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– ¿Eres inglés?

– Pues sí. De Inglaterra, sí.

– Éste es lugar mal para turistas.

Al inglés se le iluminó la cara.

– Tiene gracia que lo diga, ya empezaba a pensar que nunca más iba a oír inglés. Y ya que lo habla usted tan bien, ¿podría yo…?

– Es de pescar. Mucho tiempo en barcos. Escocia, Irlanda. ¿Ama usted al Manchester United?

– En realidad a mí me gusta más el críquet. Mire, ¿puedo pedirle…?

– Silencio. Mal día para turistas.

– Y escúcheme a mí, oficial -suplicó Irina-. No se tome a mal las palabras de mi chico. Somos gente humilde del campo, sumidos en la peor de las penurias, que no tenemos nada a favor ni en contra de ustedes ni de su guerra. En esta casa nunca ha vivido un arma.

El soldado echó la cabeza hacia atrás para soltar una risotada.

– ¡Fantasías y mentiras! Quieres decir que nunca ha vivido un arma excepto el rifle semiautomático que hay en tu cocina y que el chico no hace más que mirar como si fuera una ristra de joyas.

– Ja, pero si está vacío…

– No digas ni una palabra más que vaya a hacer que tu tumba sea más profunda. Ya tengo dos almas que eliminar, según la práctica militar, dado que uno es un periodista y el otro posee un arma de fuego. Pero primero te diré una cosa: aunque me veas en el curso de una acción militar legítima, sigo siendo un hombre de familia y no carezco de sentimientos humanos. Hasta te diré que me llamo Gavrel Gergiev, y que no combato para hacer amargas las vidas de ancianas y niños, ni para hacerles temblar de miedo en sus sillas. Nuestro interés es estratégico y puramente militar. Nos queda un solo cargador de balas, aunque podéis estar seguros de que nos bastan para mataros a todos vosotros, y a uno más. Así que afinad bien los oídos cuando os lo repito: no venimos a quitaros las vidas ni a infligir terror. Pero al mismo tiempo, no toleraremos que nos vengáis con jueguecitos. Si permanecéis sentados en silencio, y no armáis jaleo, os cubriremos mientras abandonáis la montaña después de que caiga el sol. -La boca del hombre permaneció abierta después de su última palabra, y la luz y la grasa convirtieron sus labios en una brillante fruta húmeda. Luego inclinó la cabeza a un lado y soltó una risita-. Y ved lo más divertido de todo: después de esta noche, tenéis que recordar siempre que fueron los gnezvarik los que os cubrieron del fuego de los vuestros.

– Y lo recordaremos. -Irina temblaba de alivio-. Usaremos nuestras vidas para difundir por el mundo lo bien que se portan ustedes en la guerra. Sí, oficial Gergiev, si es así como dice, entonces ha hecho usted que nuestras mentes den la bienvenida a la lucha gnezvarik. No lo olvidaremos.

– ¡Ja! Yo sí -dijo Olga.

– ¡Mamá!

Gavrel soltó un resoplido de burla.

– Esa arpía es igualita que mi suegra. Haz que se calle o me voy a poner de mala leche. -Se acercó al inglés y le clavó el cañón del arma-. Tú… sal de ahí.

– ¿Qué queréis de él? -escupió Olga.

– No es pariente vuestro, ¿verdad?

– No.

– Entonces es muy raro que haya aquí un extranjero, en el mismísimo culo de un distrito como éste. De hecho, es imposible. Si es periodista, tal como dice el petimetre, habrá que matarlo. Pero no tenéis de qué preocuparos si no es pariente vuestro.

– Bueno, pero es invitado de la casa. ¿Qué dirán de nuestra hospitalidad, si a los invitados los matan mientras están de visita? Nadie más vendrá nunca a vernos si nos ganamos la fama de provocar la muerte a las visitas.

– Pero ¿no os acabo de decir que vais a abandonar la casa? Ahora esta montaña forma parte del Gnezvarikstán libre: de hecho, mis pies, allí donde pisan, convierten el suelo en tierra gnezvarik. Vais a tener que plantar vuestra mesa en otro sitio.

– ¡Ja! Pues menuda opción les damos a nuestros invitados: o que los maten, o bien viajar a otro país para vernos. ¡Nunca más va a venir nadie a nuestra casa!

Gavrel no hizo caso a la mujer, apartó al inglés a empujones del grupo y lo hizo ir a cuatro patas hasta el dormitorio. El extranjero tenía los ojos cerrados por culpa de la luz, y las lágrimas le caían por la cara y le goteaban de la barbilla.

– A ver si se me entiende -dijo con voz entrecortada.

– Shhh, inglés.

– Es un sacerdote, no un periodista -dijo Irina.

– Te digo que vigiles tu bocota. Os estoy haciendo el favor de quitároslo de encima. No me hagáis dispararle delante de la criatura.

– Bueno, pero yo puedo dar fe de que no es ningún periodista.

– ¡Ja, igual que das fe de que la casa está vacía de armas! No va a sentir nada, confiad en mí. Tiene los ojos cerrados, ni siquiera lo va a ver. Y para ser sinceros, al mirar a semejante criatura, a quien ni siquiera le gusta el fútbol, y que suelta lágrimas como si meara, y que tal vez incluso está dejando ahora un rastro de meados por el suelo, está claro que es mejor que se vaya con los santos.

Ludmila no se resistió al abrazo de Blair. El frío lo llevó a acurrucarse en los abrigos de ella y a echarle un brazo por encima del hombro. Pasaron veinte minutos así, sobre un montículo de nieve que dominaba el mundo. También los encontró una ráfaga de humo de carne, el único hilo discordante en un tejido de brisas alimentado por las nieves de la docena de países vecinos.

La tenue calidez de Ludmila, y la humedad del vaho de su respiración, afilaron los sentimientos de Blair hasta dejarlos como la punta de una aguja. Por primera vez desde que se fue de Albion House, se sentía desesperadamente vivo. Sabía que Ludmila percibía peligro dentro de la cabaña, y creía que él también debería sentirlo en mayor medida. Pero la tronada cultura de ella, el resplandor del sol sobre la nieve, la bofetada de los cielos azules, y de aquellas brisas que eran como oxígeno medicinal, todo aquello lo llevaba bien lejos de cualquier sentimiento de condenación.

La luz del sol hacía que el peligro resultara inverosímil. Solamente Ludmila poseía la disciplina para creer en él, y por tanto la disciplina necesaria para sobrevivir.

Los dedos de Blair encontraron el camino que llevaba al cuello de ella y luego al interior de su melena. Ella no se apartó, sino que siguió observando cómo volaba el polvo de nieve. Él acercó lentamente la cabeza a la garganta de ella. La respiración de Ludmila se aceleró.

Mientras él posaba sus labios en ella y olisqueaba el fuerte olor púbico de su piel, el ruido de un motor rompió la quietud. A su lado se oyeron trozos de conversación. Ludmila se echó boca abajo y asomó la mirada por encima de la loma.

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Gavrel y Fabi también oyeron los ruidos y se quedaron paralizados dentro de la cabaña. Esperaron hasta estar seguros de que las voces -las de un hombre y una mujer en plena riña- se estaban acercando a la vivienda.

Fabi apuntó con su Kalashnikov a la puerta. Gavrel dejó al estrafalario inglés lloriqueando en el suelo del dormitorio y, sin hacer ruido, cerró la puerta que los separaba y caminó con sigilo hasta ponerse en cuclillas debajo de la ventana de la cocina.

Al cabo de un momento, Irina carraspeó:

– No estarán armados. Es un inspector de distrito con la mujer del almacén.

– ¡Shhh! -dijo Gavrel entre dientes.

– No, es verdad -dijo Olga-. Es la puerca de Lubov Kaganovich, con su parásito del Estado pegado a ella como un cagarro al culo. Más que un arma, vais a necesitar ajo y una cruz bendecida para mantenerlos alejados.

Gavrel levantó la mirada hacia la ventana y luego se volvió en dirección a la familia acurrucada:

– Tengo que decir que me cuesta un esfuerzo enorme de imaginación entender por qué tanta gente se congrega en vuestra casa al amanecer, y en medio de una guerra. Y tengo que avisaros, con franqueza, de que obligar a un soldado a forzar la imaginación es algo que deberíais evitar.

Olga chasqueó la lengua y miró al soldado con los ojos muy abiertos.

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