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– Muy bien, muy bien. -Blair sonrió con aire obsequioso desde su lado de la mesa. Olga le enseñó las encías. Maksimilian dio un golpe de barbilla carente de hostilidad.

Los comentarios en voz baja puntuaron el proceso de engullir aquel asado. Los comentarios se referían a los extranjeros, que, en cierta manera, entendían sin entender, pues los Heath fueron capaces de discernir las palabras «albino» e «ingleses». Sin vínculo cultural que los uniera, ahora los dos grupos compartían aquel oasis tranquilizador después de los días y noches espantosos que lo habían precedido. La mañana había traído tal alivio que a Conejo hasta le salió una ocurrencia, cuando se refirió a las servilletas como «sovietas».

Cuando el sol se alzó en el horizonte, en la neblina se dibujaron haces de luz. Algunos de éstos rebotaban en las cabezas y los hombros, convirtiendo partes de aquella escena de impresiones desvaídas en puntos de un hiperrealismo de lo más vivo. Y a medida que los colores entraban en la sala entraba también la vida, y a todos les levantó los ánimos.

Ludmila se relajó y se puso a arrancar tiras de carne de una pata de la cabra. Blair la vio echar la cabeza hacia atrás y apartarse mechones de pelo de la cara. Un halo reluciente la iluminó cuando se reclinó en su asiento. Sorprendió a Blair mirándola y sonrió.

– Cuando termines, Millie, ¿puedo hablar contigo fuera?

Ludmila giró la cabeza hacia la ventana.

– ¿Fuera?

– Sí, fuera. Solamente un minuto.

Ella les dijo un par de palabras a las señoras, se levantó de la mesa y fue hacia la puerta. Un ladrido afectuoso por encima de su hombro impidió que Kiska fuera con ellos. La niña se sentó pesadamente en su silla con un gemido. Irina chasqueó la lengua y dio un golpe de barbilla en dirección a la carne.

La atmósfera brillaba al otro lado de la puerta de la cabaña y le limpió los orificios nasales a Blair. Ludmila relajó los hombros y miró al cielo, donde la estela de un avión se desplegaba sobre el horizonte y absorbía su resplandor.

Blair siguió la estela hasta la verja más alejada del patio. No tenía ninguna razón en particular para ir allí, salvo exhibir unos andares firmes. Después de tropezar dos veces, aminoró la marcha hasta arrastrar los pies y por fin se detuvo, respirando hondo, tras llegar aparentemente a algún destino situado a pocos metros de la cerca. Ludmila pasó a su lado y caminó con paso ligero hasta un poste de la cerca. Los dos miraron a su alrededor: Blair como si estuviera curioseando en una tienda extranjera, y Ludmila como si atendiera a los clientes en aquella tienda, pero con poco interés. La brisa llevó el silencio, y cuando aquel silencio se volvió doloroso, los dos subieron una loma. La neblina flotaba entre las dunas de nieve.

Luego la nieve crujió cerca de ellos. Pasos. Ludmila se puso en cuclillas y tiró de Blair para que hiciera lo mismo. Los dos vieron una pareja de gorros de piel y la punta del cañón de un arma que avanzaban hacia la cabaña. Un momento más tarde, la puerta de la cabaña se abrió de golpe. Ludmila se echó al suelo.

A Irma se le cayó un hueso de las manos al oír que alguien amartillaba un Kalashnikov. El inglés desmañado se giró en su silla. A Maks se le fue la vista al rifle que tenía apoyado en la pared de la cocina.

– ¡Ja! -dijo el primer hombre que entró por la puerta-. ¡Qué ganso soy, que se me ha olvidado traer vino! -Era un hombre fornido con equipo de combate pesado. Un bigote que parecía un seto tiznado de hollín le descendía desde el labio hacia una barba mal afeitada. En las charreteras relucía una insignia gnezvarik. Se volvió hacia el soldado que tenía detrás-. Fabi, ¿te puedes creer lo que ves? ¿Acaso nos hemos muerto, o es que los santos nos han mandado un banquete de carnes asadas, en plenas montañas?

Un tipo gordezuelo y de mejillas sonrosadas entró en la cabaña, examinando la neblina con su rifle.

– Sí, Gavrel. Parece un asado.

El soldado más corpulento, Gavrel, se acercó a la mesa y clavó el cañón del arma en la cabra. Sonrió y les mandó un golpe de barbilla a los comensales.

– Dándose un festín de carne mientras a su alrededor cae su tierra. Un comportamiento genuinamente ubli.

Olga continuó masticando y arrancó otra correa de carne.

– Ja -murmuró-. Solamente son gnez. Por un momento he pensado que tenía que darle la bienvenida a alguien.

– Levantad las manos -dijo Gavrel-. Poneos en ese rincón, todos. Ahí, junto a la puerta. -Movió el arma en dirección al rincón más oscuro. Y luego lo movió de vuelta hacia Maksimilian-. Y tú, petimetre, no me extraña que no lleves insignia militar, tus ojos dicen más que unas viudas en un funeral. Si te veo mirar una vez más tu arma, aunque sea un segundo, aunque sea por un gesto reflejo accidental, los dos vamos a vaciar un cargador sobre ti y sobre tu familia, aunque sea la única munición que nos quede.

– Ja, ahórrate las palabras: el arma está vacía. -Maks caminó con sigilo hacia el rincón detrás de las mujeres, limpiándose la boca con una manga.

– Compruébalo, Fabi. -Gavrel se quitó el sombrero de piel y apartó bruscamente al extranjero desaliñado de la mesa. Hizo que la familia se apiñara en un rincón a empujones-. Ahora sentaos. Sentaos allí, y poned las manos sobre la cabeza.

Fabi confirmó que el rifle estaba vacío. Gavrel colocó su gorro al lado de la cabra, cuyas grasas centelleaban bajo un haz de luz del sol. Le hizo un gesto a su subordinado para que vigilara al grupo mientras él se ponía cómodo en una silla y escarbaba quirúrgicamente en busca de las carnes más jugosas. Los ojos del rincón relucían como si pertenecieran a criaturas nocturnas. La mirada de Gavrel deambuló sobre ellos mientras masticaba y gruñía y por fin se detuvo en el hombre de la túnica.

– Tú, el de los pelos.-Señaló-. ¿Te has escapado del circo, o eres una mujer fea que intenta disfrutar de un hombre?

Conejo se estremeció. Su mirada fue en busca de la familia. Todo el mundo la evitó. Con los ojos dolorosamente fruncidos, se llevó una mano al bolsillo de la pechera y sacó sus gafas de sol a tientas.

– ¡No te muevas! -Gavrel echó mano de su arma. Mandó a su camarada a coger las gafas y las estuvo examinando por todos los lados con expresión aprobatoria con sus manos grasientas antes de ponérselas sobre la nariz-. Contéstame, nenaza.

Olga carraspeó.

– No es de por aquí. Nadie entiende lo que dice.

El soldado se inclinó hacia delante y examinó al inglés.

– Bueno, tal como tú dices, no se parece a la gente de por aquí. Hasta una madre ubli habría ahogado a una cosa así nada más nacer. Háblame de este extranjero.

Maks se movió después de un momento de silencio, fingiendo que se desperezaba y bostezaba.

– Lo único que puedo decir es que ojalá te hubieras peinado para cuando salgan las imágenes por televisión.

Al soldado le centellearon los ojos. Paró de masticar y le dedicó una sonrisa burlona a Maks.

– Así que no es solamente tu mirada lo que te avergüenza, petimetre. Veo que tampoco tienes control sobre tu boca. ¿Acaso pensabas que yo nunca había conocido a tipos tan descerebrados como tú? ¿Te crees que soy ubli, y que me paso la vida soltando palabra rimbombantes sobre nada? -La mirada del soldado perforó a Maksimilian, que miró al suelo-. Pues ahora, mira. El precio de tener una boca tan típicamente ubli es que el petimetre ha aumentado la gravedad de lo que está pasando en esta casa. Inicialmente no habíamos venido a matar a nadie, solamente a ocupar la casa, lo cual era en cierto modo una forma de protegeros, ya que esta mañana la artillería pesada va a apuntar hacia aquí. Pero ahora este descerebrado me hace ver que entre vosotros hay testigos que no nos convienen.

El soldado arrancó otro trozo de carne y dejó su silla para ponerse a pasear, masticando, alrededor del grupo, con el arma colgando de un dedo. Su masticación se volvió más lenta cuando miró al extranjero con el ceño fruncido.

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