– Mamá -dijo Ludmila-. ¿Por qué no podemos firmar simplemente los cupones de Aleksandr? ¿Quién necesita saber que está muerto?
– ¡Cada día dices más tonterías, como tu padre! ¿Y vas a ser tú la que entierre a Aleksandr y se vista con su ropa? ¿Y vas a ser tú la que responda al inspector? ¡Que los santos te metan algo de entendimiento a latigazos!
Llegado aquel punto, Olga apareció en la puerta durante el tiempo justo para gruñir y negar con la cabeza. Siempre que negaba con la cabeza con aquel propósito, terminaba levantando bruscamente la barbilla en la dirección del condenado. En el Distrito Administrativo Cuarenta y Uno, aquello se llamaba el Empujón.
Ludmila se cruzó de brazos y se meció escépticamente contra el viento.
– ¿En serio creéis que ese papeleo de los cupones va a ser importante cuando empiecen a volar las balas en la colina?
– ¡Cierra la boca! -Irina le dio un mamporro a su hija-. La diferencia entre los crímenes que viajan con los soldados y el crimen que tú propones con tanta ignorancia es que los soldados nunca se quedan quietos. Nosotros, si lo quieren los santos, seguiremos aquí esperando a que nuestros crímenes sean descubiertos.
Olga volvió a negar con la cabeza y a propinar un Empujón y luego vació un cuenco de agua de fregar negra junto al escalón.
– Para el pollo -dijo con un soplido de burla, y regresó adentro-. Para que pueda tener una vida como las de mi familia, que viven unas vacaciones de sol y mermelada mientras yo me pudro en mi cama.
Irina le envió un Empujón a Ludmila.
– Está claro que debe de ser magnífico vivir como una princesa, tener todo el tiempo del mundo para ir por ahí contando las pajas del suelo.
– No quiero ir. -Ludmila frunció el ceño.
– Entonces te lo estás poniendo más difícil. Porque vas a ir.
– Pues no. Tengo que buscar otros caminos, por lo menos hasta que pasen los combates.
– Y lo que no consigues entender es que es posible que los combates no pasen, que puede que nos persigan todo el tiempo. ¿Y adónde iremos entonces? ¿Y cómo? -Irina dio un paso hacia Ludmila y blandió un dedo en dirección a la cabaña-. Cuando esta noche se cierre la puerta de esta casa, tú estarás fuera. Y no te hagas ilusiones de escaparte con tu amiguito: vas a ir a la fábrica de municiones de Kuzhnisk. Tu cara no será bienvenida aquí hasta que tengas un salario. Intenta pensar en algo que no seas tú misma, esto es por todos nosotros, Milochka.
Ludmila bajó la vista.
– Entonces será mejor que me vaya ya y no vuelva nunca. -Subió pisando fuerte el único peldaño de piedra de la entrada-. Pues habéis revelado cuánto os alegra la idea.
– Maks -dijo Irina con una risa burlona-, al final va resultar que nos irán bien esos teléfonos tuyos, viendo cuánto tarda tu hermana en recibir el mensaje. -Siguió a su hija al interior.
– Y una pregunta para ti -murmuró Maks detrás de ellas-. ¿El cadáver de Aleksandr también va a hacer el viaje? ¿Le buscamos un despacho en la fábrica?
Irina se detuvo al otro lado de la puerta.
– Si para cuando os marchéis no ha llegado el examinador, lo bajaremos nosotros del tractor.
– ¿Qué examinador?
– El hombre que examina la causa de la muerte. Y hasta que llegue, podéis preparar el tractor para el viaje, en lugar de holgazanear igual que la cabra.
– Bueno, ¿tenemos meados? -gritó Maks detrás de ella.
– ¡No! ¡No lo hagáis! -Se oyó el grito lejano de Olga-. ¡Tu abuelo decía que no funcionaba en absoluto y que además acabaría haciendo que el motor se parara para siempre!
– Quiero decir meados de cabra -gritó Maks, desprendiendo de su garganta un proyectil de saliva destinado a la cabeza del gallo.
– ¡A eso me refiero! No uséis meados, sean de quien sean.
Apuntando con cuidado, Maks disparó un perdigón de saliva que a punto estuvo de sacarle el ojo al gallo. Con todo, el animal se mantuvo erguido y desafiante, influido por la posibilidad de que dar un solo paso lo llevara a la cazuela.
– Pues mira, no es a lo que te refieres -gritó Maks-. Porque el viejo Aleks meaba todo el tiempo dentro del depósito y luego se quejaba de que no funcionaba. Yo me refería a añadir meados de cabra, tal como todo el mundo dice. Hasta hace que el motor vaya más deprisa, y si no ¿cómo es que todo el mundo lo guarda en cubos?
Irina salió hecha una furia.
– Mírame -fue dando zancadas furiosas hacia el tractor y arrancó la lata grasienta que servía de tapón del depósito. Después metió en el depósito una rama larga que se guardaba debajo del asiento, pues la vara de medir el fuel ya hacía tiempo que había pasado a mejor vida, irónicamente en el único día de su vida en que el depósito estaba lleno. Sacó el palo y se lo puso delante de las narices a Maksimilian-. ¿Esto no está lleno hasta la mitad?
– No -dijo Maks, sin mirar.
– Sí que lo está, así que puedes llegar por lo menos a Uvila y allí suplicar que te regalen el fuel. Nada de meados. Y ya os podéis ir.
– Pero si no vamos a Uvila, está en la dirección contraria.
Irina levantó el palo y azotó al chico hasta que éste bufó. Luego lo fulminó con la mirada y por fin se marchó furiosa y soltando nubes de vaho.
– ¡En cualquier caso, nos vamos directos a Kuzhnisk! -le gritó Maks a los michelines de su espalda.
Una cortina separaba la litera del ejército donde dormía Ludmila de las dos habitaciones de la cabaña. La sala incluía un rincón que hacía de cocina, con algo parecido a una caja de zapatos grande de hierro que hacía de quemador de boñigas y a la vez de fogón de la cocina, conectado por medio de una tubería al tejado. En su órbita, como si fueran patitos, había una mesa cubierta con un hule, tres sillas plegables y dos bidones de petróleo que aspiraban a ser mesas ocasionales. Una ventana pequeña situada delante del cubículo de Ludmila arrojaba puñados de luz al suelo como si fueran granos de polen. El único dormitorio tenía dos camas hundidas de alturas distintas: la más baja para Irina y hasta hacía poco también para Kiska, que desde entonces había decidido que maduraría más deprisa si dormía en el cubículo de su hermana, y la más alta para Olga y Aleksandr. Maksimilian se había acostumbrado a dormir en el suelo, junto a la puerta de la cabaña. Había jurado no entrar nunca más en el dormitorio, después de que el verano anterior su reacción al hecho de haber vislumbrado el trasero desnudo de su abuela desencadenara días enteros de amargas pullas.
Ludmila estaba desnuda detrás de su cortina, buscando entre la ropa que había en su mohosa bolsa de viaje. Irina la había escondido fuera toda la noche y eso había hecho que su contenido quedara húmedo. Ludmila hurgó ociosamente, absorbiendo la oscuridad con olor a malta de su hogar, el humo de su infancia desvanecida. Una hoja afilada de luz cruzó la sala para quemar el borde de su cortina; ella la descorrió para sumergirse en la luz y se flexionó delante de su espejo para hacer que ésta iluminara sus zonas huecas y sus curvas. Se sorprendió a sí misma mirando e hizo un mohín.
Sus ojos le devolvieron animales.
Después de ponerse con dificultad unas bragas psicodélicas y descoloridas, abrió el baúl que formaba la base de la cama de Kiska y sacó un vestido rojo de lana guardado entre plásticos. Su padre se lo había comprado cuando cumplió los dieciocho años. Le había dicho que nunca más parecería una campesina. Es más, declaró, parecería una princesa. Y tenía razón, el loco de Ivan, por una vez en su vida, aunque al decirlo había estado menos entonado que de costumbre.
Una descarga de artillería retumbó detrás de la montaña. Por un momento el ruido ahogó la riña de las madres en el patio, donde se podía oír a Maks defendiendo un plan para robarle combustible -o más bien, cogérselo prestado, tal como él insistía en llamarlo- a la viuda del ferretero.
Ludmila no oyó que Kiska descorría la cortina detrás de ella. Notó una manita en el muslo y se dio la vuelta.