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Don Corleone sabía perfectamente quiénes eran. Había advertido a sus amigos más íntimos que no acudieran a la fiesta en sus propios automóviles. Aunque desaprobaba el comportamiento de su hijo mayor, el berrinche no había resultado del todo inútil; con toda seguridad había servido para convencer a los agentes federales de que no esperaban su presencia. Por ello, Don Corleone no se enfadó. Hacía muchos años que había aprendido que es preciso soportar algunos insultos, y también sabía que en este mundo siempre llega el momento en que el más humilde de los hombres, si mantiene los ojos bien abiertos, puede vengarse de los más poderosos. Era esto lo que evitaba que el Don perdiera la humildad que siempre le había caracterizado y que tanto admiraban sus amigos.

En el jardín de la parte posterior de la casa, la orquestina empezó a tocar. Ya habían llegado todos los invitados. Don Corleone se olvidó de los intrusos y, acompañado de sus dos hijos mayores, se dirigió al lugar donde se celebraba la fiesta.

En el enorme jardín había centenares de personas. Algunas bailaban sobre la improvisada pista de madera engalanada con flores; otras permanecían sentadas junto a las largas mesas cubiertas de sabrosos manjares y vino tinto. La joven desposada, Connie Corleone, estaba en una mesa algo más elevada que las demás en compañía del novio, de las damas de honor y de algunos servidores. Todo estaba preparado al viejo estilo italiano. No era del gusto de Connie, pero había consentido para no disgustar a su padre, considerando que ya le había contrariado bastante al escoger al que ahora era su marido.

El novio, Carlo Rizzi, era hijo de padre siciliano y madre del norte de Italia, de la que había heredado el cabello rubio y los ojos azules. Sus padres vivían en Nevada, pero Carlo había abandonado aquel estado debido a un pequeño problema con la ley. En Nueva York conoció a Sonny Corleone y, a través de éste, a Connie. Don Corleone, naturalmente, envió algunos amigos suyos a Nevada para averiguar qué clase de problema había tenido Carlo con la policía: resultó ser una simple imprudencia juvenil con una pistola; nada grave, por lo que sin muchas dificultades se pudo conseguir que quedara sin registrar para que el historial de Carlo fuera inmaculado. Además, los enviados del Don habían aprovechado la ocasión para obtener información detallada del juego en Nevada, y fue tanto el interés de Corleone por el asunto que empezó a considerar la posibilidad de efectuar una importante inversión en Las Vegas. Parte de la grandeza del Don radicaba en que sabía sacar partido de todo.

Connie Corleone no era una belleza. Delgada y nerviosa, tenía todas las probabilidades de convertirse en una vieja gruñona. Pero ese día, con su blanco vestido de novia y su aire virginal, parecía casi hermosa. Bajo la mesa de madera, su mano descansaba sobre uno de los fuertes muslos de Carlo, mientras sus gruesos labios de Cupido enviaban un beso al que ya era su marido. Encontraba a Carlo increíblemente guapo.

Muy joven todavía, Carlo Rizzi había trabajado de bracero en Nevada, y como recuerdo de aquellos años poseía unos brazos tremendamente musculosos y unos hombros que amenazaban con romper el esmoquin. Contempló los amorosos ojos de su esposa y le sirvió vino. Se mostraba afectadamente cortés con ella, como si estuviera representando una comedia. Sin embargo, los ojos se le iban con frecuencia hacia la bolsa de seda que la novia llevaba en el hombro derecho, y que ya estaba llena de sobres de dinero. ¿Cuánto habría? ¿Diez mil? ¿Veinte mil? Carlo Rizzi sonrió. Era sólo el principio. Después de todo, ahora formaba parte de la familia. Tendrían que mantenerlo.

Entre los invitados, un apuesto joven cuya cabeza semejaba la de un hurón, tenía también los ojos fijos en la bolsa de seda. Por puro hábito, Paulie Gatto se preguntaba cómo podría hacerse con la abultada bolsa. La idea le divertía, aunque sabía que era una locura, un sueño inocente como el de los niños cuando abaten tanques con pistolas de juguete. Miró a su jefe, Peter Clemenza, gordo y de mediana edad, que bailaba alegres _tarantellas_ con las jovencitas. Clemenza, inmensamente alto, tremendamente pesado, danzaba con una maestría y un abandono tales que, a pesar de que su prominente estómago chocaba lascivamente una y otra vez con los senos de sus jóvenes compañeras de baile, todo el mundo le aplaudía. Cuando terminaba un baile, algunas mujeres de más edad le tomaban del brazo para ser su siguiente pareja. Los hombres más jóvenes se habían retirado respetuosamente de la pista y aplaudían para acompañar la música de las mandolinas. Al final, completamente rendido, Clemenza se sentó. Entonces Paulie Gatto le sirvió un vaso de vino tinto bien frío y, con su pañuelo de seda, le secó la sudorosa frente. Clemenza jadeaba como un cachalote. Apuró el vaso y, en lugar de dar las gracias a Paulie, le dijo con aspereza:

– El papel de jurado de concursos de baile no te va. Dedícate a tu trabajo. Date una vuelta por ahí fuera para comprobar que todo está en orden.

Sin hacer comentario alguno, Paulie desapareció entre la gente justo cuando los músicos se tomaban un pequeño respiro. Entonces, un joven llamado Nino Valenti tomó una mandolina, apoyó el pie izquierdo sobre una silla y comenzó a cantar una obscena canción siciliana. El rostro de Nino Valenti era de facciones muy correctas, pero en él empezaban a verse las huellas del alcohol. Permaneció con los ojos entornados mientras su lengua acariciaba las groseras palabras de la canción. Las mujeres chillaban jubilosamente y los hombres coreaban la última palabra de cada estrofa.

Don Corleone, especialmente reacio a tales demostraciones, y a pesar de que su corpulenta esposa gritaba gozosamente con las demás mujeres, desapareció disimuladamente en el interior de la casa. Sonny Corleone se apresuró a dirigirse a la mesa de los novios y se sentó al lado de Lucy Mancini, la dama de honor. No había peligro. Su esposa estaba en la cocina, dando los últimos toques al pastel de bodas. Sonny murmuró unas palabras al oído de la joven, que se levantó. Al cabo de unos minutos, él siguió a la muchacha, aunque para disimular, de vez en cuando, mientras pasaba entre la muchedumbre, se detenía a intercambiar unas pocas palabras con algún que otro invitado.

Todos los ojos le seguían. La dama de honor, completamente americanizada por tres años de escuela superior, era una espigada muchacha que tenía ya cierta «reputación». Durante los ensayos de la boda había coqueteado con Sonny Corleone de forma desenfadada, como sin darle importancia, al considerar que no había nada malo en bromear un poco con el hermano de la novia. En ese instante, levantándose un poco el vestido para evitar que rozara la hierba, Lucy Mancini se dirigía al interior de la casa, sonriendo con falsa inocencia. Una vez dentro, emprendió el camino del cuarto de baño, donde permaneció breves momentos. Cuando salió, Sonny Corleone, que la esperaba en el rellano del piso superior, le indicó que subiera.

Desde detrás de la ventana cerrada del despacho de Don Corleone, Thomas Hagen contemplaba la fiesta que se celebraba en el jardín. A su espalda, las paredes estaban cubiertas por estanterías atestadas de libros de Derecho. Hagen era el abogado del Don, además de su _consigliere_, y como tal su posición dentro de la familia era de capital importancia, pese a no pertenecer a ella. En aquella habitación, él y el Don habían resuelto muchos problemas, algunos verdaderamente espinosos. Por ello, cuando vio que el Padrino abandonaba la fiesta y entraba en la casa, comprendió que, a pesar de la boda, tendrían un poco de trabajo. Seguramente el Don venía a verlo. Luego vio que Sonny hablaba al oído de Lucy Mancini y fue testigo de la pequeña comedia que se había desarrollado a continuación. Dudó sobre la conveniencia de informar al Don de ello, pero decidió que era mejor no hacerlo. Regresó a su mesa de trabajo, abrió un cajón y sacó una lista de las personas que habían obtenido permiso para hablar con el Don en privado. Cuando el Don entró en la estancia, Hagen le entregó la lista. Don Corleone asintió con un gesto.

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