– En ese caso tengo una sugerencia. -Ludmila agarró su bolsa, se desvió para coger el panecillo del suelo y le quitó el polvo frotándolo en el abrigo mientras la mujer la arrastraba del brazo hasta la puerta-. Coja un poco de esa grasa y aplíquesela al culo para meterse por él este café, que habrá sitio de sobra, hasta para un jardín con estanque habrá sitio.
El Gaz fue haciendo surcos hasta la estación de Kuzhnisk, donde se deslizó de lado durante los últimos diez metros. Todos permanecieron un momento sentados en silencio, desentumeciendo brazos y piernas. Luego Anya suspiró y se volvió hacia su hijo.
– Bien, pues. Tú te quedas con el que tiene pinta de ansioso y yo haré el viaje con éste, el ermitaño de la cueva, hasta Stavropol.
– ¿Qué? -Ivan se quedó boquiabierto-. ¡Llévatelos tú a los dos! ¿Qué voy a hacer yo con ninguno de ellos, si no entiendo ni una palabra de lo que dicen?
– Pero escúchame, entre los dos no tienen para pagar ni un billete de tren, ya estamos gastando demasiado capital. Qué propones, ¿que les paguemos el tren a los dos? ¿O sea, que estrujas a tu madre para invertir en ese ordenador tuyo de las narices y luego, cuando llegan los clientes de pago, todavía tenemos que invertir más?
Ivan giró las palmas de las manos hacia arriba y las agitó en dirección a su madre:
– ¡Pero eso no es capital! ¡Es liquidez! ¡Y tú eres la que tiene los recursos idiomáticos, te correspondía a ti asegurarte de que estuvieran preparados antes de salir del aeropuerto! No creerás que el mundo de fuera vive con dinero en metálico, ¿no? No tendrían sitio en la ropa para llevarlo todo. Lo único que usan son las tarjetas. ¡Tendrías que saberlo, como socia a partes iguales en el negocio!
– ¡Bueno, pues te digo una sola cosa más, Ivan Illich! -Anya saltó fuera del coche, blandiendo un dedo en dirección a su hijo-. ¡Viajaré con los dos, pero será el último aliento que malgaste en ninguna de tus iniciativas empresariales de perezoso! ¡Das más trabajo que una cabra recién nacida!
– ¡Bah! -gritó Ivan.
– ¡Bah, bah, bah! -gritó su madre, manteniendo en equilibrio la mole bamboleante de su corpachón con las manos.
Blair salió como pudo del coche. El frío deshizo a tortazos un fuerte olor persistente a VapoRub. Blair puso los brazos en jarras, se inclinó hacia un lado y al otro y respiró hondo una bocanada de humo de boñiga. Después echó un vistazo por la avenida envuelta en neblina, con su ristra de farolas chisporroteantes. Visto desde Kuzhnisk, el mundo parecía desvaído, como si uno lo mirara a través de la media de una enfermera.
Conejo salió del coche, revitalizado por el coñac. Respiró hondo y soltó una vaharada de vapor hacia la oscuridad. Le vino la imagen de un cigarrillo. Se registró la ropa en busca de uno.
Las vías del tren empezaron a soltar silbidos y ruidos metálicos por detrás del andén. Anya tiró de la manga de Blair y los tres se dirigieron a las escaleras del andén.
– ¡Si viaja de izquierda a derecha, no es el tren que queréis vosotros! -gritó Ivan detrás de ellos.
– Ya sé qué tren es -gritó Anya-. ¡Yo ya cogía estos trenes antes de que tú nacieras!
Un claxon sonó ronco cerca de allí y el grupo subió las escaleras con la ropa ondeando al viento como extras de El acorazado Potemkin. Cuando llegaron arriba, se encontraron el andén vacío. Mientras cruzaban el espacio de cemento, Blair oyó gritos en el extremo a oscuras del andén. Miró en aquella dirección.
A Ludmila le resplandecían las lágrimas en los ojos. Dejó a la mujer gorda vociferando detrás de ella y echó a correr por el callejón con su bolsa abrazada contra el pecho, mordiendo con furia bocados del panecillo.
El tren se acercaba por el andén con un resoplido, y cuando ella apretó el paso en dirección al mismo, tres figuras se cruzaron de golpe en su camino. Una era obviamente un sacerdote, envuelto en túnicas. El sacerdote pasó de largo, pero otro hombre que llevaba un traje negro se detuvo, se volvió hacia ella y se la quedó mirando. Ludmila nunca había visto una mirada como la que le dedicó aquel hombre. Ella frunció los ojos, invitándolo a que diera muestras de reconocerla o a que hiciera algún gesto que delatara sus intenciones. Como el hombre no hizo nada de aquello, ella bajó la vista y caminó hacia el borde del andén. El tren se detuvo a su lado con un gemido.
– ¡Ludmila! -dijo una voz de hombre.
Ella se dio la vuelta. Tanto el sacerdote como la anciana se detuvieron y siguieron la mirada del hombre. A Ludmila le resultaba familiar aquella anciana, y salió de las sombras para verla más de cerca.
– ¿Es Ludmila Ivanova?
– ¡Ludmila! -dijo el hombre.
– ¡Espera aquí, no te muevas! -Anya se puso en acción con movimientos entrecortados y echó a andar pesadamente por el andén en dirección a las escaleras-. ¡Ivan! ¡Ivaaan!
Blair sintió un cosquilleo. Se llevó las manos a la entrepierna. La chica era como una niña sin casa del siglo xix bajo la luz marrón de la estación: más pequeña de lo que él había imaginado, más delicada, mojada y arrugada. Tenía los ojos hundidos en las cuencas, aunque seguían siendo lo bastante grandes como para resplandecer. Ella masticó y se detuvo, volvió a masticar y se volvió a detener, guardándose un bulto de comida dentro de la mejilla. El ritmo intermitente de su masticación transmitía una falta de artificio que hizo que su autenticidad lo impresionara. Porque en el frío de la realidad, donde suelen morir los sueños, Ludmila atraía las miradas de los hombres por todo su cuerpo, ansiosas por cualquier traza de mujer, ansiosas por cualquier parte de ella más pronunciada que su mata de pelo negro azotada por el viento. Y en aquella cacería, en el proceso en que los ojos se reajustaban a las sutilezas de ella, desde debajo de los abrigos emergían vislumbres de una mujer, vislumbres que eran como avisos de tormenta.
Hasta sus ojos amenazaban con morder.
Y cuando veía a hombres con ganas de morder, los labios se le volvían un poco más carnosos.
Ludmila dio otro bocado cauteloso de pan. Miró a los sacerdotes, inclinó la cabeza en gesto respetuoso y echó a andar por el andén en dirección al vagón. El hombre del traje negro echó a andar tras ella, llamándola mientras ella corría. Y, entre tanto, el sacerdote desarrapado hacía el esfuerzo de simular que iba detrás de ellos, aunque estaba claro que confiaba en que la situación se resolviera sin que tuviera que ponerse en ridículo corriendo.
Ludmila llegó al vagón del guarda y asomó la cabeza por la puerta. El guardia casi chocó con ella al salir al andén.
– Soy cliente del servicio del pan -dijo ella, jadeando-. Tengo que suplicarle que me lleve.
– ¿Qué vagón del pan? -El guardia pasó al lado de ella y contempló el andén.
– El de Ublilsk.
– ¡Bah! Ése ya ha pasado a la historia. -El guardia vio una figura de negro que dejaba atrás el último vagón de carga. Detrás del hombre, un poco más allá en el andén, había otra figura, obviamente un hombre de Dios entrado en años. Probablemente un vidente famoso, con semejante pelo y con aquellas túnicas y las gafas de sol en plena noche.
Ludmila echó un vistazo al interior del vagón.
– No voy lejos, y no seré mala compañía.
El hombre del traje negro llegó resoplando. Ludmila no se volvió, pero le dirigió una mirada suplicante al guardia. Éste saludó con la cabeza al sacerdote y se volvió hacia ella.
– ¿Viaja usted con estos religiosos?
Ludmila se dio la vuelta hacia el desconocido.
– Sí -dijo.
– Bueno, pues no llegarán lejos si se quedan fuera del tren. -El guardia les hizo un gesto para que entraran en el vagón-. Deprisa, venga, no nos pueden ver negociando en el andén. Y se lo digo con voz clara: si viene un inspector, la puedo hacer bajar del tren en cualquier momento.