– ¿Karel? ¿Gregor? -gritó Lubov.
– ¿Quién anda? -preguntó una voz de golpe.
– Sal que te veamos, quien sea que habla -ladró Abakumov-. ¡Sal a la luz!
– ¡No! ¡Sal tú a esta luz! -El haz de una linterna iluminó la nieve que había más allá de la verja-. ¡Colócate delante de la casa! -gritó la voz. Se oyó el clic y el chasquido de un arma al amartillarse.
Abakumov y Lubov salieron al patio y se detuvieron, sin tener las manos del todo en alto pero sin tenerlas tampoco bajadas.
– ¿Eres Lubov Kaganovich, la del almacén? -gritó la voz del que llevaba la linterna.
– La misma.
– Entonces tranquila. -El haz de luz osciló para iluminar a dos soldados ubli con uniformes de invierno de los más gruesos y ametralladoras-. Tenemos que advertiros encarecidamente de que os marchéis: en el frente van a aumentar las hostilidades y los gnez nos vienen detrás con la intención de ocupar todas estas casas de las montañas.
20
– Pero ¿qué cojones has hecho?
– Acéptalo, Conejo, por el amor de Dios. Piensa en ello como una aventura. Lo pasaremos bomba. -Blair se recolocó una bolsa de la tienda libre de impuestos sobre la entrepierna y ahogó un grito cuando ésta le rozó el glande. Conejo se desató y se volvió a atar los tres albornoces, que se había puesto por encima del traje para entrar en calor. Los gemelos se mecían hombro con hombro en el asiento trasero del Gaz mientras éste botaba y daba bandazos como una bola de cañón por el hielo, Ivan se peleaba con el volante y Anya chillaba palabrotas y se agarraba dramáticamente. El trayecto en coche a Kuzhnisk era un ballet tenso, y el olor a VapoRub no contribuía precisamente a mejorar las cosas.
– Pero ¿qué cojones has hecho, Blair?
– Bueno, no es el fin del mundo: Todavía te queda un cóctel aquí para tomarte, si notas que te estás rajando.
– Cada vez que me despierto de uno de esos putos cócteles me encuentro metido en líos todavía más grandes.
– Bueno, pero mira a tu alrededor, Nejo: ¡son unas vacaciones en la nieve! Unas vacaciones de esquí, una escapada alpina. ¡La mayoría de gente mataría por una escapada alpina!
– En primer lugar, colega, la palabra «alpina» implica Alpes. En segundo lugar, te voy a matar con mis propias manos ahora mismo.
Blair hundió las mejillas y se recolocó la bolsa libre de impuestos sobre el regazo, lo que le hizo dar un suspiro. La bolsa del aeropuerto de Yerevan -dentro de la cual había un coñac armenio en caja de regalo y dos vasos de cristal labrado- había llamado por fin la atención de Ivan después de dar tres vueltas al aeropuerto de Stavropol. Aun así, Ivan permaneció escéptico sobre aquellos dos hombres, pese a que Anya confirmó sus identidades en una conversación a chillidos a través de la ventanilla del coche. Debían de ser muy ricos, pensó Ivan. Increíblemente ricos, si esperaban que unas jóvenes los cortejaran con la pinta que traían.
– Pero ¿qué hostias has hecho?
– Mira, tómate un poco, después todavía nos quedarán dos bolsitas. -Blair silbó una melodía sinuosa y echó un vistazo a su alrededor como si fuera un escolar en autobús. Aunque estaba saboreando la huida de la conciencia que le causaba habitualmente el Howitzer, el efecto le resultaba más débil que antes. Frunció el ceño y silbó un poco más.
De vez en cuando Ivan le dedicaba una sonrisa lasciva por encima del hombro, hacía un gesto hacia la bolsa de la tienda libre de impuestos y se señalaba la boca con el pulgar. Los gemelos asentían con la cabeza, soltaban sendas risitas y enarcaban las cejas. Las de Blair se levantaban con expresión optimista, para mostrarle a Conejo que estaban en manos amigas. Conversando en voz baja con su hermano, llegó a decirle que los gestos de Ivan eran un buen ejemplo de cómo los extranjeros se hacían amigos a pesar de las culturas y las barreras lingüísticas: que la gente afable de todas partes hacía bromas a partir de cualquier situación que tuvieran a mano, y que las convertían en punto de referencia para toda cordialidad futura. Vendrían más codazos, guiños y libación de pulgares en siguientes horas, dijo Blair.
Conejo chasqueó la lengua.
– O sea -dijo Blair devolviendo una risita en dirección al asiento del conductor-, yo ahora me dedico a las relaciones globales. Es mi carrera, Nejo. Supongo que no querrás obstaculizar mi carrera, ¿no?
– Y una mierda pinchada de un palo. Lo que pasa es que eres un pequeño gilipollas patético que ha tenido que viajar cinco horas en avión para encontrar a alguien a quien tirarse.
– Nejo, Nejo, Nejo -suspiró Blair-. Nejo, Nejo, Nejo, Nejo. ¿Qué vamos a hacer contigo? ¿Qué vamos a hacer con el viejo Nejo?
Conejo frunció el ceño.
– ¿Dónde está la tarjeta?
– ¿Qué tarjeta?
– La tarjeta de débito. Dámela.
– ¿Por qué? -Blair se llevó una mano apresuradamente al bolsillo de los pantalones.
– Dámela. Voy a hacer que den la vuelta, me vuelvo al aeropuerto y me compro un billete a casa. Tú puedes hacer lo que te dé la gana.
– Bueno, lo siento pero no puedes llegar tan lejos y luego rajarte. ¿Qué pasa con los chavalotes? ¿Y con pasarlo bomba? ¿Colega?
– Estar tumbado en España comiendo bocatas de patatas fritas y pronunciando mal de forma deliberada las palabras locales es pasarlo bomba, Blair. Que te lleven secuestrado a estercoleros congelados del Tercer Mundo llenos de gente gordita con unas caras que parecen Citroëns viejos es una puta broma.
– Bueno, yo me desmarco de eso.
– Dame la puta tarjeta.
Anya se volvió para mirarlos con recelo.
– No es tan estercolero aquí, cuando tú acostumbra. Aquí señoritas muy guapas. Después de pocos vodkas tú acostumbra.
– ¡Lo ves! -dijo entre dientes Blair, cogiendo el coñac-. Por Dios santo, díselo con amabilidad. -Llenó los dos vasos y los pasó al asiento delantero. Ivan soltó un rugido de placer y se echó su bebida garganta abajo. Anya lo rechazó, mirando a Ivan con el ceño fruncido. Los hermanos dieron un sorbo cada uno.
– Ahora dame la puta tarjeta. -Conejo llevó la mano al bolsillo de Blair.
El sol ya se había puesto cuando el Gaz entró resoplando en Kuzhnisk. Una luz salobre caía sobre los arcenes nevados. Los penachos de vapor y de humo se elevaban hasta ese cielo salobre, mostrando que todo estaba inmóvil, aunque no bien.
En el coche se había llegado al acuerdo de que Conejo regresaba a Londres. En el asiento trasero se había hablado mucho inglés en voz baja y en el delantero mucho ruso. El Gaz se había pasado más de una hora tan lleno de murmullos como un terrario. Aquello hizo que el viaje les resultara incómodo a los ingleses, que les fuera más incómodo que los calzoncillos de lana de invierno que durante un tiempo llevaron en Albion House. Se hicieron un par de paradas para lo que Anya aprendió que se llamaba «meadita», o «meadica». Después de la última de éstas, durante una pausa en los murmullos, la mujer empezó a pastorear la atención de los Heath hacia el redil adecuado:
– Bueno pues -dijo-. Todavía tenemos que afrontar coste de dos personas, ahora tarde para cancelar.
– Por supuesto -dijo Blair.
– Cuando pague ahora, en dólar metálico, tiene descuento de veinte por el ciento.
– Sí, sí, claro.
El coche patinó por un recodo de las afueras de la población, se introdujo serpenteando en un callejón y chocó con un montón de nieve. Ivan apagó el motor y esperó un momento a que se extinguiera su escopeteo. Los gemelos miraron el exterior y vieron lo que parecía un almacén de gran tamaño. El edificio gemía, hacía ruidos metálicos y parecía temblar sobre sus cimientos. Un letrero situado encima de su puerta metálica decía: Soluciones Globales Liberty.
– Mira, Conejo. -Blair señaló allí.
Los dos hermanos permanecieron expectantes en sus asientos, pero parecía haber un problema. Anya usó un pañuelo de papel para limpiar una sección de ventanilla en forma de mirilla y se puso a echar vistazos a un lado y a otro y a murmurar en ruso.