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Y mientras lo decía, una ráfaga de aire trajo un ruido de voces a la puerta. Lubov fue hasta allí y miró el exterior con los ojos guiñados.

– ¡Mira por dónde! Basta que lo diga usted, inspector, y ya vienen.

– ¿Quieres tranquilizarte? -La madre de Ivan se recolocó un medallón enorme de falso estilo persa sobre las telas de su bajo cuello y se miró en el espejo del baño con una cara como de lagarto.

– ¡Estoy perfectamente tranquilo! -vociferó Ivan desde la puerta-. Tómate todo el tiempo que necesites, y deja que nuestros visitantes, nuestros clientes, que sin duda tienen amigos en casa esperando que les recomienden algún servicio como el nuestro, y que tienen al americano pendiente de si les va bien, se esperen en el aeropuerto de Stavropol, con sus miles de dólares en metálico, pasando frío.

– ¡Eres peor que una novia usada en su noche de bodas!

– O sea, no es que la gente que merodea por el aeropuerto de Stavropol sean tipos desagradables. No se puede decir para nada que sean capaces de decir cualquier cosa para que nuestros clientes se metan en sus taxis y se dejen despojar de un dinero sobrante que de otra forma se gastarían insensatamente con nosotros, encontrando el amor verdadero y una maravillosa vida familiar.

Anya salió taconeando por la puerta del baño y le arreó un tortazo a su hijo.

– Tendría que haberte puesto nombre de niña cuando naciste -gruñó-. ¿Acaso ha venido ya el coche a buscarnos?

– ¿Quieres decir si todavía nos espera para llevarnos? -Ivan puso los ojos en blanco-. ¿Acaso está todavía aquí, o bien Sergei ha muerto de viejo mientras esperaba para darme las llaves y el coche ya no es más que un montón de hierro oxidado bajo la nieve?

– ¡Bueno, no cojas hemorroides por eso…! ¡Ni siquiera sabemos dónde está la Ludmila esa, desde que el maleante de tu primo la puso de patitas en la calle!

– ¿Y solamente por eso tenemos que olvidarnos de todo el negocio? ¿Quieres que dejemos a los millonarios ingleses sentados sobre sus maletas de piel de cocodrilo hasta que salga el próximo vuelo? Oksana está registrando la ciudad y tiene instrucciones de no parar hasta encontrar a la chica. ¿Cómo puede una montañesa de ojos verdes desaparecer en Kuzhnisk? Yo la podría encontrar con los ojos vendados, siguiendo el rastro de heridas que va dejando su lengua. Además, si por alguna razón no la podemos encontrar, pues bueno, el amor es voluble, estoy seguro de que se enamorarán de otra de nuestras pequeñas joyas, hasta de la misma Oksana, que al fin y al cabo es la de la fotografía que mandamos.

– Humm. Bueno, solamente una parte de ella. Tras escucharte, solamente puedo aconsejarte que eches una cagada bien grande antes de que los hombres lleguen a Kuzhnisk. Una cagada enorme, viendo el circo de ratones que has preparado.

– ¡Bueno, el circo crece y crece mientras te espera! ¡Si no te pones un cohete y empiezas a moverte, no vamos a tener tiempo de enseñarles la fábrica!

La madre de Ivan se detuvo para ahuecarse el pelo con las yemas de los dedos.

– Pero ¿en la fábrica toca semana de sándwiches o semana de municiones? Porque el americano no manda a nadie a ver las municiones.

– Bueno, ¿cómo lo voy a saber? Si los ha mandado hoy, entonces verán lo que sea que estén haciendo hoy.

El mal tiempo empeoró mientras Ivan y su madre iban en el coche de Sergei hasta Stavropol, por unas carreteras que solamente estaban señaladas por las marcas que los neumáticos anteriores habían dejado en la nieve. El viejo Gaz Volga se pasó todo el camino gimiendo y gruñendo, igual que Ivan y que su madre. Para cuando llegaron a las primeras carreteras limpias, y el humo de Stavropol apareció elevándose delante de ellos, ya habían acordado que lo mejor sería montar una fiesta en el Leprekonsi, que era propiedad de la madre de Ivan. Harían una parada en la fábrica de Liberty en el camino de vuelta y así solventarían sus deberes con la empresa. Luego lo correcto sería una fiesta, en compañía de Oksana y sus amigas. Al fin y al cabo, los ingleses estarían cansados, y lo más seguro es que prefirieran buscar el don de una vida familiar al día siguiente. Además, la información que Anya les extrajera mediante el alcohol les daría más pistas sobre la magnitud de su necesidad y de lo que estaban dispuestos a hacer.

Ivan entró conduciendo en el aeropuerto. Llegaba tarde y no se molestó en aparcar. Aparte de dos hombres temblorosos con trajes negros -uno de los cuales llevaba gafas de sol por debajo de una mata rebelde de pelo y el otro iba peinado de forma muy esmerada-, allí solamente había los lugareños de costumbre.

– Solamente veo a esos dos tipos religiosos. -Ivan limpió el interior del parabrisas con un pañuelo.

– Bueno, ellos no pueden ser. -Anya chasqueó la lengua-. Mira el de la izquierda, qué ojos tiene. Está claro que es un evangelista fanático, o un miembro de una Iglesia Carismática. Y en cuanto al otro, tu tío Igor se fue a la tumba con mejor pinta.

Debían de haber pasado dos horas más. A Ludmila le resultaba difícil no hacer caso de la mujer sudorosa del café, que ahora rondaba murmurando y dando porrazos con sus cacharros en el mostrador. Las ollas y las cucharadas hacían un estrépito como de disparos a través del aire aceitoso.

Por fin la mujer soltó un soplido y puso los brazos en jarras.

– ¿Vas a tomar otro café, o te va a resultar más barato pedir agua, o quizás simplemente aire? ¿Quieres que te ponga una tacita de aire?

Ludmila giró sus ojos hundidos hacia la mujer.

– Pero escúcheme, señora: hoy está sirviendo usted algo más que café en su local. Porque yo le estoy sinceramente agradecida de estar sentada aquí, en un día muy difícil de mi vida. No voy a estar aquí eternamente, y no le suplico nada. Pero por favor, dese cuenta de que, con la suerte que tengo, estos cafés se pagan con dinero adelantado de mi funeral.

– ¿Pues te importa pedir otro adelanto? Porque llevas sentada aquí toda la noche por el precio de cuatro cafés, lo cual hace que éste sea el funeral más barato del mundo.

A Ludmila se le ensombreció la mirada, pero aun así refrenó su lengua.

– ¿Qué clase de sopa tiene que no consista exclusivamente de agua?

– Sopa de patata -dijo la mujer-. Pero una sopa de patata solamente te comprará cuarenta minutos. Una hora si pides pan. ¡Hay que poner unos límites!

Ludmila dio un golpe de barbilla en dirección al mostrador.

– Entonces tomaré sopa con crema y cebolla y pan, seguida de un café, y espero no oír más bilis hasta que se haya marchado el próximo tren.

– Mírame. -La mujer se señaló la cara-. ¡Anoche te dije que cuando pasara el tren tenías que marcharte y volver en otro momento! No te creas que porque has cometido la idiotez de mandar dinero en un tren del pan ya eres inquilina de mi café. ¡No! El guardia con el que trataste puede que vuelva o puede que no, yo no tengo nada que ver con eso. Lo que te digo es lo siguiente: ¡no eres la primera persona del mundo que pierde dinero en los trenes del pan, ni que viene lloriqueando a mi café por ello!

– No estoy buscando dinero, solamente quiero que alguien me lleve a Uvila, o al cruce de Ublilsk. Tengo que encontrar a mi marido, que es soldado, y que lucha por mantener la guerra lejos de su miserable café, para que pueda usted continuar despotricando e insultando a los clientes sin preocuparse de nada. Con el magnífico negocio que le he conseguido al guardia del tren, tendría que estar contento de llevarme.

– Sí, y puede que en la nieve crezcan piñas. ¿Vas a comerte la sopa y luego largarte a esperar en el callejón, o bien simplemente te vas ya a esperar al callejón?

– Traiga la sopa -dijo Ludmila.

– Pues tú saca el dinero.

Abakumov y Lubov salieron de la cabaña y examinaron la oscuridad en busca del origen de las voces. Los sonidos entrecortados no parecían tanto aproximarse como estar simplemente de paso.

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