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– Sí, menuda empresa tan importante, la oficina… Menuda operación global, la oficina, con su gato. Y a todo esto, ¿qué le ha dado a tu cerebro de mongola para que te dé por poner un gato en la oficina? No es ninguna granja infantil.

– Le dará un aire acogedor. Será un sitio más acogedor… recuerda lo que dijeron los médicos.

– Ah, ah, claro… me había olvidado del procedimiento médico de emergencia que dice que hay que comprar un gato para el Inglés, y que tenemos que poner una alfombra de cacas y meados en nuestro lugar de trabajo.

– Escucha lo que te digo: como hoy me pongas las cosas demasiado difíciles te cancelo la Mastercard. -Ludmila pagó el gatito y, mientras Maks resoplaba y mascullaba, le pidió unas cuantas cosas más a la dependienta, entre ellas un cajón para llevar al animal, con un tapizado de corazones. Maks puso los ojos en blanco.

Después puso una mueca de enfado, mientras le tocaba llevar al gatito en su cajón tapizado por la calle principal. Ludmila le echó bronca por zarandearlo y por amenazar con rizarle el pelo. Otra ráfaga de mal humor se hizo presente cuando Ludmila aminoró la marcha frente a la entrada de la tienda de alimentación de Sainsbury's y le dijo a Maks que la esperara fuera.

– Ja, sí -escupió-. Yo sostengo al gato en la calle, aquí, junto a la parada del autobús, entre los gritos de las sirenas que probablemente están viniendo hacia aquí, entre los disparos de la policía antiterrorista, para que el bicho pueda completar su viaje al Paraíso sin comida ni agua por culpa de tu ahora patológica relación con las tiendas.

Ludmila no le hizo caso durante un momento lo bastante largo como para hacerle sentir que no le estaba haciendo caso. Y luego dijo:

– Vamos a necesitar algo para comer en el tren.

– Bueno, pero seguramente en el tren se puede comprar comida, ¿no?

– Sí, probablemente cuatro veces más cara. ¿No creerás que voy a pagar los precios del tren?

– Pues no, claro, con lo pobre que eres. Eres tan pobre que solamente te pueden permitir gatos y accesorios para gatos. De hecho, ¿por qué no compras un poco de salsa para echarle al gato? Salsa, o pasta para rebozar: podríamos comer Kentucky Fried Gato, el menú familiar, pero con pelo…

Pero Ludmila ya no estaba, la había absorbido la trampa cegadora que era la puerta del supermercado. El rojo de su vestido se empapó de luz y se evaporó como si se dispersara en un Paraíso resplandeciente.

Ya era casi la hora cuando Maksimilian llegó por fin derrapando con el BMW a la gravilla que había detrás de la oficina. Saltó de su asiento, activó la alarma para desactivarla a continuación, y dejó a Ludmila intentando esconder el cajón del gatito debajo de una bolsa de la compra. Blair iba sentado en silencio en el asiento de atrás.

– Se va a poner a chillar en cuanto entre en el coche -la avisó Maks por encima del hombro-. Ofendes la inteligencia si piensas que vas a mantener en secreto algo tan ruidoso durante todo el trayecto en tren al Norte.

– ¡Ja! ¡Y eso me lo dice la misma boca que me ha estado diciendo que estaba muerto!

– Te lo digo. Hasta muerto va a hacer ruido. Así de estúpidos son. ¿Por qué crees que ya no viven en estado salvaje? -Maks desapareció a través de una puerta de seguridad que daba a un vetusto edificio industrial de dos plantas. Subió por un tramo de escaleras de linóleo y tomó un pasillo enmoquetado y lleno de aire bochornoso. De una radio venía flotando la retransmisión de un partido de críquet, y el ruido acompañó a Maks hasta un despacho pequeño y dividido en dos cubículos. Sus inmediaciones estaban atiborradas de cajas de cartón, montones de papel, una resma de bolsas de plástico y dos expositores para puntos de venta de teléfonos móviles.

– ¡Inglés! -Maks repiqueteó con las llaves en la ventana de un cubículo-. ¡Grandes crojones!

La figura que estaba encorvada detrás de uno de los cubículos tardó un momento en contestar. Dos manos blancas dejaron con cuidado un fajo de papeles. Una mano se elevó para acariciarse el pelo blanco y muy corto de la cabeza. Después la figura se dio la vuelta en su silla, con un par de gafas oscuras selladas a la cara como si fueran protectores para soldar.

– Eso, cojones -dijo con un suspiro.

– ¡Crojones giripollas puta inglés! -Maks hizo un gesto a través de la ventana-. ¡Capullo!

– Muy bien. -El Inglés se preparó para levantarse con esfuerzo de la silla-. A ver si se me entiende. ¿Millie está contigo?

– En coche. ¡Deprisa, crojones!

– Muy bien, muy bien. -El Inglés arrastró los pies hacia la puerta y se volvió para apagar su lámpara y recoger su cartera de colegial del gancho donde la tenía colgada, junto a la mesa-. Conecta tu cerebro, por el amor de Dios.

Tanta era la fatiga del Inglés que no se dio cuenta de que en una de las bolsas de la compra que Ludmila llevaba en el tren se oían movimientos y maullidos. Ni siquiera después de que dejaran atrás la estación de King's Cross, después de que los emplazamientos militares dieran paso a la campiña y los tres quedaran sentados en el silencio suavemente vibrante de su vagón.

– Inglés, ¿hemos conseguido para la paga? -preguntó Ludmila.

– Sí -dijo Conejo-. Te vas a llevar unas novecientas libras, después de pagar a todos.

– Ja.-Ludmila se volvió hacia Maksimilian, hablando ubli-. Y si dejaras de pasearte en el coche como un chulo por toda la ciudad, y fueras a recuperar la deuda de Fone-Bay, podríamos llevarnos el doble.

Masks dio un golpe de barbilla hacia arriba.

– Bueno, si me puedes dar una pista de en qué momento del calendario eterno de la Tierra van a revisitar su local abandonado, yo iré y les aplastaré algo que se parezca a sus cabezas.

Ludmila contempló con el ceño fruncido a través de la ventana las vetas y destellos de formas industriales de color claro y salpicadas ocasionalmente de gris militar.

– Y te lo voy a volver a decir: si no lo rentabilizas, te voy a quitar el coche. ¿Te crees que dirijo una organización caritativa?

– ¿Hay un huevo rebozado? -preguntó Conejo, tanto para matar el gusanillo como para atajar el parloteo en ubli.

Ludmila hurgó en una bolsa de la compra y sacó tres productos envasados. Conejo los examinó con solemnidad antes de coger una empanadilla de carne y patata.

– La empanadilla la quiero yo -dijo Blair.

– A ver si se me entiende. Solamente la quieres porque la quiero yo.

– Bueno, pero la quiero. Dámela.

– Tú ha pedido huevo rebozado, Inglés -le recordó Ludmila en tono maternal.

– Sí. -Blair estiró el brazo por encima de la mesa-. Tú has pedido huevo rebozado, no empanadilla. Dame la empanadilla.

Conejo soltó un suspiro fatigado y empujó la empanadilla en dirección a Blair.

– Y también quiero el huevo rebozado. -Blair rodeó la empanadilla con un brazo protector.

– Pues no lo vas a tener -dijo Conejo-. Es mío.

Ludmila barrió con la mano la empanadilla y el huevo al interior de su bolsa de la compra, hizo una bola con todo y lo dejó en el suelo.

– Pues ahora ninguno tiene nada. Lo que vais a hacer es callaros.

– A ver si se me entiende… -Conejo se reclinó en el asiento con un suspiro.

A Blair le empezó a temblar el labio.

Un silencio tenso acompañó al grupo hacia el Norte y luego en el interior del taxi a Albion House. Durante todo aquel tiempo, el gatito estuvo maullando y por fin se lo mostraron a Conejo. Él lo acarició y se lo acabó dejando a Blair después de que éste se pusiera muy pesado.

Ya era la hora del té cuando llegaron al centro. La enfermera jefe atrajo al gatito a su despacho con un platillo de agua y entre tanto Conejo fue a ponerse en el sitio donde él y Blair solían ponerse entre las comidas: en el rincón que el vestíbulo formaba con el salón verde, desde donde se veía el pasillo que llevaba a las cocinas. Pasó allí un rato igual que la gente normal en sus sitios familiares, los sitios habituales, como si esperara un autobús que hubiera estado cogiendo todos los días durante treinta y siete años. Permaneció de pie y pensativo como alguien que rememora las fases de su pasado con vergüenza y congoja, consciente de que recordaría ese momento con incomodidad.

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