con no poder caminar por vuestras calles sin botas de granja.

– En todo caso -dijo el barman-, yo no tengo nada contra los cherkeses. Ni contra los ublil, de hecho. -Proyectó la mirada al techo, intentando imaginarse en un mapa la protuberancia que era Ublilsk, señalando al oeste como el pitorro de una tetera orientada al Alto Cáucaso. Pero más allá de sus célebres nieblas, que tenían que tratarse como accidentes topográficos sólidos en movimiento, y dentro de las cuales se sabía que habían desaparecido sin dejar rastro caravanas enteras de gente, animales e incluso vehículos pesados, no consiguió sacar nada. Así que se limitó a levantar un trapo de una cesta que tenía detrás de la barra y a sacar de la misma un bollo endurecido. Lo dejó caer en un platillo y lo empujó hacia Ludmila-. Por la diversión prestada. -Sonrió y se dio la vuelta para sentarse junto a los hombres del rincón.

Ludmila no dijo nada. Mantuvo la vista puesta en la gente que se acercaba al café, escrutando la niebla en busca de los andares de Misha. Su bollo permaneció intacto hasta que casi no le quedaba café y después de eso su aroma resultó irresistible y se dedicó a arrancarle trozos con los dientes. Cada trozo le traía una sensación de vacío y también el recuerdo de que a muchos kilómetros de allí su familia estaba pasando hambre y esperando a que ella hiciera algo. Luego, con el último trozo, una oleada de rabia la invadió. El tractor había sido responsabilidad de Maks y él lo había echado todo a perder. Además, la había abandonado al capricho de Viktor Pilosanov y le había robado el disfrute de atiborrarse de café caliente y un bollo dulce, de contemplar el hielo a través de la cálida luz eléctrica y de esperar a su amado. Aunque bueno, pensó, parecía que había trocado el tractor por un arma y por Dios sabía qué otro instrumento, así que lo más probable era que estuviera planeando hacerse cargo de sus madres. No se atrevía a imaginarse lo que podía pasar si no era así.

Ludmila guardaría el dinero hasta que llegara Misha y vería cuál era la mejor manera de mandarlo a casa. Se inclinó hacia el saliente de la barra, metió la mano dentro de su vestido para sacar un billete y lo dejó con cuidado junto a su taza.

El barman levantó la vista y luego se puso de pie y fue junto a ella.

– El hurón te invita -dijo, haciendo el gesto de ahuyentar el billete-. Ya no sé de dónde son mis camaradas, pero reconozco a un viajero hambriento en cuanto lo veo. Me entran ganas de darle con mi cinturón a tu marido en la espalda por mandarte lejos de esa manera, estando los tiempos como están.

Ludmila no mordió el anzuelo al principio, sino que se quedó sentada mirando la vieja barra de madera. Habría dado buena leña.

– Y yo tendría que darle una bofetada a algo muy parecido a tu cara antes de que me levantaras el cinturón.

– Jesús. -El barman soltó una risita y echó la cabeza hacia atrás-. Tus palabras pueden resultar imponentes en el Oeste, pero en este pueblo no durarías ni tres minutos. Aquí es donde terminan todos los cerdos descarriados. Yo soy de Volgogrado y conozco la civilización, y no es esto. Ahora el pueblo entero pertenece a Municiones Liberty, que suministra armas al frente, allí por tu tierra, y probablemente a los frentes de todo el mundo. No es bueno para el alma de un lugar existir solamente para esas cosas.

Ludmila se detuvo para mirarlo, sopesó su cara grande y mustia y sus manos gruesas.

– No te apures por mí. Los cerdos descarriados tendrían que rezar por no cruzarse con una chica de Stavropol. Además, espero a mi prometido. Nos vamos a ir lejos, probablemente esta misma noche. -Y le dio la espalda a la barra con un aspaviento pequeño pero eficaz.

– Definitivamente es ublil -dijo con una risita uno de los hombres del rincón-. Exquisita.

– Definitivamente es la monda -dijo el barman-. ¿Puedo traerle algo más, señorita ublil?

– Estoy bien, gracias. ¿No os importa si me quedo a esperar un rato? Él se va encontrar conmigo aquí, en vuestro famoso café.

– Bueno, podrías quedarte para siempre, si de mí dependiera… pero me temo que el bar tiene que cerrar dentro de veinte minutos.

10

Las inmediaciones del World amp; Oyster eran un hervidero de tipos tan volubles y tan esclavos de la pose más natural que parecía que fueran veletas impulsadas por unos vientos de lo más variable. A su alrededor bullía Londres: luces traseras que salpicaban calles de glicerina, figuras ajetreadas y parecidas a trolls con abrigos enormes pasando frente a estructuras de arena y hollín que eran borrones húmedos en la noche.

Conejo miró de reojo a su hermano.

– ¿Ahora viene la parte en que haces el ridículo delante de todo el mundo?

– Lamento decepcionarte, Conejo. Ahora viene la parte en que me hago un huequecito confortable en la vida de alguien y hago que manden mis pertenencias al piso de ella.

– ¿Y ella está dentro? ¿La señorita Perfecta?

– Bueno, no te amargues, sobrevivirás. -Blair se llenó los pulmones de aire helado y soltó un suspiro de aplomo-. Ahora yo hago los planes, Nejo. Y mi primera instrucción para ti es: ni te me acerques.

– Te estás enganchando a ti mismo. ¿Quién crees que va a ir a una fiesta de la Seguridad Social? Otros puñeteros lisiados como nosotros, colega.

– Estamos en una zona de pubs, Nejo, ni siquiera tenemos que ir a la fiesta. Y lo de los lisiados lo dirás por ti mismo.

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