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– Bah -dijo Ivan.

A continuación se produjo entre los asientos delanteros un intercambio de reproches y de perdigones de saliva. Una sílaba particularmente explosiva terminó por propulsar a Ivan fuera del coche, después de lo cual procedió a meter a los gemelos a toda prisa en el edificio y le escupió unas palabras a una recepcionista tristona mientras entraban. La mujer acogió su tono sin un solo temblor. Ni siquiera la imagen de Conejo con sus albornoces la inmutó. Señaló una puerta de gran tamaño y se quedó apuntando en aquella dirección con el dedo hasta que los hombres entraron sin prisa por la misma. En el interior, un Apocalipsis zumbaba, martilleaba y vomitaba luz caliente.

– ¿Éste es el sitio? -gritó Conejo.

Blair metió la mano en una caja que había junto a la puerta y sacó una bala. Su marca de fábrica consistía en el dibujo diminuto de un águila o bien un demonio en posición de descender en picado. Mientras examinaba el cartucho, Anya entró de sopetón por la puerta que quedaba detrás de su espalda. Ivan soltó una palabrota con voz ronca. Los gemelos se volvieron para mirarse entre ellos. Con el rabillo del ojo vieron que Anya le soltaba un bofetón a su hijo. -Pero ¿qué cojones has hecho?

Ivan abrió la puerta de una patada y dio un golpe de barbilla para indicar a los hermanos que lo siguieran. Blair se metió la bala en el bolsillo y regresó hasta el coche, con los brazos en alto como un trapecista. La neblina fue formando un remolino detrás de él, rizándose para trazar estampados de cachemir en el haz de uno de los focos de la fábrica.

– A ver si se me entiende. Anda que no me reiría yo si te viera intentar meter una de ésas en un sándwich.

– Déjalo estar, Conejo.

El Gaz dejó una huella limpia en la nieve con el guardabarros del lado del conductor al arrancar, y apenas había alcanzado el traqueteo lento de un ferry cuando Anya giró unos dientes manchados de pintalabios hacia los gemelos.

– Cuando paguen inmediatamente, dinero metálico, habrá descuento más grande. -Y se llevó una mano al pecho que quedó calzado en el espacio que quedaba entre los asientos.

– Sí, por supuesto -dijo Blair-. Pero, o sea, tendremos que cargarlo a una tarjeta, porque no hemos pasado por ningún banco de camino.

Anya frunció el ceño. Varias ráfagas de ruso crepitaron a lo largo del salpicadero, en tono cada vez más agudo. Luego volvió a dirigirse al asiento trasero.

– ¿Qué dinero metálico tienen encima de vosotros?

– Creo que a mí me queda un billete de cinco. ¿Tú cuánto tienes, Nejo?

– Sesenta y un peniques. Pégate la gran vida.

Blair se volvió hacia la mujer con una sonrisa.

– Me temo que solamente tenemos cinco libras esterlinas.

Otro galimatías en ruso, que al principio sonaba como un ruidito de las marchas de un coche al averiarse. Luego fue ganando peso, pasando a ser borboteos oscuros y guturales que parecían el principio de una arcada y por fin se convirtió en una serie de horrísonos chillidos, como un noticiario reproducido al revés en un gramófono.

– ¿Otro coñac? -Blair dejó la botella suspendida entre los asientos.

– Niet. -Los rusos hicieron gestos negativos con la mano.

– Aquí hay problema. -Anya miró a los hombres a la cara-. No acepta tarjeta en Kuzhnisk. Ni nosotros, ni nadie. No dinero con tarjeta. Aeropuerto de Stavropol tiene tarjeta, tiene metálico, pero automóvil no hay gasolina para ir a Stavropol.

– Ya veo. -Blair se pellizcó la barbilla-. Lo que me está diciendo en la práctica, pues, es…

Anya levantó una mano y cerró los ojos. Los gemelos vieron que los párpados se le adherían entre sí como mitades de una fondue quemada.

– El señor Coniejo tiene que viajar para ir a aeropuerto de Stavropol: única solución es ir con él y coger dinero de tarjeta.

Conejo le dio unos golpecitos en el dorso de la mano.

– Eso es, monada. Nos volvemos. Yo pillo mi billete, tú pillas tu pasta y luego el señor Blah puede…

– Bueno, pero Nejo, acaba de decir que no tienen gasolina para hacer el trayecto, joder.

– Entonces déjame que diga una cosa nada más: pero ¿qué cojones has hecho, Blair, te das cuenta?

– Oh, vete a la mierda.

Conejo se levantó las gafas. Hablando en voz bien alta delante de la mujer, se dispuso a descubrir cómo iban a regresar al aeropuerto. Mientras él hacía esto, Blair se sirvió un poco de coñac en un vaso y vació una bolsita de solipsidrina en el mismo. Cerró la mano en torno al vaso y contempló cómo los destellos de colores se reflejaban en su piel.

– Es solamente tren que va de Stavropol a Kuzhnisk. -Anya chasqueó la lengua-. Para eso hay falta dinero metálico.

Blair se acercó a Conejo para hablarle al oído.

– ¿No notas que acecha un líquido a base de uva?

– Dámelo, anda. -Conejo le quitó el vaso de la mano.

La mujer se colocó sudorosa detrás de Ludmila mientras ésta se entretenía con su sopa.

– ¿Qué pasa? ¡Está muy caliente!

– Bueno, si usaras la crema en lugar de velarla como si fuera una tía moribunda, descubrirías que sirve para enfriar. ¿Quieres que te introduzca yo la crema en la sopa, sin coste adicional?

– Y escúcheme: ¿acaso no acabo de abonarle a usted el precio completo de esta comida, incluyendo el precio de una mesa donde comérmela?

– No, me vas a escuchar tú a mí: eres una holgazana, una holgazana y una vagabunda, y mi vida ya es bastante difícil sin tener que aguantarte en mi local como a una garrapata. Te diré una cosa: aunque entre el guardia del tren por esa puerta mientras estás comiendo, pienso echarte para que hables con él en otro sitio. ¡Tu situación no es responsabilidad mía!

– Déjeme identificar un problema que tiene usted en su forma de pensar. -Ludmila se secó la boca con el dorso de la mano-. Imagine usted un lapso simple de tiempo, una noche entera. Usted me ve aquí todavía y piensa: «lleva aquí toda la noche con cuatro cafés y una sopa». Ésta, si me disculpa usted, es la forma incorrecta de abordar el concepto. Porque la verdad es que usted no ha estado aquí esta noche: he visto a la otra chica adormilada a través de una rendija de la puerta de la cocina. Así que por lo que a usted respecta, es posible que yo ni siquiera haya estado aquí. Y estuviera yo aquí o no, si usted tiene abierto las veinticuatro horas, para aprovecharse de los trabajadores de la fábrica además del personal ferroviario, tiene que esperar que también vengan clientes de noche por otras razones. Y lo que es más importante para usted, he consumido cinco cosas, lo cual me convierte en su cliente más fiel del día: cinco veces he sido clienta de su café, sin importar que entrara por la puerta cada vez en el sentido físico. Y he causado mucho menos desgaste a su local y a su mobiliario, sobre todo a la puerta, que el último turno que ha venido de la fábrica de Liberty.

– ¿Quieres hacer el favor de llevarte esa sopa a la boca?

– ¡Ja! ¡Soy su mejor clienta y escúchala!

– Y solamente has consumido cuatro veces, porque la visita al baño cuenta a favor mío, no tuyo. Admítelo ante ti misma: pasarse la noche entera y la mitad del día en un café es lo que hacen los vagabundos.

– Ja, bueno. -Ludmila enarcó las cejas y se reclinó suavemente en su asiento-. De pronto veo en esta comida muchas consumiciones individuales. De hecho, como dienta que paga, ahora el mayor de mis deseos es comerme cada bocado de patata como si fuera un bocadillo diminuto, con su panecillo diminuto. Voy a empezar a cortar los trozos, para que pueda usted empezar a ver el proceso.

– ¡Sal de aquí! -El sudor del sobaco de la mujer salió volando hasta la puerta de cristal.

Ludmila levantó el pan hasta colocárselo delante de los ojos y empezó a separar el primer trozo.

– ¡Fuera! -La mujer tiró de un porrazo al suelo el panecillo que Ludmila tenía en la mano y tiró de su silla para apartarla de la mesa.

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