Era un gran día en Albion House. Una reunión de antiguos internos que coincidía con el quinto aniversario de la privatización. Al olor a antiséptico se le añadía una capa de sentimiento festivo, una sacarina especialmente diseñada que les confería a los residentes cierta coquetería resuelta. Su diseñadora era la enfermera jefe. Tenía mucha práctica en aquello, ya que los domingos en la institución eran tradicionalmente el día libre. Así pues, mientras que normalmente en los salones de techos altos del centro resonaban ruidos metálicos y repiqueteos, los domingos traían a Frank Sinatra. Una pátina poco frecuente recubría aquellos días. Frank Sinatra fluía desde altavoces de baja calidad por los salones de museo de Albion House y a través de las ventanas de guillotina siempre parecía que brillaba una luz saturada. O por lo menos, se hacía visible en el final del día.
También aparecía un estado de ánimo, un alivio, parecido al de un estadista anciano que ha sobrevivido a intrigas atroces, o al de los estudiantes en su último día de la universidad, una calidez y una nobleza que no se experimentaban habitualmente. La música, y la relajación de la rutina que ésta conllevaba, hacía que los residentes se deslizaran como si estuvieran hechos de seda, con la sensación de que formaban parte de un flujo global más amplio. Hasta la enfermera jefe estaba relajada los domingos. Solía llevar un vestido sencillo de lana y una chaqueta de punto con zapatos de lo más sobrio. En la cara le brillaban volutas de maquillaje que le conferían ese punteado de las pinturas a medio restaurar.
La enfermera jefe estaba orgullosa de su atmósfera de los domingos. Desde fuera de aquellas paredes grises podría parecer una triste imitación de la normalidad, pero la emoción relajada de aquellos días era una auténtica perla de espíritu humano en todos los sentidos.
Conejo se empapó del viejo sentimiento de los domingos desde su sitio junto al vestíbulo. Era uno de los típicos domingos de la enfermera jefe. Y además… había globos.
Con todo, le vino un estremecimiento. Era porque no se sentía parte de nada. Ya no formaba parte de la comunidad de Albion House. Y seguía sin ser parte de ninguna comunidad de fuera. Estaba solo en el extremo oscuro del vestíbulo, mirando cómo Ludmila y Blair contestaban las preguntas de la enfermera jefe, bañados en la luz de la entrada. Con todo, seguía sintiéndose intranquilo, y se dio cuenta de que seguiría así hasta que se cruzara con alguno de sus antiguos compañeros de residencia. No veía a nadie de los viejos tiempos. Tampoco nadie esperaba que él volviera, aunque sabían que aquel día también se oficiaba un breve servicio en memoria de Blair.
Finalmente se le acercó la enfermera jefe, trayendo de la mano al pequeño Blair Alexsandr.
– ¿Qué pasó con el código de colores? -ladró a modo de saludo-. Vas a hacer que te castiguen, vistiéndolo así.
– ¿Cómo? -Conejo se cayó de sus reflexiones.
– Hace más de un año que prohibieron el rojo en las escuelas y tú te presentas aquí, en un entorno sanitario que ya tiene problemas antisociales de por sí, exhibiendo a este pequeñín como si fuera una luz roja de ambulancia.
– Bueno, Enfermera Jefe, no lo he vestido yo. No es mío, ¿sabe? Lo ha vestido su madre para ir a juego con ella.
– Bueno, pero la chavala no se entera de nada, no es de aquí, Conejo. Sinceramente, tienes que ejercer algo de influencia, no puedes dejar que las cosas pasen sin más. Y ahora que no está tu hermano, tendrías que prestar más atención al niño. Al fin y al cabo te casaste con la chica, por el amor de Dios: por lo menos intenta hacerte cargo de las cosas.
– Bueno, pero fue un asunto de inmigración. A ver si se me entiende, la quiero con locura, pero solamente estaba intentando hacer lo más decente dadas las circunstancias. No he dormido con ella ni nada.
– En serio, Conejo, ¿qué vamos a hacer contigo? No he conseguido que los bedeles se espabilen desde que ella ha entrado por esa puerta, te mereces una paliza por echar a perder una chica tan guapa. Una puñetera paliza, es lo que te mereces.
– Bueno, pero enfermera jefe, a ver si se me entiende…
– No es antihigiénico, Conejo, así que no empieces. Es lo que mueve el mundo.
– Pues no iba a decir antihigiénico, mire.
– Vaya, ella no va a ser extranjera para siempre, ¿verdad? Puede que no sea de aquí, pero ya aprenderá, créeme. Por el amor de Dios, empieza a aprovechar tu vida: hay muchos hombres que matarían por estar en tu sitio.
Ludmila echó a andar con la espalda bien recta hacia la pareja que hablaba en susurros. La luz trazaba líneas exquisitas en sus mejillas y destellos cegadores en sus dientes. Maks la seguía con aire de enterrador, intentando terminar una conversación en ubli.
– Te lo digo -dijo-. Podrías comprar la fábrica de hélices de nuestro pueblo: es por lo menos tan grande como este sitio y podríamos llenarla de tarados como éstos. Aquí deben de estar ganando una cantidad de dinero fabulosa.
– En el nombre de los santos, ¿es que no puedes abrir la boca sin insultar a nadie? -Ludmila sonrió mientras la enfermera jefe la veía acercarse-. Además, el lugar necesita médicos y otras muchas más cosas que no hay en un edificio normal. Y necesita un gobierno que pague: ¿o es que has creído por un momento que el gobierno gnez varkuzhnisk daría dinero por un lugar como éste?
– ¡Ja! ¿Médicos? Si tuvieras medio ojo en la cara verías que esta gente está perfectamente sana. Un poco revuelta la cabeza, nada más. Lo único que necesitan son unas cuantas gachas y un televisor.
La pareja llegó al rincón donde estaban Conejo y la enfermera jefe, con el pequeño Blair meciéndose de la mano de la enfermera como si fuera un monito. Ludmila se volvió para decirle una apostilla entre dientes a Maks:
– Y si no puedes hablar en inglés, cierra la bocota.
– ¡Ja, voy a rajar en inglés para hablar con kazajos y bengalíes!
– ¡Shhh!
El grupo echó a andar por un pasillo largo. Por el mismo se acercó caminando pesadamente Gretchen, una cara familiar de los tiempos de Conejo. Cada doce pasos se pegaba un bailecito. Un meneo del trasero, acompañado de empujones y tirones con los puños a los costados, como si estuviera manejando palancas. Luego, justo antes de reanudar su caminar, enseñaba por encima del hombro una sonrisa de confianza inocente.
Pasó junto a Conejo sin verlo.
El grupo se dirigió a la sala de actividades, donde había un pequeño grupo de invitados en medio de un calor que doblaba los bordes de los sándwiches de un buffet. Los residentes estaban excluidos porque se servía ginebra, además de vino y cerveza tibia.
Junto a la ginebra estaba Donald Lamb.
A su lado se movía con gestos nerviosos un hombre más joven, cuyo parpadeo atento lo delataba como el ayudante de Lamb.
Lamb les dedicó una amplia sonrisa cuando Conejo y Ludmila entraron en la sala.
– Hola, hola -canturreó, y se les acercó para saludarlos. Se agachó un momento para hacer un comentario sobre lo alto que estaba Blair y sobre su ceño ferozmente fruncido, y después se puso a conversar en tono afable con Ludmila. Y cuando la Enfermera Jefe se alejó por fin para mezclarse con los demás invitados, y Ludmila y Maksimilian llevaron a Blair a que examinara el buffet, Lamb y Conejo probaron la ginebra. La bebida conspiró con la luz del sol, y con el ruido de las abejas y de las moscas, para provocar una conversación sobre el partido de test de aquella mañana en el campo de críquet de Lord's. Y aquello dio pie a pensamientos más sensibles, que era lo que los aires de la jornada parecían demandar, o por lo menos permitir.
– Siempre he querido preguntarle -dijo Conejo- si fue una estratagema, lo de mandarnos al extranjero de aquella manera.
– Yo no diría eso -dijo Lamb-. No lo diría en absoluto. No quiero meter el dedo en la llaga, pero la situación es realmente más complicada. La privatización es un asunto muy turbio. Impredecible. Digamos solamente que tuve la sensación de que sería mejor, para los intereses de vosotros dos que os encontrarais lejos de la mirada del público.