– Bueno, no, en realidad los tractores nuevos no andan cortos de grúas, en eso te equivocas. Pero bueno, en fin: doscientos rublos por adelantado y lo intentamos. Si me encuentro con que la máquina es demasiado pesada, o no funciona bien, te devuelvo cien. Es justo.
– Sí, eso es justo. -El hombre mayor asintió con el ceño fruncido-. Pero te aseguramos que intentaremos moverlo como podamos.
Como una madre y un niño gordos, el camión y el tractor avanzaron torpemente durante varias horas grises sobre el hielo hasta llegar a las afueras de Kuzhnisk. La población se anunció a sí misma en forma de salpicaduras de boñiga reciente y paja sobre la nieve y finalmente con una poderosa estatua soviética de un superhombre señalando al cielo. El ganado era más grande que en el campo, y la población, un viejo pueblo industrial de unos nueve mil habitantes, iba desplegando detritos y ruinas a lo largo de la carretera hasta su escaso vientre. La carretera fue quedando gradualmente a la sombra de los edificios que se levantaban a ambos lados, el aire se impregnó de humo de boñiga y de leña y el horizonte desapareció a medida que el cemento y la piedra volcánica se iban convirtiendo en el pueblo propiamente dicho: un depósito de chatarra post-soviético disperso como un saco de bloques de madera después de una rabieta. Detrás de un entramado de cables de telégrafo que había junto a la carretera colgaba el letrero de una gasolinera. El camión aminoró la marcha hasta parar junto al surtidor, del que se encargaba un enano metido en una cabina metálica pequeña parecida a un quiosco.
Ludmila discutió con el hombre acerca de cuánto combustible era el mínimo que se podía comprar. Al cabo de unas cuantas lágrimas, y de una mención a su abuelo, le añadió un mínimo al depósito del tractor. Luego, después de decirles adiós con la mano a los hombres del tractor, encontró el almacén agrícola del pueblo, le vendió el Lipetsk al encargado, que confirmó el precio vigente con un superior, y se lanzó enérgicamente a las calles de Kuzhnisk, protegida con una capa de optimismo de las agujas del polvo de hielo que arrastraba el viento. Nueve mil rublos no era nada por un tractor tan bueno. Con todo, le evitarían algunos problemas.
Pero su optimismo duró diez pasos. No había ninguna forma segura de mandar el dinero a casa a menos que lo devolviera ella misma. No había hablado de aquella posibilidad con sus madres: ellas esperaban que Maks regresara con el dinero en la mano. Ludmila pensó en mandar el dinero al almacén, donde se guardaba el correo de la aldea y sus inmediaciones. Pero sabía perfectamente que Lubov registraría cualquier correo en busca de dinero, si es que éste llegaba a salir de Kuzhnisk.
Intentó arrinconar esas ideas maravillándose del color tinta refulgente de la noche en las calles de Kuzhnisk, intentó bullir de energía y de determinación, pero el resultado fue esa especie de familiaridad llena de atención que uno solamente ve en los forasteros tímidos. Caminó un rato por Ulitsa Kuzhniskaya: un montón apretado de boñiga y hielo que avanzaba entre oscuras moles soviéticas más parecidas a hangares abandonados que a bloques de apartamentos. Los edificios estaban salpicados de pernos de hierro que un día habían sujetado las letras de los letreros que colgaban sobre sus entradas de mausoleo. Intentó imaginarse el latido dinámico de un organismo de células ambiciosas detrás de los mismos. Intentó sentirse seducida por la velocidad y el progreso de la ciudad.
Pero allí no había nada de aquello. Una manada de perros-lobo hambrientos salieron traqueteando de las sombras para derramarse por la calle. Ella vio que la población les pertenecía.
Aparte de un coche blanco abollado que patinaba de lado por el hielo, con las ruedas girando inútilmente, Ludmila tuvo que recorrer cinco manzanas antes de ver a otra persona. Era una vendedora de bollitos, encorvada casi en ángulo recto, que estaba quitando a golpes el hielo de las patas de su hornillo junto a la calle, más o menos allí donde en tiempos menos inclementes habría una acera. La vendedora vio que Ludmila se detenía y le ofreció a voz en grito un bollo que le quedaba a mitad de precio. Ludmila negó con la cabeza. Al doblar la esquina, un café sangró un chorro de luz naranja sobre la nieve sucia.
El café-bar Kaustik tomaba su nombre del famoso equipo de balonmano de Volgogrado, y estaba lleno de recuerdos victoriosos colgados de las paredes. Debajo de los mismos el local era sencillo y de madera, con un extremo más luminoso y uno más oscuro, todo salpicado de tapicería verde y sombras arremolinadas.
Misha no estaba en el local cuando ella entró.
El humo de tabaco temblaba en forma de hebras lánguidas de un extremo al otro. En el extremo más alejado de la barra había un hombre ancho y bigotudo encorvado junto a una comadreja disecada. Dos hombres más con pieles de lija y aliento amarillento estaban encorvados en el rincón más oscuro, con cervezas en la mano y frotándose las patillas con las palmas de las manos. La comadreja y los hombres se quedaron mirando a Ludmila cuando ésta emergió entre los haces y los remolinos del humo. Ella dobló su abrigo sobre el respaldo de un taburete, luego se lo pensó mejor y movió el taburete para alejarlo de la comadreja. El roce de la tela al doblarse interrumpió un flujo de humo procedente del cigarrillo del barman.
– Solamente muerde a los hombres -gruñó el hombre a través del humo.
Ludmila levantó la vista.
– ¿Cómo dices?
– Digo que solamente muerde a los hombres, el hurón. No tengas miedo. -Los ojos del hombre se posaron sobre Ludmila, sin parpadear.
– Ja, perdona. ¿Tienes alguna bebida caliente?
– Bueno, no, yo tengo una cerveza. ¿Tú quieres una bebida caliente?
Ludmila lanzó una mirada de acero.
– No puedo tomar muchas copas mirando a la comadreja.
El barman se encogió de hombros y se embutió detrás de la barra con una sonrisa y negando con la cabeza.
– Otra cherkesa que va de lista -dijo-. ¿Qué quieres, café o té?
– Café. Y no soy cherkesa.
– Pero eres del Oeste. Que viene a ser lo mismo.
– ¡Ja! Pues entonces tú eres de la China.
El hombre dejó su máquina de hacer café para plantarlas dos manos sobre la barra. Clavó en Ludmila una vaharada astuta de aliento.
– Y escúchame: dices «ja» todo el tiempo cuando hablas, eso es una peculiaridad de las tierras de más al oeste. Si no eres cherkesa, eso demuestra que sois todos iguales, todos vais por ahí diciendo: «¡Ja!».
– Bueno, eso dice más de ti que de ellos -dijo Ludmila-. Así que… ¡Ja!
El hombre regresó a su faena, dirigiendo una risita a la pareja que había acurrucada en el rincón.
– Escuchad a ésta.
– Es una ublil -dijo uno de los hombres sin volverse-. Los cherkeses no dicen «ja». Y usa el Empujón, con la barbilla, ¿lo has visto? Apuesto a que también dice «cierra la bocota» en vez de cállate. «Cierra la escotilla y encierra los cucos, ganso…» Así es como hablan en los distritos de los ublil.
– Aah, un experto en cherkeses. -El barman empujó un café hasta el otro lado de la barra donde estaba Ludmila. Su vapor se fue corriendo a jugar con el resto de humos que flotaban sobre la barra-. Entonces ¿puedes decirnos si es de Uvila o del mismo Ublilsk? -Se inclinó para acercarse a Ludmila, como si los dos formaran equipo contra los hombres del rincón.
– No creas que tienes que responder por mí -dijo Ludmila, dando un sorbo en el borde de la taza-. Yo ya sé de dónde soy.
– ¿Lo ves? -El barman le dio un apretón triunfal en el brazo-. Es toda una chavala de las montañas.
– Bueno -dijo el hombre, volviéndose-. Si fuera de Uvila, probablemente estaría en casa, y no aquí con barro de granja en las botas. Así que yo diría que es de los distritos administrativos. Del Treinta y Nueve o del Cuarenta y Uno. Más probablemente del Treinta y Nueve, porque el Cuarenta y Uno se ha ido a pique del todo, no funciona nada. Sería muy difícil salir de allí.