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Hubo una pausa mientras Karel enfocaba una vez más a su alrededor con la linterna.

– ¿Quién te ha contado lo del asalto?

– Unos combatientes ubli que pasaban de camino al frente. Nos han dicho que nos diéramos prisa si queríamos pan esta semana, porque los gnezvarik habían volcado el tren. -Maks se volvió hacia la penumbra del interior y miró a sus madres con los ojos en blanco. Echó un vistazo al cuerpo hinchado de Gregor, que seguía tumbado en una posición extraña, encima de un charco de sangre-. Y escúchame con atención -volvió a gritar por la ventana-. Gregor es quien ha recibido la noticia en persona. Ha actuado deprisa, que era lo que tenía que hacer, y no le puedo culpar por su reacción, por mucho que me gustara hacerlo. Ha reaccionado de inmediato marchándose al cruce. Iba apuntando hacia delante con la pistola y se ha marchado directo.

– ¿Y cómo es que no has ido con él?

– ¿Y dejar la casa aquí llena de mujeres, y con una niña de teta?

– ¡Yo no soy una niña de teta! -gritó Kiska a través del humo. Su grito fue respondido por una serie de susurros por lo bajo.

– ¡Aah! ¡Aah! -gritó Karel-. ¿No me decías que toda tu familia estaba dormida? ¡No hay ni una sola palabra que salga de tu lengua que no sea una mentira!

– ¡Ah! ¡Ah! -gritó Maks-. ¿Y tú te crees que alguna familia de la clase que fuera podría dormir con todos los berridos que estás soltando junto a la ventana? ¡Si hasta los muertos se despertarían! ¡El apellido Kaganovich no ha traído nada más que preocupación y pánico a esta casa: Tendría que salir y darte una buena paliza!

Maks, Irina y Olga permanecieron inmóviles, en espera de que de la conversación saliera alguna esquirla de esperanza. Maks podía rechazar al muchacho, porque tenía la pistola de Gregor discretamente apoyada detrás de él. Pero matar al último pariente de un enemigo era abrir la puerta a una batalla a muerte. No solamente eso, sino una batalla que duraría generaciones, hasta que ambos linajes quedaran destruidos. Así que, aunque Maks se sentía tentado de acabar con la situación, se contuvo y esperó a que Karel calculara qué hacer.

Lo cual no iba a ser rápido.

Los Derev intentaron convencer mentalmente a Karel de que hiciera lo más obvio: que se marchara al cruce, un viaje de ida y vuelta que les permitiría a ellos ganar tiempo hasta el amanecer. Entonces los tres Derev intentarían cargar con el gordo cadáver de Gregor y llevárselo lejos, porque Maks había sido incapaz de hacerlo solo.

– Bueno -dijo Karel.

La familia contuvo la respiración.

– Está claro que tengo que volver al pueblo a por el inspector y su coche. Si no, me voy a pasar horas caminando, quizás para nada.

– ¿Cómo que para nada? -gritó Maks-. Ya te he dicho lo que tienes que hacer, en palabras textuales de tu primo.

– Y yo -gritó Karel-, le voy a decir al inspector que pase por aquí primero, para que pueda oír todo esto de vuestros labios. Yo no me voy a llevar las culpas si es mentira, que es lo que supongo. Sí, voy a buscar al inspector. Entonces veremos.

Maks se dio la vuelta y miró a Olga con los ojos muy abiertos. Ella frunció el ceño y dio un golpe nervioso de barbilla en dirección a la ventana.

– Sí -gritó Maks-, y entonces yo le diré al inspector que has sido tú quien ha retrasado toda la operación hasta que ha sido demasiado tarde. Si algo le pasa al pan, y a Gregor Kaganovich, ya sabes a quién le van a cortar los dedos. Así que adelante, disfruta de tu caminata sin sentido mientras piensas en todo esto que te estoy diciendo.

– Puedes estar seguro -gritó Karel.

Cuando el haz de la linterna desapareció por el recodo del camino, la familia se puso manos a la obra. La primera fue Olga, que se recogió las faldas, pasó renqueando junto al cuerpo de Gregor y salió de la cabaña rumbo al trozo de tierra nevada que usaban como aseo.

– Típico -murmuró Irina-. Cojámoslo nosotros, anda… tú cógele de la cabeza.

– No lo despertéis -susurró Kiska-. ¡Podría gritar!

– No va a gritar -dijo Maks-. Tiene un gusano.

– ¿Como el abuelo?

Maks agarró al muchacho de los hombros.

– Mucho peor que el del abuelo, que es quien seguramente va a gritar.

Irina y Maks cargaron el cadáver durante un metro antes de dejarlo caer en el suelo. Habían estado intentando evitar dejar un rastro de sangre, pero no había nada que hacer.

– Voy a tener que arrastrarlo -gruñó Maks-. Ayúdame por este lado, lo arrastramos y ya limpiaremos después.

– Date prisa, entonces -dijo Irina entre dientes-. Tenemos una hora como mucho.

– Está claro que me habéis pintado la cara como si fuera un payaso de circo. -Abakumov se miró el reloj de pulsera. El séptimo vodka lo había llevado al límite de su resistencia inquebrantable. Sospechaba que el chico de los Derev se había dado a la fuga con el tractor y, desde la misteriosa llamada telefónica de Lubov, ahora también sospechaba que ella formaba parte de alguna clase de trama para engañarlo.

Lubov notó que estaba cada vez más receloso. A la indefensión de ella se le sumaba la preocupación por el paradero de sus chicos.

– Sinceramente, no tengo más información que darle. -Se encogió de hombros-. Si supiera qué está pasando, se lo diría directamente, no soy tan ignorante como para tenerlo a usted esperando toda la noche. Además, usted ha venido aquí en persona para ver quién ha recibido instrucciones de hacer qué. Y yo no tengo más explicaciones que las que usted ya conoce.

Abakumov chasqueó la lengua.

– Eso que dice usted no es cierto. Forma usted parte de estas montañas igual que cualquiera de sus árboles o sus pájaros, conoce usted todos los hilos que se enredan aquí. Yo solamente he venido para patinar en la frágil superficie de las mentiras que me están contando.

– Nadie le está contando mentiras, inspector.

– Entonces ¿por qué sólo tengo palabras? ¡No hay hechos, sólo promesas de colores como pájaros del bosque, pájaros que usted suelta a volar a cada oportunidad que tiene!

– Inspector, le digo con el corazón abierto que…

– ¡Basta! -gruñó Abakumov-. Vamos a coger el coche e ir en persona a la chabola, ahora mismo. Venga conmigo.

– Voy a arrearle un hachazo a este aparato si no haces que se calle -dijo la vieja. Era una mujer de modales bruscos y vestida de negro. Miró con el ceño fruncido el ordenador de la buhardilla que había encima del bar Leprikonsi-. ¿Y por qué hace esos ruidos de pájaro enfermo? Yo podría conseguir un pájaro enfermo más barato, si esto es lo único que puede hacer esta máquina infernal: esto y tragarse nuestro dinero. ¿Ivan? ¡Ivan!

– Dios bendito, mamá, ¿qué pasa? -Ivan entró dando tumbos en el cuarto vestido con un batín largo y negro. Agarró la colilla raída de un puro de encima de su escritorio, pero su madre se la quitó de la boca y la tiró dentro del cubo de fregar. Ivan se frotó los ojos, parpadeando para contemplar el ordenador, que zumbaba y soltaba pitidos sobre su mesa.

Al cabo de un momento consiguió enfocar la mirada.

– Mamá, es otro que ha picado.

– ¿Qué?

– Alguien que ha picado, te lo digo… del extranjero. Alguien ha mordido el anzuelo de una chica. -Hurgó a tientas hasta activar un icono que parpadeaba en la pantalla. El icono abrió un correo electrónico recién llegado-. Mira, ahí lo tienes.

– Bueno, ¿no puedes hacer que se callen los ruidos de pájaros? La sala entera suena como una jungla. -La mujer se inclinó para mirar con los ojos fruncidos por encima de la mesa.

– Léelo. -Ivan dio unos golpecitos en la pantalla con el dedo-. Debe de estar en inglés.

– Espera que coja mis gafas. -Ella apoyó la fregona en la ventana. La luz del sol amenazó con inundar la sala, dándoles a ambos un inquietante aire de vampiros.

– No -dijo Ivan-. Dime qué dice más o menos, limítate a mirar de cerca. -Empujó a su madre hacia la pantalla.

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