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– El alquiler no se paga hoy, se debe el jueves -dijo Ludmila-. Así que eres tú el que intenta aprovecharse de una chica inocente de las montañas, donde un solo día es como la mitad de tu vida, de tantas penurias que trae. -Soltó un soplido despectivo y giró la cabeza.

Y mientras lo hacía, al barman se le cayó la sonrisa de las mejillas. Al cabo de un momento, se arrancó el delantal y salió dando zancadas de detrás de la barra.

– ¡Oh, cielos! -dijo Oksana.

– Pues ven, entonces -dijo el barman-. Con esa boca que tienes, no vas a tener problemas para salir adelante. Lo más seguro es que acabes siendo presidenta de tu propia república, con esa boca.

– ¿Qué? -Ludmila levantó la vista.

– Ven a buscar tu equipaje. Después de todo lo que hemos hecho, das la puñalada. Puedo encontrar a alguien que se muestre más agradecido por la cama y que no siempre se queje por todo. Ahora ven conmigo.

Ludmila estaba sentada con su bolsa en la calle. La nieve caía y le espolvoreaba los hombros y el pelo. Maldijo su orgullo: tendría que haber regateado con el tío Sergei, haberse disculpado y haber replanteado su situación de una forma más positiva. Pero no pasó mucho tiempo maldiciéndose a sí misma, sino que prefirió hacer lo que sabía que era más acertado: maldecir al tío de Oksana. Y a la misma Oksana, que no había dicho ni una palabra en contra del repentino desahucio. «¡Oh cielos!», la imitó Ludmila con amargura.

Estaba sola de verdad, con menos dinero de lo que valía un insulto. Se había comido su último bollo. Y aquello era el final. De pronto, y por primera vez desde que llegó a Kuzhnisk, tuvo ganas de volver a casa. No solamente por Misha, cuya imagen le oprimía el corazón a cada minuto, sino también por el entorno y las rutinas sencillas y familiares de su casa, y específicamente por su familia. Invocó sus imágenes en el frío de la noche. En su mente se volvieron cálidas y maleables. Hasta se le apareció la cara de su padre, ya que, pese a toda su maldad, el hombre había amado a sus hijas y las había consentido, sobre todo a Ludmila, ya que Kiska había sido una sorpresa mucho más tardía y había sido demasiado pequeña para relacionarse con él. Hasta en sus peores momentos, con la ropa acartonada por el vómito de varios días, su padre solía extender una mano temblorosa hacia ella y abrirla para revelar un regalo, tal vez una cinta, o un guijarro del mar Caspio, por donde él deambulaba en busca de trabajo.

Su memoria acabó llevándola al día en que lo habían encontrado con cuatro balas de los rebeldes en la espalda.

Pronto, a las imágenes mentales, se les superpusieron los gemidos y los gritos de Olga e Irina. A Ludmila le brotó una lágrima. Levantó la vista para mirar la calle y se imaginó al estúpido de su hermano Maksimilian acercándosele con andares orgullosos.

¡Milochka! -la llamó él, con el ceño fruncido en honor de su último plan-. Te vas a poner a darme las gracias con besos con lengua cuando oigas el nuevo plan que tengo para nosotros. Y es solamente porque eres mi hermana de sangre que corro el riesgo de hablarte tan pronto de esta gallina de los huevos de oro, porque si alguien se enterara de este plan, está claro que acabaríamos aplastados bajo los pies de mentes más simples.

La mirada de Ludmila recorrió la calle en busca de la silueta de andares chulescos de Maks.

Estaba empezando a asimilar la verdad. Por mucho que se hiciera la dura, no se había acercado mucho a su verdadera misión en Kuzhnisk, que no era otra que salvar a su familia. Misha no era un factor en aquella ecuación, ni tampoco Sergei, ni Ivan, ni Oksana, ni los bollos, el café o el vodka.

Vio el rostro radiante de su abuela al descubrir que las sopas de Kuzhnisk bullían llenas de carnes, y que venían con ensaladas al lado tan grandes como jardines y con un pan negro tan abundante como los escarabajos en el verano.

Mejor será que encuentres vendas y ungüento -diría Irina, mirando de reojo a Olga y su plato lleno de comida-. Tenemos que vendarle ese corte que parece que tiene tu abuela en la garganta.

¡Véndate tus propios cortes! -diría Olga en tono irritado-. ¡Las viejas necesitan comer! Ya no digamos una vieja en un estado de abandono tan avanzado como tú me has dejado. ¿Es que no sabes nada? Los hornos de las viejas no funcionan bien, hace falta más comida para conseguir la dosis de nutrientes de un ratón. Tienes suerte de que no te exija también tu plato, que es lo que tengo derecho a hacer después de recibir una recompensa tan miserable por traer una familia al mundo.

Y así empezarían las viejas discusiones, unas discusiones que pese a todo su veneno, resultaban tan cómodas como pañuelos empolvados, de tantas veces que las habían tenido.

¡Si tuvieras ni que fuera un ojo sano te habrías dado cuenta de que aquel hombre no valía un céntimo!-acabaría diciendo Olga del padre de Ludmila.

-escupiría Irina-, y eso es justamente lo que me dijiste el día de mi boda, ¿verdad? Son las mismas palabras que salieron de tu boca y exactamente en el mismo orden, ¿verdad?

¡En tu boda ya era demasiado tarde para decirte nada, cuando ya habías aceptado como una estúpida casarte con aquel hombre! ¡Qué podía hacer yo más que buscar un recoveco más hondo donde depositar mis lágrimas!

¡Bueno, la verdad es que las depositaste bien, en un lago de vodka!

Y así continuarían las lamentaciones y los golpes a los muebles, las comidas amargas para los santos, que a veces llevaban a los Derev a zurrarse por tonterías y a veces, en los días de mucha suerte, los convertía en una sola fuerza amarga enfrentada a terceros, habitualmente a Lubov Kaganovich, la del almacén.

Pero aquella noche Ludmila no sentía más que un fantasma de la agitación familiar. Un fantasma que se desplegó ante ella con menos fuerza que un copo de nieve al golpear el suelo y después desapareció.

Y ella supo que era un faro que la llamaba.

Iba a viajar a casa. Allí estaría Misha.

– Gregor no está. -Maks estaba asomado a la ventana de la cocina. A su lado, en el suelo, Gregor yacía muerto. Una herida infligida con una palanca brillaba hinchada en la parte de atrás de la cabeza. La palanca colgaba todavía de la mano de Maks.

– Tiene que estar ahí -gritó Karel Kaganovich desde el patio-. ¿Dónde va a estar, si no?

– Se ha ido a esperar al tren -dijo Maks-. ¿O es que crees que iba a dejar a la región entera pasando hambre?

– No creo que haya ido a esperar al tren.

– Entonces no vengas a preguntarme dónde puede estar. Es pariente tuyo, no mío. Te digo que se ha ido a esperar el tren, y si no eres capaz de aceptar eso, entonces no te puedo ayudar.

– ¿Qué habéis hecho con él? -Karel hurgó en la oscuridad del patio con su linterna.

– ¡Menudas sospechas! Te olvidas de que la pistola la tiene él, no yo. ¿Qué iba a hacer yo contra una pistola cargada?

Olga e Irina estaban sentadas en el rincón más oscuro de la habitación principal. Kiska estaba de rodillas entre ellas, jugueteando con el dobladillo de su falda. Olga le hizo un gesto a Maks para que se librara del chaval de los Kaganovich.

Maks se encogió de hombros, impotente, y volvió a inclinarse hacia la ventana.

– ¿No has oído que esta noche han asaltado el tren? Está todo volcado y Misha Bukinov ha muerto. Gregor se ha ido corriendo como un conejo hasta allí a salvar lo que pudiera. Y ha dicho que tú fueras corriendo detrás de él, deprisa, y que lo ayudaras a detener la cascada de panes.

– ¿De qué asalto hablas? -gritó Karel en tono vacilante-. Déjame entrar para hablar contigo como es debido. ¿Y por qué me estás diciendo eso ahora, cuando tendría que ser lo primero que me dijeras?

– Si tienes orejas en la cabeza, entonces escucha bien lo que te digo: no tienes nada que hacer aquí mientras mi familia duerme, lo que tienes que hacer es ir al tren, donde te espera tu primo. Luego no me echéis la culpa a mí si no te has presentado a ayudarle, o si pasa algo terrible porque llegas demasiado tarde. Pienso contar exactamente cuál ha sido tu actitud, y cómo has decidido quedarte aquí poniendo excusas perezosas para no tener que hacer el camino tú solo.

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