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Hagen se acercó a la ventana.

– Realmente, es su ahijado -dijo a Don Corleone-. ¿Le hago pasar?

– No -respondió el Don-. Deja que todos le saluden. Cuando haya terminado, que entre a verme. ¿Has visto? -le dijo a Hagen-. Es un buen ahijado.

Por un momento, Hagen se sintió celoso.

– Hace dos años que no había venido por aquí -replicó con sequedad-. Probablemente tiene algún problema y querrá que usted le ayude.

– ¿Y a quién va acudir, sino a su padrino? -preguntó Don Corleone.

La primera persona que vio a Johnny Fontane entrar en el jardín fue Connie Corleone. Olvidando su dignidad de novia, gritó: «¡¡Johnnyyyy¡¡», y acto seguido se echó en sus brazos. Johnny la abrazó, le dio un beso en la boca y la mantuvo abrazada mientras los demás acudían a saludarlo. Eran todos viejos amigos, gente que había crecido en el West Side. Momentos después, Connie le presentó a su marido. Johnny, divertido, advirtió que el rubio y joven marido parecía un poco disgustado por haber perdido protagonismo y le estrechó la mano con gran cordialidad. Ambos brindaron con un vaso de buen vino.

– ¿Por qué no nos cantas una canción, Johnny? -dijo alguien desde el estrado de los músicos.

Entonces vio a Nino Valenti que le sonreía amistosamente. Johnny Fontane subió de un salto al estrado y abrazó a Nino. Habían sido inseparables, cantaban y salían juntos con chicas, hasta que Johnny empezó a hacerse famoso y a cantar por la radio. Cuando se marchó a Hollywood para participar en diversas películas, telefoneó a Nino y le prometió que le conseguiría un contrato para una sala de fiestas. Pero luego se olvidó de hacerlo. Ahora, al ver a Nino, con su alegre y burlona sonrisa de alcoholizado, el viejo afecto se reavivó.

Nino comenzó a rasguear la mandolina. Johnny Fontane apoyó la mano sobre el hombro de su amigo.

– Ésta va dedicada a la novia -dijo, y siguiendo el compás con el pie, cantó una obscena canción siciliana de amor.

Mientras Johnny cantaba, Nino movía expresivamente el cuerpo. La novia sonreía con orgullo y todos los invitados expresaban ruidosamente su aprobación. A la mitad de la canción, todos seguían el compás con el pie y al final de cada estrofa coreaban las últimas palabras, todas con doble sentido. Cuando terminaron, los aplausos fueron tan fuertes, que Johnny, después de carraspear, se dispuso a cantar otra canción.

Todos estaban orgullosos de él. Era uno de ellos y había llegado a convertirse en un cantante famoso, en un astro cinematográfico que se acostaba con las mujeres más deseadas del mundo. Sin embargo, había hecho un viaje de casi cinco mil kilómetros para asistir a la boda, con lo que demostraba el respeto que sentía por su padrino. Todavía amaba a los viejos amigos como Nino Valenti. Muchos de los invitados habían visto a Johnny y a Nino cantar juntos cuando no eran más que dos muchachos, cuando nadie imaginaba que Johnny Fontane llegaría a tener en sus manos el corazón de cincuenta millones de mujeres.

Acabada aquella segunda canción, Johnny saltó al suelo para subir al estrado a la novia, que quedó de pie entre él y Nino. Ambos hombres se miraron ferozmente, como si fueran a pegarse, y Nino empezó a rasguear las cuerdas de la mandolina con rabia. Era una vieja costumbre, una batalla burlona, en la que uno de los dos cantaba una estrofa que molestaba a su rival, y luego, el otro cantaba otra más hiriente y burlona todavía. Al final, acababan cantando los dos a coro. Con exquisita cortesía, Johnny dejó que la voz de Nino ahogara la suya, y que la novia se fuera con él; en pocas palabras: se dejó vencer. Cuando al final los tres se abrazaron, los aplausos fueron atronadores. Los invitados pedían con insistencia otra canción.

Sólo Don Corleone, de pie en un rincón, parecía como fuera de lugar. Con voz alegre, cuidando de no ofender a sus invitados, gritó:

– Mi ahijado ha recorrido cinco mil kilómetros para honrarnos a todos; ¿es que nadie piensa darle un vaso de vino?

Al instante, Johnny Fontane se encontró con una docena de vasos para escoger. Bebió un sorbo de cada uno y corrió a abrazar a su padrino. Al hacerlo, murmuró algo al oído del Don, quien le acompañó al interior de la casa sin perder tiempo.

Tom Hagen tendió la mano a Johnny cuando éste entró en el despacho. Johnny se la estrechó y se limitó a murmurar un saludo frío, totalmente desacorde con su cordialidad habitual. Hagen, naturalmente, se sintió un poco molesto, pero no dio demasiada importancia al asunto. Era uno de los inconvenientes de ser el hombre de confianza del Don.

– Cuando recibí la invitación comprendí que mi padrino ya no estaba enfadado -dijo Johnny Fontane al Don-. Le llamé cinco veces después de mi divorcio, pero Tom siempre me dijo que estaba usted fuera, o que se hallaba muy ocupado. Supuse que se sentía disgustado conmigo.

Don Corleone estaba llenando los vasos con Strega.

– Todo olvidado. ¿Puedo hacer algo por ti? Me cuesta creer que me necesites. Eres un hombre famoso y muy rico ¿no es cierto?

Johnny vació el vaso de un sorbo e hizo ademán de que el Don volviera a llenárselo.

– No soy rico, Padrino -dijo en tono que quería ser despreocupado-. Voy de baja. Tenía usted razón. Nunca debería haber dejado a mi esposa y a los niños por aquella vagabunda con la que me casé después. No me extraña que se disgustara conmigo.

– Estaba preocupado por ti, ni más ni menos. Después de todo, eres mi ahijado ¿no? -dijo el Don, encogiéndose de hombros.

Johnny andaba de un lado a otro de la estancia.

– Estaba loco por esa zorra con cara de ángel, la más rutilante estrella de Hollywood. ¿Sabe usted qué hace después de terminar una película? Si el maquillador ha realizado un buen trabajo, se acuesta con él. Si el cámara le ha sacado unos buenos primeros planos, se lo lleva al camerino y le permite disfrutar de su cuerpo. La muy zorra se sirve de su cuerpo como yo utilizo la calderilla: para dar propinas. Es una mala mujer engendrada por el mismísimo diablo.

– ¿Cómo está tu familia? -le interrumpió Don Corleone con aspereza.

– Creo que me porté bien -contestó Johnny, titubeando-. Después del divorcio, a Ginny y a los niños les di más de lo que dictaminó el juez. Voy a verlos una vez por semana. Los echo mucho de menos, tanto que a veces creo que voy a volverme loco -hizo una pausa para servirse otro vaso-. Ahora, mi segunda esposa se ríe de mí porque no comprende mis celos. Me llama pobre diablo anticuado y se burla de mi forma de cantar. Antes de salir hacia aquí, le di una buena paliza; eso sí, sin tocarle la cara, pues está en pleno rodaje. Le pegué duro, en los brazos y en las piernas, pero ella continuó riéndose de mí.

Hizo una breve pausa para encender un cigarrillo y añadió:

– Mire, Padrino: en estos momentos, para mi la vida carece de valor.

– Estos son problemas que yo no puedo solucionar -se limitó a decir Don Corleone-. Y ahora, dime ¿qué ocurre con tu voz?

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