– Ve y dile a tu hermano que no quiero follar contigo -le espetó, burlón-. Tal vez consiga ponerme cachondo a puñetazos.
Carlo tenía mucho miedo de Sonny, aun cuando ambos se trataban con distante cortesía. Sabía que su cuñado era capaz de asesinarlo, igual que a cualquier hombre, con una frialdad pasmosa, mientras que él se sentía incapaz de matar a nadie. Sin embargo, a Carlo Rizzi no se le ocurría pensar que era mejor que Sonny Corleone. En realidad, envidiaba la salvaje naturaleza de éste, cuya crueldad se estaba convirtiendo en legendaria.
Tom Hagen, en su calidad de _consigliere_, no se mostraba de acuerdo con la táctica de Sonny, pero no se lo mencionó al Don, pues veía que los resultados eran, hasta cierto punto, buenos. Finalmente, las Cinco Familias parecieron acobardarse; sus contragolpes se hicieron más débiles, hasta que, por fin, cesaron por completo. Al principio, Hagen desconfió de aquella victoria aparente, pero Sonny estaba radiante de alegría.
– Esos hijos de puta se arrastrarán a nuestros pies, Tom. Ya lo verás.
Sonny estaba preocupado por cosas muy distintas. Su esposa estaba amargándole la vida, pues había oído que Lucy Mancini se entendía con él, y aunque seguía bromeando con sus amigas acerca de la capacidad amatoria de su esposo, le disgustaba que pasara tantos días sin tocarla. A causa de ello estaba continuamente de mal humor, un mal humor que, lógicamente, le transmitía a Sonny.
Además, Sonny sabía que estaba en la mira de sus enemigos, y eso le producía una tensión continua. Tenía que ser extraordinariamente cuidadoso en todos sus movimientos. Sus rivales habían descubierto que visitaba a Lucy Mancini, pero él había tomado toda clase de precauciones. En el apartamento de Lucy estaba completamente seguro. Aunque ella no lo sospechaba, los hombres del «regime» de Santino la vigilaban durante las veinticuatro horas del día, y cuando se desocupaba un apartamento de la planta en que vivía, lo alquilaban de inmediato.
El Don se recuperaba y no tardaría en estar en condiciones de volver a asumir el mando. Entonces la balanza se inclinaría definitivamente del lado de los Corleone, pensaba Sonny. Es más, estaba seguro de ello. Entretanto, él se encargaría de velar por los intereses de la Familia, se ganaría la consideración de Don Corleone y cimentaría, dado que el cargo de Don no era hereditario, sus pretensiones como sucesor de su padre al frente del Imperio Corleone.
Sin embargo, Sonny no contaba con los planes del enemigo. También éste había analizado la situación y llegado a la conclusión de que la única posibilidad de evitar la derrota era acabar con el hijo mayor de Don Corleone. Sabían que con Sonny no se podía negociar, al contrario que con el Don, a quien tenían por hombre muy razonable. Odiaban a Sonny Corleone por su sed de sangre, que consideraban bestial. Además, carecía del sentido de los negocios. Nadie deseaba la vuelta a los días de antaño, tan tumultuosos y sangrientos.
Una noche, Connie Corleone recibió una llamada telefónica anónima. Una voz femenina preguntó por Carlo.
– ¿Quién es usted? -inquirió Connie.
Se oyó una risita irritante, y la voz respondió:
– Soy una amiga de Carlo. Sólo quería decirle que no podré verle esta noche. Tengo que salir de viaje.
– Zorra asquerosa. No eres más que una zorra asquerosa -gritó Connie.
No pudo decir nada más, pues la desconocida había colgado.
Aquella tarde, Carlo había ido a las carreras de caballos, y cuando llegó a casa estaba de pésimo humor, debido en parte a que había perdido mucho dinero y en parte a que había bebido más de la cuenta. Tan pronto como entró en el apartamento, Connie empezó a insultarlo. El se limitó a no hacerle caso y se dirigió al cuarto de baño para tomar una ducha. Cuando terminó, se secó delante de Connie y comenzó a vestirse para salir de nuevo.
Furiosa y con las manos en jarras Connie gritó a su marido:
– ¡No vas a ir a ningún sitio! Tu amiga telefoneó para decir que hoy no te espera. ¡Maldito cabrón! ¡Mira que dar mi número de teléfono a una zorra…! ¡Te mataré, hijo de puta!
Se arrojó sobre Carlo y empezó a arañarlo y golpearlo.
Él la mantuvo a distancia con un brazo musculoso, y le dijo fríamente:
– Estás loca, completamente loca.
Connie se dio cuenta de que su marido estaba preocupado. Él, para calmarla, añadió:
– No hagas caso; debe de haber sido una broma.
Connie consiguió arañarle el rostro, pero aun así Carlo intentó mostrarse conciliador. Se limitó a apartarla de sí. Entonces ella cayó en la cuenta de que respetaba su preñez, y decidió aprovecharse. Además, se sentía sexualmente excitada. Muy pronto no podría hacer nada en la cama, pues el médico le había dicho que debía abstenerse de hacer el amor con su marido durante los dos meses anteriores al parto, y ella necesitaba que le hicieran el amor. No obstante, su deseo de herir a Carlo era real. Lo quería y lo odiaba, todo a la vez.
' Lo siguió hasta el dormitorio y, al advertir que su marido estaba asustado, se sintió feliz.
– Te quedarás en casa -le dijo-. No saldrás, te lo aseguro.
– De acuerdo, de acuerdo -repuso Carlo.
Sólo llevaba puestos los calzoncillos. Le gustaba pasearse así por la casa, orgulloso como estaba de su cuerpo musculoso y de su piel dorada. Connie lo miraba con los ojos encendidos por el deseo. Carlo, entre risas, añadió:
– Supongo que al menos me darás algo de comer. El hecho de que su marido le pidiera que cumpliera con sus deberes conyugales, o por lo menos con uno de ellos, la apaciguó. Era una buena cocinera; su madre le había enseñado. Puso al fuego una cazuela con ternera y pimientos y empezó a preparar una ensalada. Carlo aprovechó la espera para leer los pronósticos de las carreras del día siguiente. Mientras lo hacía, bebía whisky de un vaso lleno hasta el borde.
Connie entró en el dormitorio, o mejor dicho se quedó en la puerta como si no se atreviera a acercarse a la cama sin ser invitada.
– Tienes la comida en la mesa -anunció.
– Todavía no tengo hambre -respondió Carlo, sin dejar de leer.
– Pero ya está en la mesa -insistió Connie, testaruda.
– Métetela en el culo -le espetó Carlo. Apuró el contenido del vaso y cogió la botella dispuesto a llenarlo de nuevo. Dejó de prestar atención a su esposa. Connie fue a la cocina, cogió los platos llenos de comida y los estrelló contra el fregadero. Al oír el ruido, Carlo entró en la cocina, vio la comida esparcida por el suelo y las paredes salpicadas, y su sentido de la higiene le hizo sentirse ultrajado.
– Maldita zorra, limpia esto enseguida o te la cargas -gritó Carlo, amenazador.
– Ni lo sueñes -replicó Connie, y levantó las manos como si se dispusiera a arañar de nuevo a su esposo.