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Maks siguió el dedo de Ludmila con la mirada. Cogió del suelo la botella de vodka casero y la examinó al trasluz.

– Casi se la ha terminado. Debe de ser menos venenoso que de costumbre. Pilo ha estado timando al alambique. -Levantó la botella y dio un trago largo, saboreando el licor. Luego se volvió hacia su hermana-. ¿Y qué está poseyendo tus sentidos mongoles para que le eches la culpa al dzuz?

– Estoy ansiosa por descubrir las causas, nada más.

– Vaya, ja, y con razón. No quiero ni imaginar lo que va a pasar si está muerto. Y no quiero imaginar lo que le vas a decir a tus madres. Si está muerto, Milochka, no me atrevo ni a imaginarlo.

– ¡Shhh! Te puede oír, y desperdiciar sus últimos pensamientos en cosas tristes. Puede perder la confianza para pelear.

Maks soltó una bocanada de aire como si fuera un escupitajo.

– Por la pinta que tiene, yo diría que la confianza es el menor de sus problemas.

– ¿Qué? ¿Qué? ¡Se ha caído solo! ¡Estaba intentando salvarle la vida!

Mak señaló el cuerpo con la barbilla.

– Pues sálvalo. Venga, sálvale la vida.

– ¡Shhh! ¡Los oídos pueden seguir oyendo después de muertos!

– Creía que le estabas salvando la vida.

El cielo se amorató detrás de Ludmila. Ella arqueó la espalda contra el viento como una criatura que espera problemas, dejó que la lengua de éste le lamiera la ropa y se la pegara al cuerpo y que le azotara la cara con su propio cabello. Por debajo, en el vórtice de aquellos azotes, y a la sombra de sus ojos, asomó la punta rosada y brillante de una nariz, como una gota caída de una vela caliente. Una lágrima descendió por la misma, en busca de la calidez de un orificio nasal, pero acabó arrastrada por el viento y chispeando como el hielo.

– Tenemos que llevarlo a la ciénaga. -Ella sorbió por la nariz.

Maks le dedicó su mirada más insultante.

– Qué idea tan maravillosa has tenido, vamos a hacer que parezca todavía más un crimen para que los dos nos podamos llevar las culpas. Por esa idea te van a dar un premio.

– No tires mierda en mi dirección, Maksimilian. Pedazo de ganso. Sólo digo que hagamos lo más humanitario.

– ¡Ja! ¡Vaya caridad! Tirar a un hombre al barro congelado solamente para hacer valer tus ideas femeninas subnormales.

– Bueno, puede que tenga unas últimas palabras que decirnos.

Maks contempló el cuerpo del viejo.

– Esto es todo lo que tenía que decirnos. Un hombre tan ingenioso que le costó cincuenta y nueve años decirnos esto.

– Pero podría firmar algunos cupones.

– ¡Ja, sí! Llévale una pluma al barro. -Maks exhaló una nube de vaho en dirección a los cielos-. Bueno, eres tú la que lo está salvando.

– Yo no he dicho que lo esté salvando, he dicho que lo podemos llevar a la ciénaga si tú me ayudas.

– Y por supuesto, en virtud del mayor milagro de la historia, guardado en secreto en las tetas de las mujeres, el barro lo salvará.

– Mira, si no te gusta la idea de intentar todo lo que se pueda hacer para salvarlo, entonces tú mismo se lo puedes decir a las madres. -Ludmila se puso de rodillas para limpiar el cuello de la camisa de su abuelo-. La cara ya se le ha puesto del color de la sopa de remolacha. -Fuera de la vista de Maks, en un hueco que la nieve formaba alrededor de la cabeza, exploró la garganta de Aleksandr con las yemas de los dedos. Se había tragado el guante con los dedos por delante, mientras que la parte de atrás se le había quedado formando un bulto sin engullir. Mientras Maks se acercaba, ella intentó cerrarle la boca, pero se encontró con que era del todo imposible. El sudor le hizo venir otro escalofrío.

Maks miró hacia abajo con el ceño fruncido.

– A un ruso se le puede poner la cara como sopa de remolacha. O a un ucraniano. Pero no a uno de los nuestros. Si quieres saber lo que pienso, le ha estallado el corazón. Le ha estallado el corazón y se le ha subido toda la sangre, está claro.

– Entonces cógele las piernas. Lo podemos envolver en tela y acostarlo sobre el barro, a oscuras, donde la conciencia sobrevive más tiempo. Después le podemos coser ojos y dedos nuevos al cuerpo, es verdad. Espera mientras le envuelvo la cabeza con mi abrigo.

– Guárdate tus milagros mujeriles para la cola del pan.

– Pero hay que evitar que muera. -Ludmila se quitó el abrigo que llevaba encima y lo usó para envolver la cabeza de Aleksandr, atándole las mangas alrededor del cuello.

– Y cierra la boca si lo único que puedes hacer es gimotear como un ruso. -Maks tiró del cuerpo por las piernas hasta la trasera del tractor-. Podemos llevarlo al barro y pegarle las piezas nuevas más tarde, como ya te he dicho.

– ¡O lo puedes llevar a la clínica de Nevinnomyssk!

– ¿Eres estúpida? El tractor necesitaría un mes para llegar a Nevinnomyssk. -Soltando un gruñido, Maks le levantó las piernas al viejo y las colocó sobre las horquillas del tractor.

– Quería decir que subiéramos el tractor en el tren… y lo lleváramos a la clínica en tren.

Maks le dedicó una mirada mordaz.

– Intenta, por favor, por mí, recobrar tu sentido común de enano. Si tuvieras ni que fuera un solo ojo en la cara, habrías observado que no respira. ¿Crees que va a contener la respiración de aquí hasta Nevinnomyssk? ¿Y que la clínica lo va a rellenar de aire como si fuera un neumático? Y piensa en las maldiciones que lanzarán tus madres si transporto el cadáver lejos de ellas.

– Bueno, pero…

– Además, el tren ya ha pasado.

– Ése era el tren del pan. Hoy pasa el tren grande. -Ludmila fue a ayudar a Maks a colocar el cuerpo sobre las horquillas-. Ten cuidado, si es que le ha explotado el corazón.

– Te digo que todavía no le ha explotado. ¿Por qué no escuchas? Ha tenido una burbuja en la cabeza. O un gusano. Si lo podemos poner de pie, el flujo de la sangre lo arreglará. En el caso de los gusanos, es sabido que no pueden subir. Podemos atraparlo en el cuello.

– ¡No le destapes el cuello!

De la nieve se levantó un polvillo de nieve, solamente para que el viento lo dispersara. Y tal vez en aquella meseta congelada les pasaba lo mismo a las almas que intentaban elevarse del cuerpo. Ludmila se arrebujó en la ropa de abrigo que le quedaba. Mientras sentía un escalofrío pequeño y rígido se imaginó que se marchaba a la carrera, que corría hasta un lugar donde la gente ponía hierbas en las repisas de las ventanas solamente para que oliera bien y donde había vida como para mantener a un payaso infantil. Miró en dirección al horizonte y cerró los ojos. En el escenario de sus sueños tenía un apartamento de color yema con zócalos. Su príncipe pisaba con calidez el umbral todas las noches. Ella le ofrecía un regalo, en sus sueños, de carnes de primera calidad envueltas en papel encerado, o de una tarta favorita que le había regalado con un guiño su colega Katyrine, o Debie, o Suzan, o como se llamaran las chicas extranjeras que compartían con ella los ojos en blanco y las risitas burlonas de la jornada en las oficinas iluminadas por el sol donde ella trabajaba. Haría de secretaria, o tal vez incluso de administradora, ya que podía ser lo bastante huraña. Hombres grandes y limpios de manos cuadradas trabajarían junto a ella y se maravillarían de lo mucho que progresaban bajo su tutela.

Pero lo que vio al abrir los ojos fue el Distrito Administrativo Cuarenta y Uno de Ublilsk: una zona despoblada, montañosa y azotada por el viento cuyas fronteras cambiaban todos los días debido a la guerra. Ni era todavía un país ni tampoco una provincia. Era un limbo donde los ruidos resonaban con tanta claridad como monedas tiradas en una catedral, y donde el fuego de mortero marcaba los pulsos de una docena de repúblicas en ciernes.

Maks se volvió hacia su hermana y escupió sobre la nieve.

– Pues mira lo que has hecho. Estamos condenados.

– Cierra la bocota, ha sido más bien tu pereza la que lo ha debilitado. ¡Mírate, hasta tienes que gastar combustible del tractor para recorrer esta distancia tan corta!

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