El hombre sacó la mano de la cabina del camión y le alborotó el pelo a Maks.
– Lo mejor que te puedo decir es que empieces a llevártelas. Los gnez tienen la vista puesta en estos parajes, con todos sus edificios vacíos. Y te lo digo también que, por cuestiones estratégicas, hemos decidido dejar que se lo queden.
Una expresión ceñuda nubló la cara de Maks. Asintió para sí y levantó la vista.
– Una sola pregunta… ¿habéis dejado el vagón del pan en el cruce?
– El vagón está volcado. Es posible que le puedas sacar algo de hierro, pero nada realmente útil: las cadenas y los manguitos los tenemos nosotros.
– ¿Y el guardia os ha visto?
– Sí -dijo sonriendo un hombre desde la parte de atrás-. Y sigue con nosotros. -Los hombres levantaron los rifles en el aire, formando un arco sobre la cabeza del guardia del tren de Kropotkin, que hizo un gesto a modo de saludo con la mano.
Maks sintió que el paso de los soldados le confería cierto poder. Mientras veía alejarse, dando tumbos, el camión, sintió una descarga de vitalidad. Armados con el conocimiento de los destinos más elevados que había alrededor, y sabiendo que el plazo se estaba acortando cada vez más, Maks y su pan pusieron rumbo a casa. Como muestra de su menor remordimiento por lo sucedido con el tractor, decidió mientras caminaba que no iba a dar ni un mordisco al pan, que sus madres tendrían la oportunidad de dar el primer bocado mientras él les contaba la triste noticia del villano Pilosanov y de su fraude. Por muy hambriento que estuviera, mantendría a salvo el honor del pan.
Aquel pacto duró doscientos metros, después de los cuales ya no pudo soportar el peso del pan. Además, ¿quién podía decir que se lo habían dado entero? Un pan era un pan. Tenía suerte de haber conseguido algo, por no mencionar el hecho de que lo había conseguido un día antes que el resto del distrito. Como marca de honor, y muestra de su anterior remordimiento, arrancaría los trozos con las manos y no con los dientes. Y eso es lo que hizo, embutiéndose pedazo tras pedazo en la boca, luchando para encontrar la saliva con que masticarlos.
Esperó hasta estar en mitad del último bocado para doblar el recodo que llevaba a la cabaña. Kiska no estaba en su lugar habitual de centinela, así que nadie lo oyó llegar. Llegó penosamente a la puerta, se limpió las botas ruidosamente en el umbral y entró.
Irina y Olga lo vieron entrar. Sus miradas se afilaron.
– Qué tractor tan silencioso. -Gregor salió de las sombras con su pistola-. Debes de haberlo empujado hasta aquí.
Maks se detuvo en el umbral. La mirada de su madre se arrastró hasta él.
– Y tienes pan. -Gregor frunció el ceño.
– Ha habido una batalla en el cruce -dijo Maks-. Los gnez han volcado todo el pan. Hasta Misha Bukanov ha muerto, intentando defender la entrega.
– ¿Qué es eso? -Abakumov giró una oreja hacia la trastienda.
– Es el teléfono, que intenta sonar -dijo Lubov-. A veces consigue hacer el bastante ruido como para que lo oigamos.
– Me sorprende que tengan ustedes teléfono.
Lubov puso los ojos en blanco mientras salía por la puerta.
– Inspector, es usted el único que cree que esto es un páramo enfangado. Ublilsk fue una población próspera durante un siglo antes de que viniera usted.
Abrió el cajón donde estaba el teléfono y levantó el auricular.
– Soy Ludmila Ivanova, te llamo por un asunto urgente relacionado con el almacén.
– Así que sigues viva -dijo Lubov-. Espero que tengas temas de conversación buenos que proponerme. Y confío en que no estés pavoneándote en los bares de Zavetnoye y viviendo como una reina mientras nosotros sufrimos todos los males del mundo.
– Escucha con atención y no me sueltes tus rebuznos de siempre: no tengo mucho tiempo para hablar, pero tienes que saber que en el tren del pan viene una carta para mi madre. Y que contiene un documento importante.
– ¿Y cuántos contiene? Porque va a hacer falta más de uno para arreglar el jaleo que has dejado atrás.
– Bueno, olvida tu bilis, porque tengo cien rublos que darte por las molestias de entregar la carta.
– Ja, ¿y te crees que voy a arrastrarme tan lejos de mi camino por cien rublos?
– Pues sí, porque sé que vas a mandar al retrasado de tu hijo a por ella.
– ¡Y te atreves a llamarlo retrasado!
– La segunda parte de mi mensaje es la siguiente: que les digas a mis madres que estoy sobreviviendo y que pronto podré ayudarlas. Y a ti he de decirte, con toda la amabilidad que me es posible, que espero que entregues esta carta, y que la entregues deprisa por el dinero que te pago, que mi madre te dará cuando la abra. Si no, mañana mismo iré allí y te montaré una zapatiesta como nunca has visto.
– Guárdate tus amenazas para los perros de la calle -se burló Lubov-. Cuando vea la cosa, ya veré qué hago.
Ludmila colgó con un soplido irritado, y Lubov regresó al bar.
– ¿Algo interesante? -preguntó Abakumov.
– La verdad es que no. -Lubov cogió el botellón de vodka-. Una prima de Zavetnoye. Que espera otro bebé, aunque los santos saben que ni siquiera puede humedecer las bocas de los que ya tiene.
Abakumov frunció los ojos.
– ¿Y va a enviarle ese bebé a usted?
– ¿Qué le hace pensar eso?
– ¿No acaba usted de decir que espera algo? ¿Algo que viene con el tren, tal vez, y que su hijo va a recoger? ¿Con unos cuantos rublos adjuntos?
Ludmila regresó caminando al apartamento de Oksana. La cuestión de los hombres extranjeros le fue entrando poco a poco en la mente, como un reguero de arena cayendo de arriba abajo. Todos los hombres extranjeros se parecerían un poco a Misha: serían tipos rubios y fornidos, pero con voces agudas y demasiado dinero. Se imaginó que llegaban regalos para sus futuros bebés, y que ella misma vendía aquellos regalos en secreto durante el día mientras el blando de su marido estaba en el trabajo hablando inglés o alemán. Ella los vendería y así ganaría todavía más dinero para mandar a casa.
Los hombres que se imaginaba despedían un olor a perfume de mujer, aunque eructaban porque eran unos glotones y estaban acostumbrados a comer demasiado y a mezclar comidas que no hay que mezclar, sobre todo carne y crema de leche. Mientras se dedicaba a imaginar su dieta, una dieta carente de sutileza o de fragancias, se dio cuenta de que podrían soltar unos pedos terribles debido a la mala digestión. Por eso tenían tantos cuartos de baño en sus casas, porque en cualquier momento les podía venir un pedo de carne podrida, un pedo demasiado grande para los espacios comunes de la casa.
Llegó a la calle del apartamento de Oksana, levantó la vista y vio que la ventana estaba a oscuras. Luego cruzó la calle y echó un vistazo al ventanal del Kaustik, confiando, como siempre, en ver la espalda ancha de Misha en la barra. En cambio, a quien vio fue a Oksana, que estaba mirando la televisión desde un taburete del rincón. Ludmila entró.
– ¿Has visto? -Oksana señaló la pantalla-. Han atacado al tren, ahí donde tú vives, en la guerra.
– ¿Qué tren? -preguntó Ludmila-. Los combates todavía no han llegado al ferrocarril.
– Bueno, pues sí, porque han asaltado el tren o algo parecido, algo le han hecho al tren. Lo han asaltado, casi seguro. El tren a Kropotkin, o por lo menos parte del mismo. Se echa la culpa a los ublis, pero nadie lo sabe en realidad porque ha desaparecido el guardia que se cuidaba del tren.
A Ludmila se le desenfocó la mirada. Arrastró un taburete hacia sí y se sentó lentamente. El tío de Oksana se dio la vuelta en el extremo de la barra donde estaba teniendo una conversación y se acercó a las chicas.
– He aquí a una chica que sabe cuándo se debe el alquiler -dijo, dando una palmada.
– Sí -dijo Ludmila sin darse la vuelta-. Y cuando se deba, lo pagaré.
– Escúchala. -El tío soltó una risotada en dirección a Oksana-. ¿Qué te dije de ésta? El alquiler se paga hoy, pero ahora va a intentar aprovecharse de un viejo que ya pasa de los cincuenta.