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– ¡Es el subnormal de Gregor! -gritó Kiska desde el patio. El reproche entre dientes de Gregor le llegó desde el camino como un eco.

– ¡Shhh! -rezongó Irina a través de la puerta-. ¡Aléjate de ahí!

– Ya veo que les das a tus criaturas una buena educación -dijo Gregor, arrastrando su pistola hacia la casa como si fuera un marido que llega tarde. Abrió la puerta de golpe y entró en la cabaña como si fuera el amo.

Irina se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada desde el fogón.

– Te estás poniendo tú mismo la soga en el cuello al caminar así por la montaña con tu pistola.

– Pues no es verdad. La guerra está silbando ahí fuera y ¿Tú te crees que ésta es la única arma que hay por aquí?

Irina no contestó, sino que le ladró una palabra a Kiska, que estaba ocupada persiguiendo al gallo con un trozo de alambre.

– Maksimilian todavía no ha vuelto. -Olga dio un golpe de barbilla en dirección a Gregor desde la puerta del dormitorio.

– Entonces está haciéndonos una jugarreta, porque yo he venido aquí caminando con estos pies, mientras que él tiene un tractor. Además, tendríais que haber traído el tractor directamente al almacén en lugar de malgastar tanto combustible yendo y viniendo.

– El tractor no siempre es tan fiable -dijo Irina-. Volverá enseguida, ya lo verás.

– Mejor será -dijo Gregor, examinando la chabola-. Tengo instrucciones de llevarme los pollos y la cabra, y no pienso llevármelos a la espalda.

– Bah, pero si la cabra tiene los pies ligeros -dijo Olga-. Correría delante de ti y ya estaría esperando dormida para cuando llegaras tú al almacén. En cuanto a los pollos, bueno… -Se encogió de hombros-. Tú puedes infectarlos, puede que pierdan el seso para viajar.

– Ja, tú preocúpate de que no te dé un azote en todos los morros. Además, vieja, el inspector quiere saber lo que habéis hecho con el muerto. Dice que si no registráis la muerte correctamente, entonces le vais a dar mucho más trabajo. Y eso os costará más que el tractor. Ja. A ver qué broma haces ahora.

– Entonces la cosa es sencilla -dijo Irina, echando un vistazo a su madre-, porque ya no tenemos nada. Nos lo habéis quitado todo.

– Bueno, es una pena -dijo Gregor-, porque nos ha dicho que os recordemos que el resultado más probable de un caso así es que se lleven a la niña. Ha dicho que es posible que os declaren no aptos para cuidarla.

Kiska se quedó quieta y callada junto a la puerta. Irina miró fijamente a Gregor. Combatió el impulso de aporrearlo hasta dejarlo aplastado. Después de tres respiraciones vacilantes, estrujó dicho impulso hasta conseguir una voz dulce y confiada.

Olga captó su retintín. Miró fijamente a su hija.

– Gregor. -Irina se acercó al muchacho-. Supongo que Ludmila no se habrá puesto en contacto contigo, ¿no? Antes de irse me pidió el número del almacén, para poder llamarte en privado.

– ¡Ja! ¿Qué?

– ¡Por los santos! ¿Qué he hecho? ¡Ahora se morirá de vergüenza!

– ¡Mira lo que te pasa, Irina, cuando abres ese agujero estúpido! -Olga blandió un dedo a través del humo. Miró a Gregor con los ojos entrecerrados y esperó su reacción.

– No, contadme. -Gregor bajó el arma.

– Bueno, no es nada -dijo Irina-. Tendría que haber mantenido la bocota cerrada. Ella me va a odiar por haberlo mencionado.

– Pero Irina, hija, espera -dijo Olga en tono razonable-. La verdad es que ella nos hizo creer que el muchacho ya conocía sus sentimientos.

Irina dejó que su mirada reptara por el techo.

– Bueno, puede que tengas razón. Dios sabe cuántas veces he tenido que lavarle las bragas una y otra vez porque ella creía que se iba a encontrar con Gregor en el almacén.

Gregor se quedó un momento inmóvil, y fue obvio que en su cabeza se estaba desplegando una serie de imágenes. Luego abrió la boca:

– ¡Jaaa, ja! ¡Oh, sí, le habéis lavado las bragas por mi culpa, el mismo día en que yo me convertí en Yuri Gagarin!

Cerró la boca de golpe. Arrastró los pies para enfrentarse a las mujeres con desprecio renovado.

– Ésa es una patraña de gansos de colores. Ahora mirad con vuestros propios ojos la esfera de mi reloj, porque cuando las manecillas se hayan movido diez minutos será mejor que vea aparecer aquí a Maksimilian Ivanov con su tractor. O si no, tengo mis instrucciones.

– Este chico de usted, Gregor, me tiene muy preocupado -dijo el inspector.

– Pero si le digo que está al caer -dijo Lubov-. Oiremos acercarse por la carretera el tractor, la cabra. Lo que pasa con Gregor, que es algo bueno, si se me permite decirlo en calidad de madre, es que no va a volver con las manos vacías. Por mucho que esa familia malvada le sirva platos amargos, y trate de enredarlo con sus mentiras, lo único que él procurará será coger las cosas necesarias.

– Hasta yo ya estoy cansado de este examen exhaustivo de los libros de contabilidad. -Abakumov se apoyó en la barra del bar del almacén-. Tengo la impresión de que no rechazaría que me preparase una taza de té, ni un bocadillo.

– Bueno, el tren del pan llega hoy al cruce, inspector. Hasta que Gregor vuelva con él, no va a haber pan. Mañana sí que tendremos pan.

– Pues ya que me lo ofrece, compartiré un vodka con usted. -Abakumov se acarició la barbilla y echó un vistazo ausente al techo.

Lubov sacó el viejo botellón de debajo del mostrador y colocó dos vasos sobre la barra. El ruido de los vasos trajo la cara de un hombre desaliñado a la puerta.

– Sí… -gritó el hombre, empezando a asomar el cuerpo por la puerta como si ésta fuera la trampilla de un submarino.

– No pongas otro de tus pies en mi tienda -gritó Lubov sin levantar la vista-. O esta vez te llevarás una paliza.

– Cerda asquerosa. -El hombre salió dando tumbos a la calle-. Me cago en las tumbas de tus muertos.

– Entonces te estás cagando en tu propia tumba, papá.

El inspector se bebió su chupito de un trago y echó un vistazo con cara inexpresiva al paisaje de mosaicos y sombras.

– Pero muy, muy preocupado, me estoy poniendo. Extremadamente inquieto. ¿Y dónde está el chico de los Derev? ¿Por qué no ha entregado el tractor directamente aquí, conociendo la situación?

– ¿Maksimilian? Es un muchacho demasiado retorcido para hacer lo que le conviene a él mismo o a su familia. Escuche lo que le digo, inspector, esa gente únicamente responde si eres duro. Cualquier trato que tenga uno con ellos es como azotar a un cerdo sin patas.

– ¿Y está segura de que están todos los que son en la chabola? Ciertamente deben de tener más familia, en los pueblos más grandes. Nadie puede sobrevivir así en las montañas.

– Tienen unos primos, creo, por Labinsk. -Lubov sirvió otra copa-. Pero me da la impresión de que los primos deben de ser listos, porque nunca aparecen por aquí. ¿Para qué? O sea, que sí, yo diría que sobreviven como ratones. Si a eso le llama usted sobrevivir. Por supuesto, también tienen a la chica mayor, que es un caso todavía más difícil, puede usted creerme.

– ¿Y dónde está ahora?

– En Uvila, o no sé dónde. La vieron salir del pueblo. Dicen que Pilosanov, nuestro loco del pueblo, se la llevó, en cuyo caso le podría haber pasado cualquier cosa.

– Bueno. -Abakumov examinó el techo mohoso-. Parece que me voy a pasar aquí mucho más tiempo del que esperaba. Mucho más tiempo, tal como están las cosas, con tanto enredo.

Lubov tembló al oír la noticia y se sacó de la manga el único as que llevaba.

– Y yo lo siento por usted, Inspector. ¡Sobre todo con la guerra a nuestras puertas! Las mismas habitaciones en las que vivimos puede que no duren mucho en pie, hemos oído que hasta los americanos podrían venir. Que los santos nos ayuden en ese caso.

– ¡Ja! ¿Y para qué iban a venir? La Madre Rusia no ha sido tan ignorante como para involucrarse directamente, y tampoco ningún poder extranjero. Los gnezvarik y los ublis están librando una guerra de guerrillas circunscrita a un pedazo de tierra yerma, sin bastante vida en ella para mantener dos cabras. Unos amos invisibles les suministran armas a los gnez y se hacen a un lado como padres imparciales. Es una lección bien aprendida de nuestros amigos americanos: enseña solamente la mano que alimenta. Mira lo que pasó en Irak.

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