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A Kiska se le metió la punta de la lengua en el espacio donde se le habían caído los dientes. Ludmila frunció el ceño y apareció un dedito por el otro lado de la cortina.

Y allí estaba Misha Bukinov.

6

Aquella noche un trueno sibilante perseguía a Blair y a Nicolah hasta casa. El ruido era de la estela del primer vuelo del día que volaba bajo hasta Heathrow, con el sueño de las tierras del Este. La luz del alba quedaba varias horas detrás del mismo, apenas rota sobre Kuzhnisk mientras la pareja paseaba sobre esa clase de humedad que vive en las aceras de Londres como si viniera de ninguna parte. Las bocanadas de la nueva vida de Blair latían a través del frío y brillaban en los guardabarros de los Mercedes aparcados. Destellos de conducción enérgica a ritmo de rock duro en plena noche, de sexo antes del desayuno y antes de salir volando a reacción para recorrer muchas millas aéreas. Una vida sin pensamientos exigentes, un mundo de desorden encantador. Londres era una red eléctrica que bullía con semejantes potenciales. Blair estaba electrizado con sus posibilidades. Y Nicolah Wilson lo notaba.

– He tenido días peores que hoy -dijo ella, dándole un apretón en el brazo.

– No parezcas tan sorprendida. -Blair sacó mandíbula como si fuera a bordo de su yate.

– Tenía mis dudas sobre vosotros dos. No todo el mundo se adapta a un traslado.

– Solamente venimos del Norte.

– Ya me entiendes.

– Bueno, es un terreno de caza, ¿no? -Blair le cogió la mano-. Para un joven emprendedor, y todo eso.

– Oh, sí.

– Bueno, ya sabes. O sea, confío en no tener que describirte todos los detalles.

– Que Dios asista a la chica que rompa contigo.

– Pues mira, yo no he dicho eso. Voy buscando algo más que un rollo. -Blair hizo una pausa-. ¿Tú no piensas en montar una familia?

– Antes me corto las venas. No quiero aguantar las penas de nadie.

– Aun así. -Los pasos de Blair eran amplios y saltarines, en parte para mantener el equilibrio y en parte para darle la dirección correcta a su incipiente vida de lujo-. A ver si se me entiende.

Nicki soltó un soplido de burla.

– Eso es justo lo que diría Conejo.

– ¿El qué?

– «A ver si se me entiende.» No te he reconocido al ver tu peinado de mariquita, y con ese poco de peso que has perdido. Pero sigues siendo la otra mitad de Conejo. Es raro.

Una arruga recorrió la mejilla de Blair.

– Vaya, no he venido para hablar de ese drogata.

– ¿Cómo?

– Me temo que hemos perdido a Conejo. Hay cannabis por todo el piso.

– Sí que ha pillado deprisa. Y yo que le iba a pasar un poco.

– Vaya, pues lo siento, pero ya no puedo aprobar esas cosas.

– ¿Y a ti qué te da de repente?

– Simplemente ya no soporto todo ese rollo escapista codependiente. He emprendido una nueva trayectoria. La mirada de Nicki se elevó sobre el horizonte.

– Bendito sea. Nejo tiene algo, todo el mundo lo echa muchísimo de menos. Y a ti también, claro. Pero al viejo Conejo, o sea… tiene algo que es realmente atemporal. ¿Qué le vas a decir de la oficina del registro?

– No tengo que decirle nada, no he ido por él. No es mi amo, ¿sabes?

– Vale.

– Vaya, o sea, no es culpa mía que la cosa se haya salido de madre. ¿Cómo lo iba a saber?

– ¡Vale ya, te digo!

La pareja asustó a un carrito de supermercado asilvestrado que estaba en medio de la calle, metió una caja de pollo frito en la alcantarilla de una patada y sorteó un rastro de excrementos de animales domésticos que estaba desplegado como para ofrecer una carrera de obstáculos. Se adentraron en las profundidades del laberinto de hileras de casas victorianas, más allá de la tienda de la esquina de los hermanos Patel, donde todavía faltaban dos horas para que se empezaran a inspeccionar billetes al contraluz, pasaron por debajo del puente de hierro del ferrocarril, que estaba en silencio salvo por el olisquear y el susurro de las palomas dormidas, y por fin bordearon la esquina de Totting Common, que hasta hacía dieciséis semanas había sido un antro de reunión de cafés con leche y que dentro de seis meses vería la siguiente generación de gente artificialmente bronceada, pues la anterior se había comprado cochecitos dobles de bebé, había recogido el campamento y se había marchado al campo.

Porque aquélla era la velocidad de la ciudad. Un gigante chabacano con los bombachos de su abuela. En alguna parte de Londres había una palanca que gobernaba la ciudad, pero sin ajustes para hacerla ir más deprisa ni más despacio y sin una muesca hacia delante y otra hacia atrás La palanca de metal forjado decía: «Adiós muy buenas. Tenga cuidado al salir».

La pareja giró por Scombarton Road. Los Mercedes resplandecientes de las calles más cubiertas de hojas dieron paso a Mercedes más antiguos con los asientos cubiertos de cuentas de masaje, tapicería exótica en el salpicadero y olor, aun a través del frío y del cristal y el acero, a desodorante para taxis. Un zorro desmañado arrastró jirones de niebla al interior del callejón que había al lado del número 16A. Nicki se cogió fuerte del brazo de Blair, mientras los reflejos de la luz de las farolas caricaturizaban su amable cara criolla.

– Bueno, aquí estamos -dijo ella.

– Aquí estamos. -Blair se acercó a ella con sigilo, dando sorbos del frío glacial de su pelo-. ¿Mañana también estás disponible?

– Pensaba que te habían dado un trabajo.

– Tengo la semana libre.

– ¿La primera puñetera semana? Escucha, colega, eres el único ex residente que he oído que consigue un trabajo directamente. Alguien debe de estar moviendo los hilos desde dentro, no lo desaproveches.

– Bueno… o sea, Conejo no está trabajando.

– Es distinto, Conejo no está recuperado. Además, ya que me preguntas por mis planes, tendría que dedicarle más tiempo a él ahora que estoy aquí abajo. No puedo tener favoritismos. -Nicki arrastró la mano mustia de la amistad por una pieza no erógena de la chaqueta de Blair y subió los peldaños que Llevaban a la puerta-. Pero ahora mismo me muero por una taza de té. Intenta no despertar a Conejo.

– Está muerto -gruñó Blair, hurgando en busca de sus llaves.

– ¿Cómo?

– Eso parece. Ataque al corazón.

– ¿No lo habrás dejado solo en medio de uno de sus teleles? -Nicki le arrebató las llaves.

Blair entró detrás de ella, encogido dentro del cuello de su chaqueta. Las esteras deshilachadas estornudaron polvo alrededor de las zapatillas de deporte de ella mientras descendía atolondradamente hacia las tinieblas. Los sofás estaban vacíos.

– ¿Qué has hecho con él?

– Lo he ahogado en la bañera. -Blair bajó arrastrando los pies detrás de ella, procurando pisar los bordes más chirriantes de las escaleras. Se apoyó en la barandilla para quitarse un zapato de una patada.

– Hostia… ¿Nejo? ¿Conejo?

– Es broma -sopló Blair, lanzando el otro zapato escaleras abajo.

– Tú sí que eres una puta broma. Nejo, ¿me oyes, cariño? -Nicolah encontró el interruptor de la luz y lo pulsó para encontrar a Conejo tirado de costado en el suelo de la cocina. Llevaba su traje negro, camisa blanca y sus perennes gafas oscuras. La pelambrera de cabra sin trasquilar que solía salirle a borbotones de la cabeza estaba recogida en una cola de caballo. A su lado había un vaso de tubo, una botella de coñac que pedía a gritos algo de coñac y un cenicero abarrotado de Rothmans a medio fumar: a medio fumar porque Conejo se sentía seguro, en términos cardiovasculares, entre un cigarrillo y el siguiente, así que siempre regresaba correteando al espacio que quedaba entre uno y otro.

Ahora levantó la cabeza un centímetro y miró a Nicki con el rabillo del ojo.

Ella examinó la escena y se quitó el abrigo para ponerse en cuclillas junto a él. Blair miró cómo se le tensaban las nalgas hasta relucir bajo la tela de sus pantalones, se imaginó la perspectiva que Conejo debía de tener de ella y se torturó a sí mismo imaginando el rubor que le podía estar subiendo por la cara.

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