– Es Gregor -dijo una voz en el interior. Era Lubov.
Ludmila entró.
Los gemelos Heath la siguieron.
– ¡Quietos ahí, identifíquense! -Abakumov se despertó de repente en su silla.
Los gemelos no le hicieron caso y corrieron hasta el fogón.
– ¡Milochka! -Irina fue correteando hasta su hija y empezó cubrirla de besos. Olga comenzó a berrear y a servirles comidas a los santos con las manos. No comidas amargas, sino dulces. En pleno revuelo de saludos, de comidas y de poner los ojos en blanco, nadie prestó atención a los dos desconocidos durante un momento.
Abakumov se los quedó vigilando, mirando de arriba abajo el traje negro que llevaba uno y lo que parecían ser las túnicas reunidas de los tres Reyes Magos que llevaba el otro, además de su pelo apelmazado. Enarcó una ceja al mismo tiempo que Lubov, que permanecía huraña en la oscuridad. Miraron cómo los hombres se desplomaban en el suelo, intentaban sentarse y por fin caían junto al fogón, con las cabezas apoyadas en sus bolsas.
– O sea, que ésta es la hija pródiga.-Abakumov caminó lentamente, dando un rodeo al grupo de mujeres-. Está claro que ha viajado desde muy lejos para traer a estos religiosos a la chabola de ustedes. Pero no puedo decir que eso mejore su situación.
– ¿Éste quién es? -le preguntó Ludmila a sus madres en Ubli.
– Un inspector del Estado -dijo Irina.
Ludmila miró al hombre de arriba abajo y pasó por encima del torso de Blair para quitarse el abrigo y colgarlo detrás de la puerta, como si la estuvieran llamando sus tareas de costumbre.
– Sí -continuó Abakumov en ruso-. Soy el inspector del Estado. Antes de que yo evalúe la situación que tenemos aquí, en caso de se les escape a ustedes algún detalle de la misma, debo comentar algo sobre el estado de estos hombres que tienen aquí y que aparentemente son sacerdotes. ¿Cuál es su procedencia, y por qué tienen un aspecto tan maltrecho?
Ludmila bajó la vista. Los ingleses estaban tirados a los pies de ella como montones temblorosos de ropa sucia.
– Hay una guerra, por si no se ha enterado. Les han quitado los abrigos y los gorros a punta de pistola. Hemos tenido suerte de escapar vivos.
– Ya veo. -Abakumov se acarició la barbilla, examinando a los hombres-. Y yo me pregunto: ¿qué hombre robaría el gorro de un clérigo y te dejaría los dos abrigos que llevas?
– Ja, el hombre por el que pregunta es un soldado gnezvarik, tal vez una persona que no está en el círculo de conocidos de usted. ¿O es que se imagina usted que el tipo se iba a luchar al frente vestido de mujer?
Olga soltó una risita, henchida de orgullo de que su lengua tuviera una sucesora tan aventajada.
Aquella bienvenida espoleó a Ludmila a continuar.
– Tal vez tendría que haberle ofrecido al hombre mi pañuelo y mi ropa interior, en lugar de la ropa de los sacerdotes, porque después de todo…
– ¡Ya basta! -dijo Abakumov en tono cortante-. Veo que eres igual de difícil que el resto de tu familia, cuya barbarie ya me ha dejado embotado del todo.
– Pues no debe de haberse quedado lo bastante embotado, si me lo encuentro merodeando en mi casa a altas horas de la madrugada. -Ludmila se puso de pie junto a los ingleses, irradiando determinación por los ojos-. Debe de ser un hombre de grandes arrebatos para que yo me lo encuentre en semejante situación. No puedo culpar a estos hombres por esconder las caras en el suelo, después de ver una vergüenza como ésta. ¡Un inspector, acechando solo en una casa llena de mujeres indefensas!
– ¡Silencio! -La cara de Abakumov empezó a enfurecerse-. Estoy en pleno proceso de llevarme a esas que llamas tus madres, y a la niña, por crímenes contra la naturaleza, y de paso contra el Estado. A menos que me muestres razones para que yo no proceda a ello de inmediato, lo que tendrías que hacer es apartarte a un lado e irte haciéndote a la idea de ir con ellas.
Ludmila se quedó un momento pensativa y frunció el ceño.
– Entonces debería usted proceder mientras estos hombres tienen la cara escondida. En este mismo momento. Porque si ellos ven que les arrebatan el incentivo de su viaje, está claro que llamarán a los demás hombres que los siguen, con consecuencias que no se van a quedar cortas.
– ¿Y por qué razón iba a pasar eso? Tengo la sensación de que me estás pintando la cara como si fuera un payaso.
– ¡Ja! ¿Y por qué iba a necesitar que se la pintaran dos veces? -Ludmila se dedicó a hurgar en la bolsa que Conejo tenía debajo de la cabeza, mientras Olga se mecía y parloteaba jovialmente en su silla. Cuando Conejo se movió, Ludmila le metió la mano en la chaqueta, buscando el bolsillo interior, y al cabo de un momento sacó su pasaporte británico.
A Abakumov se le dilataron las pupilas. Bajó la vista y se mordió el labio.
– Vaya -dijo, mirando a las mujeres por turnos-. Vaya, vaya. Ha presentado usted dos incógnitas más en esta ecuación. Me temo que me van a matar ustedes con todo este trabajo. Apártense mientras llevo a cabo una comprobación de las identidades de estos hombres. Con un suspiro, el inspector se puso a hurgar en los bolsillos de los hombres. Encontró la cartera de Blair y sacó una tarjeta de débito-. Mira por dónde -dijo-. Subagente Kaganovich, tenemos que irnos al almacén y llamar a las autoridades pertinentes. -Abakumov sostuvo la tarjeta como si fuera un espécimen de laboratorio mientras se dirigía a la puerta. Lubov se unió a él. Se volvieron como un solo hombre para dirigirse a los ocupantes de la sala-. Que ninguno de ustedes abandone el lugar. Voy a hacer que vengan más hombres de la oficina regional para que nos ayuden a desalojarlos. Pero también les digo, para ser totalmente justos, que si después de mis comprobaciones, y de mi posterior regreso aquí esta misma mañana, se verifica que estos extranjeros han venido a ayudarlas de la forma financiera adecuada, que es la única forma posible, de hecho, y cuyo alcance voy a comprobar telefónicamente ahora mismo, entonces es posible, y solamente digo «posible», que la situación de ustedes pueda mejorar un poco. -Recorrió la penumbra llena de humo con la mirada, deteniéndose en todas las caras por turnos-. Y recemos porque sea así, por el bien de ustedes.
– Y recordad -dijo Lubov, mientras Abakumov abría la puerta- que Gregor anda por ahí fuera, y que Karel no puede andarle muy lejos. Decidles que nos esperen aquí, que no tardaremos mucho. -Y diciendo esto, se alejó maliciosamente hacia el escalón y cerró detrás de sí dando un portazo.
Olga, Irina y Ludmila permanecieron en silencio en medio del humo hasta que el crujido de los pasos se desvaneció a lo lejos. Luego Irina echó un vistazo a los ingleses, que empezaban a moverse un poco, y desvió una mirada húmeda hacia Ludmila.
– Llevamos noches y días enteros con estas sanguijuelas en casa -dijo-. Y a los diez minutos de llegar tú ya las has dispersado como a escarabajos a golpes de escoba. Tu casa te da la bienvenida, Milochka.
Ludmila desapareció debajo de otro manto de abrazos y comidas dulces para los santos. En plena erupción de murmullos y gemidos, las mujeres no oyeron cómo se abría la puerta. Solamente la oyeron cerrarse de un portazo. Todas se pusieron rígidas. Cuando se separaron, se encontraron en el umbral a un demacrado Maksimilian, con el rifle de Gregor colgando del brazo.
Él apenas les echó un vistazo, sino que marchó pesadamente entre temblores hasta el fogón, apartando de una patada las piernas de los ingleses al pasar.
– ¡Ja! ¿Y cuánto tiempo creíais que iba yo a esperar en la montaña a que vaciarais la casa de enemigos? ¡Me sorprende que no os hayáis casado con ellos y los hayáis invitado a vivir aquí, si lo que queríais era que yo me muriera de frío!
– Cierra la bocota -dijo Olga-. Tu hermana los ha hecho correr como si fuera cachorros en busca de leche. Tienes suerte de poder entrar.