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Lamb se detuvo y examinó a la pareja.

– ¿Estáis seguros?

– ¿Por qué no? Seremos discretos.

Lamb miró a su alrededor.

– Sí, hay bastantes tías por aquí. Está bien, chavales. Diez minutos.

– Bueno, en realidad es por mí. A Conejo no le gustan las chicas.

– No tengo problemas con eso -gritó Lamb-. También hay bastantes tíos.

– Bueno, es que tampoco es gay. Es más bien… asexual.

– Un hombre sensato -gritó Lamb-. No os alejéis mucho, voy a acercarme a la barra.

Blair asintió y entre parpadeos calculó la forma más rápida de adherirse al jolgorio. En el techo unos focos afilados como sables de luz colgantes surcaban la sala, cuyas paredes estaban todas, salvo una, cubiertas de espejos de arriba abajo, produciendo la impresión de ser una tierra media infinita, un estadio de esperma halógeno donde bullía la vida. Frente a un acuario enorme instalado en la cuarta pared se veían las siluetas de varios puñados de profesionales moviendo el esqueleto. En la superficie del agua giraba agonizante un pez deslustrado y con manchas. Un banco de peces relucientes se dedicaba a picotearle el vientre. Un grupo de chavales despeinados que había al lado también flotaban y revoloteaban en manada, y uno de ellos, que llevaba un jersey de cuello de cisne, señaló a los Heath con la cabeza, no a modo de saludo, sino para informar de su aparición en forma de comentario burlón dirigido al resto de la manada. Los dos hermanos echaron vistazos furtivos y fingieron que no lo veían.

Conejo miró a su alrededor, negó con la cabeza y se fue dando tumbos a un letrero que decía «lavabos», al fondo de la sala. Blair lo vio pasar pero hizo como que no se daba cuenta. En lugar de eso, se quedó embobado con una criatura vestida de seda que iba flotando como un elfo en dirección a la barra. Cuando ella notó que él lo estaba mirando, su boca diminuta y su ceño temblaron con timidez, y levantó un poco la nariz en gesto arrogante. Fingió que no lo veía. Blair soltó una risita para sus adentros: era un jardín de células macizorras, un lecho de almejas hormigueantes. Se aproximó a las mujeres que tenía en su órbita, pero por mucho que se les acercara, una armadura de perfumes lo seguía separando de sus verdades animales. Con todo, en el núcleo de aquellas mujeres, por mucho que ellas fingieran no verlo, o no ser conscientes -y lo eran en gran medida-, él sintió cómo reverberaba el dulce vapor del abandono, la clave de la oportunidad: el alcohol. Blair vio que el alcohol disolvía y reorganizaba murallas de células alrededor de los grupos de gente, y tomó nota de que todo el mundo estaba conectado mediante una red sináptica cuyos vínculos se reforzaban con cada copa. Una conversación sobre el precio de la vivienda en un grupo atraía un comentario amistoso por parte de otro, y los grupos se fusionaban durante tanto tiempo como duraba el intercambio. Incluso acabada la fusión permanecían en estado de comunión amistosa y gesticulante.

Lamb regresó a través de una serie de bebidas de diseño. Llevaba tres pintas de cerveza, y sonrió al ver a Blair tan entusiasmado.

– Métete esto -gritó-. ¿Dónde está nuestro chaval?

– No lo sé. Gracias.

– ¿Quieres que lo encuentre?

– Déjalo. Si tenemos suerte, lo apuñalarán en los lavabos.

Blair salió pegado a Lamb del primer club, recorrieron un pasillo y entraron en lo que quedaba de un pub original, un lugar donde el tiempo permanecía detenido: el lounge. Allí los hombres prestaban atención a la bebida como era debido, y también a las cavilaciones que propiciaba la bebida, en el seno de una confortable neblina que emanaba de la alfombra empapada de cerveza. La música era antigua, y antigua de una forma poco sofisticada. Las patillas y las venas rotas flotaban sobre la barra, los ojos enrojecidos seguían a la camarera y fingían no hacerlo. El fútbol rugía en una pantalla instalada en la pared. Un hombre sentado en la barra con una joroba de galgo clavó una mirada furtiva en Blair.

– Mejor será que vaya a buscar a nuestro chaval -dijo Lamb, dejando un billete de veinte libras y la pinta de Conejo en las manos de Blair-. Quiero una Badgers.

– ¿Cómo?

– Una pinta de Badgers Lout, y tú pide lo que quieras.

La camarera estaba flirteando, limpiando vasos a cierta distancia y fingiendo que no veía a Blair junto a los surtidores de cerveza. Él le dio la espalda y contempló el escenario. Entre su tercer y su cuarto sorbo de cerveza, Conejo apareció con una ginebra grande en la zona de paso que había entre el pasillo y el bar. Se acercó con sigilo a la oreja de Blair.

– Me siento como un capullo al decírtelo, pero una tía ha preguntado por ti.

– ¿Eh? -A Blair le vino un escalofrío. Echó un vistazo a su alrededor.

– Yo tampoco me lo creía -dijo Conejo-. Así sin más, ha venido a hablar conmigo.

– Bueno, ¿y cómo sabes que se refería a mí?

– Nos ha visto entrar juntos. Me ha dicho: «¿Quién es el otro que tiene pinta de ser más importante, el que parece un hombre de Estado?». -Conejo soltó un gruñido irónico-. Yo es que no me lo creía, joder.

Blair se volvió hacia su hermano y se lo quedó mirando fijamente las gafas de sol.

– Bueno, ¿y tú qué le has dicho?

– Le he dicho que era mejor que se fuera a casa con una vela.

– Nejo, venga, ahora no. ¿Qué le has dicho?

– Bueno, ya sabes, es que…

– Bueno no, ¿qué palabras has usado exactamente? -La atención que estaba prestando hizo que a Blair se le quedara la boca abierta.

– A ver si se me entiende, ha sido muy rápido. -Conejo miró por encima del hombro y volvió a poner una pierna en la zona de paso. Una chica rubia de aspecto saludable con el brazo lleno de bebidas intentó esquivarla, pero rozó un poco a Blair al pasar.

– Perdón -dijo, haciendo una pausa para calmar el oleaje de las pintas.

Conejo se levantó las gafas y clavó una mirada en Blair. La expansión y contracción de sus ojos no dijo nada en particular, pero Blair oyó que gritaban: «¡Es ella!».

Se dio media vuelta. El ombligo de la chica se asomaba por encima de sus vaqueros, su perfume se metió en el sistema linfático de él y encontró su entrepierna. Con eso, y una repentina ingesta de cerveza -nada menos que el resto de su pinta-, una tempestad se le echó encima. Él esperó que la razón se impusiera. Pero no fue así. Se sentía forzado a desear a la chica. Y su instinto no era intercambiar fluidos a tortazos, por lo menos al principio. No quería más que acurrucarse con ella, mirarle a los dientes y decirle mentiras.

Ella siguió su camino. Él se volvió. Ella fue a una mesa. Alrededor de la misma estaban sentados su madre o tal vez su hermana mayor y un hombre corpulento, probablemente el marido de la señora aquella. A su lado había un chico desplomado con aire taciturno, demasiado joven para beber. Eran tipos de barrio, gente llamada Derek y Tracy, llegados hace poco de Málaga y empezando a ahorrar para Salou. Blair se maravilló. Hasta el momento aquella gente había existido en su mundo únicamente de forma nominal. Ahora tenía unos especímenes sentados delante de él en toda su gloria.

Vio que la boca de la chica se retorcía húmeda y rosada al hablar. Seguro que tenía una marca de nacimiento en la cadera, un defecto tan tenue que solamente se podría apreciar bajo el sol del Mediterráneo. Y sin embargo, aquel defecto habría bastado para herir de muerte su confianza en sí misma, sobre todo si se añadía a unos labios vaginales ligeramente protuberantes y a un pelo demasiado lacio en la adolescencia. Y así pues, se imaginó Blair, aunque ahora fuera físicamente perfecta, las cicatrices de la tragedia pubescente habrían comportado que no desarrollara el engreimiento de las chicas que florecían pronto, y por tanto habrían hecho que aprendiera a valorar lo mundano.

Lo mundano quería decir meterse en la boca el pene de él. Entre otras cosas. Ella le haría aquellas cosas cuando a él se le antojara, además de sorprenderlo a veces con ellas, en el curso mundano del día, en su casa perfectamente equipada en un barrio residencial. Sería una casa grande y, sin embargo, la adoración que ella sentiría por él, y las cosas que él le haría a ella, harían que sus paredes salivaran. Él temblaría y dormiría para siempre en los jugos de la entrada de sus entrañas. Ella se dedicaría a limpiar los resultados de aquellos temblores vestida solamente con la camiseta de rugby de él y unos calcetines manchados de semen reseco.

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