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– ¿Qué es lo que debo contarles? -preguntó Kay.

Michael se pasó el peine por la cabeza.

– Diles que has conocido a un guapo y elegante muchacho de ascendencia italiana. Notas brillantes en Dartmouth, Cruz de Servicios Distinguidos durante la guerra, además de otras condecoraciones. Honrado y trabajador, aunque su padre es un jefe de la Mafia que tiene que matar a hombres malos y sobornar a funcionarios del Gobierno. Diles también que el padre siempre se halla expuesto, en razón de su trabajo, a que le metan unas cuantas balas en el cuerpo. Y explícales que su brillante hijo nada tiene que ver con todo ello. ¿Crees que podrás recordar cuanto acabo de decirte?

La impresión hizo que Kay tuviera que apoyarse en la pared del cuarto de baño.

– ¿Es tal y como dices? ¿Mata y soborna?

Michael terminó de peinarse.

– En realidad, no lo sé -admitió-. Nadie lo sabe con certeza. Pero no me extrañaría.

Antes de que él se marchara, Kay preguntó:

– ¿Cuándo volveré a verte?

Michael le dio un beso.

– Quiero que te vayas a tu casa y que pienses bien en lo que acabo de decirte -respondió-. No quiero que te veas mezclada en todo esto. Después de las vacaciones de verano regresaré a la universidad. Nos veremos en Hanover ¿de acuerdo?

– De acuerdo -contestó la muchacha.

Le miró mientras salía de la habitación; él la saludó con la mano antes de entrar en el ascensor. Kay nunca se había sentido tan unida a él, nunca le había amado tanto, y si alguien le hubiera dicho que no volvería a ver a Michael en los siguientes tres años, no hubiese podido soportarlo.

Cuando Michael se apeó del taxi frente al Hospital Francés, se sorprendió al observar que la calle estaba completamente desierta, y todavía se sorprendió más al ver que, en el interior, el vestíbulo estaba igualmente vacío. ¿Qué demonios estarían haciendo Clemenza y Tessio? Nunca habían estado en West Point, desde luego, pero ambos sabían lo suyo en cuanto a tácticas, y nadie tenía que enseñarles nada en cuanto a la forma de realizar una guardia. Un par de sus hombres deberían haber estado en el vestíbulo. Eso como mínimo.

Los últimos visitantes se habían marchado ya. Eran casi las diez y media de la noche. Michael estaba alerta. No perdió tiempo acercándose al mostrador de recepción, pues conocía el número de la habitación de su padre, situada en la cuarta planta. Tomó el ascensor, y le pareció raro que nadie lo interceptara. Llegó a la cuarta planta y pasó por delante del puesto de las enfermeras, pero no se detuvo. Al llegar delante de la habitación de su padre, vio que no había nadie en la puerta. ¿Dónde estarían los dos policías que hacían guardia permanente en la puerta? ¿Dónde estaban los hombres de Clemenza y Tessio? ¿Habría alguno de ellos dentro de la habitación?

La puerta estaba abierta y Michael entró. Vio un cuerpo dentro de la cama. Gracias a la luz de la luna que se filtraba a través de la ventana, Michael reconoció a su padre. Su rostro permanecía impasible y su pecho se movía acompasadamente. Unos tubos se adentraban en los orificios de su nariz. En el suelo había un recipiente de cristal en el que otros tubos vertían los residuos estomacales del paciente. Michael estuvo en la habitación el tiempo justo para asegurarse de que su padre estaba bien, y luego salió.

– Soy Michael Corleone -dijo a la enfermera-. Sólo quería ver a mi padre. ¿Dónde están los agentes que deberían custodiarle?

La enfermera era una chica joven y guapa, muy convencida de la importancia de su trabajo.

– Su padre recibía demasiadas visitas -dijo-. Hará unos diez minutos vino la policía y les hizo salir a todos. Y después, hace cinco minutos, tuve que avisar a los dos agentes de que les reclamaban en la comisaría, por lo que también ellos se marcharon. Pero no se preocupe, pues yo me encargo de ir a menudo a la habitación de su padre. Desde aquí incluso oigo su respiración. Por eso he dejado la puerta abierta.

– Gracias. Supongo que no tendrá inconveniente en que me quede unos minutos con mi padre ¿verdad?

La muchacha le dirigió una encantadora sonrisa.

– Bien, pero sólo un ratito. Luego tendrá que marcharse. Son las normas ¿comprende?

Michael volvió a entrar en la habitación de su padre. Descolgó el teléfono y rogó a la operadora del hospital que le pusiera con la casa de Long Beach, concretamente con el número del despacho. Sonny respondió a la llamada.

– Sonny, estoy en el hospital -dijo Michael, en voz apenas audible-. Aquí no hay nadie. No hay ni rastro de los hombres de Tessio ni de los policías. Nuestro padre no cuenta con protección de ninguna clase.

Tras un largo silencio, Sonny respondió con voz lenta y fatalista.

– Ésta es la jugada de Sollozzo de la que tú hablabas.

– Eso es lo que he pensado yo también -comentó Michael-. Pero ¿cómo consiguió que los policías echaran a todo el mundo? ¿Y adonde han ido los agentes de paisano? ¿Qué ha sucedido con los hombres de Tessio? ¿Será posible que ese hijo de puta de Sollozzo tenga en el bolsillo a toda la policía de Nueva York?

– Tómatelo con calma, muchacho -dijo Sonny con serenidad-. Ha sido una suerte que hayas ido al hospital tan tarde. No te muevas de la habitación y cierra la puerta por dentro. Nuestros hombres no tardarán ni un cuarto de hora. Ahora voy a llamarles. Tú quédate en la habitación y no te dejes dominar por el pánico. ¿De acuerdo, muchacho?

– No tengo miedo -dijo Michael.

Por vez primera desde que había empezado todo, Michael sentía que en su espíritu se estaba formando un torrente de odio hacia los enemigos de su padre.

Una vez hubo colgado el auricular, pulsó el timbre para llamar a la enfermera. Decidió seguir su propio criterio y prescindir de las indicaciones de Sonny. Cuando llegó la enfermera, Michael le dijo:

– No quiero que se asuste, pero tenemos que trasladar a mi padre enseguida a otra habitación o a otro piso. ¿Puede usted desconectar todos estos tubos, de modo que podamos sacar la cama?

– Pero eso es ridículo -balbuceó la enfermera-. Necesitamos el permiso del médico.

Michael habló con gran rapidez:

– Seguramente habrá leído lo que los periódicos dicen de mi padre. Como ve, aquí no hay nadie para protegerle. Pues bien, acaban de avisarme que no tardarán en venir al hospital varios hombres para asesinarle. Créame y ayúdeme.

Cuando le interesaba, Michael sabía ser extraordinariamente persuasivo.

– No será preciso desconectar los tubos -dijo enfermera-. Podremos trasladarlo todo junto.

– ¿Hay alguna habitación vacía? -susurró Michael.

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