– Se ha caído redondo -dijo Ludmila entre sollozos-. Acababa de encontrarlo cuando se desplomó.
– ¿Respira?
– No.
– Y ya es demasiado tarde para llevarlo al barro. Oh, santos del cielo. Oh, mis santos.-Irina separó sus tobillos, parecidos a troncos de roble, para no perder el equilibrio. Levantó la vista hacia Ludmila, frunció el ceño y la señaló-. Y enséñame tu cara ahora mismo.
– Te digo que se ha caído redondo con su botella.
– ¡Enséñame tu cara! -Irina agarró a su hija del abrigo y la atrajo hacia sí. Sus ojos se posaron fugazmente sobre el resplandor dolorido que tenía en la mejilla-. Y no dejes que el día se trague ninguna historia. Ya me las estás contando todas.
Ludmila se metió la mano sin guante debajo del brazo y se quedó allí jadeando balas de niebla.
– Me he resbalado mientras subía, y luego, nada más verlo, ya te digo…
– ¡Bah! ¡No me digas ni una palabra más!
Ludmila se quedó callada. Cualquier cosa que dijera únicamente completaría un circuito de callejones sin salida. Lo que hizo fue concentrar su mente en Misha Bukinov, en sus manos sensibles y en cómo ella iba a escaparse al abrigo de su calidez.
La niña de seis años, Kiska, acudió como una avispa al néctar del dolor. Sus ojos se abrieron como platos, examinando cada rincón de la escena, ansiosa, como todos los niños de la zona, por aprender dónde podía conseguir su propio dolor cuando llegara el día. Maks apagó el tractor con un traqueteo y fue dando zancadas hasta el umbral de la cabaña. Detrás de él un último charco de luz del sol se derramó bajo el horizonte.
– O sea -Irina sorbió por la nariz-, que ha llegado el día.
– Antes de que os pongáis a pedir mi consejo -Maks frunció el ceño-, os diré directamente que los teléfonos móviles son la respuesta. Comerciando con un producto así, fabricado principalmente gracias a muchas horas de inteligencia y pensamiento astuto, y que no depende de la malicia de la tierra ni del clima, ni de las contracciones impredecibles de la tripa de un animal, puedo estar aquí para protegeros ahora que la casa se ha quedado sin hombre.
Las mejillas de Irina se ruborizaron como un pulpo al que le dieras una palmada.
– ¡Su corazón apenas se ha enfriado y tú ya me estás pintando el cielo en la Tierra!
– Lo único que intento decir…
– ¡Y qué dinero vas a usar para comprarlos! ¿Y quién demonios queda para marcar el número en vuestros teléfonos? ¡Tienes razón en que la casa se ha quedado sin hombres!
– ¡No hay otro trabajo!
Con el dedo, Irina rasgó un agujero en el viento.
– Mira esta tierra y dime que no hay trabajo. ¡Mírala! ¡Golpea, mata y come, Maks!
Maks era lo bastante listo como para quedarse callado. Sus ojos irradiaban bilis en el crepúsculo.
Olga salió flotando por la puerta y absorbió a Kiska dentro de sus faldas como si éstas fueran una ameba de lana. Soltó un chillido al ver el cadáver de su marido y lanzó las manos ahuecadas al cielo con gesto desesperado, es decir, les «sirvió a los santos una cena amarga». Pero aunque la imagen daba pie para berrear durante un año, su reacción fue breve. Fue así, y gracias al hecho de que sus ojos se convirtieron en agujeros hechos con el dedo en una empanadilla, y al mascar inane que se produjo detrás de los pelos de su barbilla, la familia supo, sin esperar a que pasara otra nube, que tenían que decidir cómo vivir sin la pensión de Aleksandr.
Maksimilian se movió como un látigo de músculos, arrastró un bidón de combustible hasta colocarlo a sotavento del tractor, encendió varios bloques de boñiga dentro y trajo sillas del cobertizo. A fin de consultar a Aleksandr y presentarle sus respetos, las madres desplegaron las sillas en forma de semicírculo alrededor de su cuerpo. Maks se sentó en el estribo del tractor. Los Derev compusieron una Natividad sombría, que lanzaba nubes de vaho hacia el cielo de color púrpura.
Mientras se sentaban, Misha Bukinov debía de estar llegando a las dunas. Ludmila miró a su alrededor. La letrina era visible desde la mayoría de los rincones del patio. Ella no tenía dónde ocultarse, ni tampoco le quedaba ninguna excusa para escabullirse.
– La casa necesita un hombre, Iri -dijo Olga-. Mira lo que está pasando en el Cuarenta y Uno. Somos cuatro mujeres solas, y los únicos visitantes que hay por aquí van armados.
Maks levantó la cabeza la mitad de la altura a la que la levantaría si le pidieran que asumiera el control. Sacó pecho, esperando.
Irina levantó la vista al cielo y frunció los labios como si quisiera absorber una respuesta de la ventolera.
– Pero en estos distritos un hombre no trae más que trifulcas y apetito. Está claro a mis ojos que esta casa por sí misma no va por buen camino. Uno de nosotros tiene que ir a buscar trabajo a la fábrica de municiones de Kuzhnisk. Tiene que ser Maksimilian, que los santos nos ayuden. ¿Quién más va a ser?
Olga medio escupió y medio sorbió la respuesta a través de varias capas de labio y carrillos.
– Bueno, a Maksimilian no lo podemos enviar. Es un botarate, sería como atar su nómina a un cohete y dispararla al sol. Y además los soldados lo atraparían antes de que cruzara el puente.
Maks saltó desde el tractor y se alejó hablando por lo bajo y dando zancadas furiosas. Olga dio un golpe de barbilla en su dirección y levantó la voz:
– No, Maksimilian tiene que quedarse para recoger madera y zurullos. Nos resulta útil, igual que un perro.
– Y sale más caro que una boda gnezvar -suspiró Irma-. En fin, no sellemos una decisión así tan deprisa: tiene muchas facetas a considerar, y todavía nos queda el tractor para negociar con él.
– ¡No! -El dedo nudoso de Olga golpeó el aire-. Sellémosla. Tal como están las cosas, tendremos que matar a uno de los animales, o pasar otra noche de hambre. ¿Y quién de por aquí creéis que tiene bastante guita como para comprar tractores? Hagamos una valoración del estado de las cosas, de la siguiente forma sensata: en primer lugar, ¿quién es el mayor? Maksimilian solamente tiene veintiún años, Ludmila tiene veintitrés. Y por ello digo: ved, por favor, lo que está muy claro ante vuestras narices. Ludmila Ivanova es la más adecuada. Y si no la quieren en la planta de municiones, bueno, pues digo yo que… tiene otras oportunidades que explorar. -Olga agarró el pecho más cercano de Ludmila y lo estrujó como si fuera una granada.
– Ah, pero mamá, ¡puede ayudar con otras cosas que no son las tetas!
– ¡Ja! -chilló Olga-. ¡Ojalá los tiempos fueran lo bastante dulces como para que yo pudiera elegir mi trabajo y mi penitencia! Solamente la fortuna señalará lo que ella puede hacer, pero oíd esto: tiene que abandonar sus fantasías y hacer lo posible por salvarnos, y por salvarse a sí misma.
– ¡No pienso enviarla a eso! -Irina agitó el dedo a modo de respuesta.
– Y yo no pienso ir a la planta de municiones -Ludmila sorbió por la nariz.
– Pero no solamente son municiones -dijo Irina-. También hacen productos para la industria alimentaria.
– Sí, y así la planta no paga impuestos. Además, no importa lo que hagan, no pienso ir.
– ¡Cómo! ¡Entonces me estás diciendo que prefieres venderles placer a los camioneros junto a la carretera!
– Tampoco pienso hacer eso. Tiene que haber alternativas a las municiones y al sexo.
Olga lanzó las manos al cielo.
– ¡En qué oscuro día me tienen que tirar a la cara esas frases obscenas! ¡Menuda palabra para la manifestación más baja del amor de Dios!
– Es la palabra científica, mamá -dijo Irina-. La palabra «sexo» no tiene nada de malo, la usan los médicos. Volvamos al tema.
– Ja, bueno. -Olga se levantó de su silla-. ¡El tema para Ludmila Ivanova no puede ser más simple: hará lo que le digamos nosotras!
– Pero pensemos también que es posible que no la cojan en la fábrica. La fábrica ya ha absorbido un río de gente, puede que no cojan a más, sobre todo a gente no cualificada.