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Durante la media hora que siguió al atentado contra su padre, Sonny Corleone recibió cinco llamadas telefónicas. La primera procedía del policía John Phillips, que figuraba en la nómina de la Familia y que era uno de los que ocupaban el primer coche de policías de paisano.

– ¿Reconoce usted mi voz? -dijo en primer lugar.

– Sí -respondió Sonny, que acababa de despertarse de una breve siesta.

– Alguien acaba de disparar contra su padre -dijo Phillips, sin preámbulo alguno-. Hace quince minutos. Sigue con vida, pero está muy mal herido. Lo han llevado al Hospital Francés. A su hermano Freddie se lo han llevado a la comisaría del distrito de Chelsea. Cuando salga, será mejor que lo vea un médico. Ahora me voy al hospital, pues quiero estar presente en el interrogatorio de su padre, si es que puede hablar. Le mantendré informado.

Desde el otro lado de la mesa, Sandra, la esposa de Sonny, vio que su marido enrojecía y sus ojos despedían chispas.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

Sonny le impuso silencio con un gesto y le volvió la espalda.

– ¿Está usted seguro de que vive? -dijo, prosiguiendo la conversación telefónica.

– Sí, desde luego. Ha perdido mucha sangre, pero creo que no está tan mal como parece -fue la respuesta del policía.

– Gracias. Venga a casa mañana por la mañana. A las ocho en punto. Se ha ganado usted un billete de mil dólares.

Sonny colgó el auricular. Se dijo que debía mantener la calma a toda costa. Sabía que la ira era su mayor debilidad, y sabía también que en esos momentos la ira podía ser fatal. Lo primero era localizar a Tom Hagen. Pero antes de que tuviera tiempo de descolgar el teléfono, éste sonó. La llamada procedía del corredor de apuestas autorizado por la Familia para operar en el distrito de la oficina del Don. Llamaba para informar que el Don había sido asesinado en la calle. Después de hacerle algunas preguntas, Sonny desechó la información como inexacta, ya que resultó que el apostador no había visto el cuerpo del Don. Los informes de Phillips eran, evidentemente, más fiables. El teléfono volvió a sonar casi inmediatamente. Era un periodista del Daily News. Tan pronto como el reportero se hubo identificado, Sonny Corleone colgó.

Marcó el número del domicilio de Hagen y preguntó a la esposa:

– ¿Ha llegado ya Tom?

La respuesta fue negativa, si bien la mujer le dijo que seguramente no tardaría más de veinte minutos, pues le esperaba para la cena.

– Dígale que me llame -concluyó Sonny.

Trató de adivinar lo que había ocurrido. Intentó imaginar cómo hubiera reaccionado su padre, de hallarse en su lugar. Había sabido inmediatamente que el atentado era obra de Sollozzo, pero también estaba seguro de que éste nunca se hubiera atrevido a eliminar a un hombre tan poderoso como el Don a menos que contara con el respaldo de gente muy poderosa. El teléfono sonó por cuarta vez, interrumpiendo sus cavilaciones. La voz del otro lado del hilo era muy suave, muy amable:

– ¿Santino Corleone?

– Sí, soy yo.

– Tenemos a Tom Hagen -dijo la voz-. Dentro de tres horas lo pondremos en libertad. Él le comunicará nuestras proposiciones. No haga nada hasta haber hablado con él. Sólo conseguiría crearse problemas. Lo que está hecho, hecho está. Ahora procede actuar como es debido, sin precipitaciones. No se deje llevar por su explosivo temperamento.

La voz era ligeramente burlona. Sonny no estaba seguro, pero hubiera jurado que era la de Sollozzo.

– Esperaré -respondió en un tono premeditadamente triste y abatido.

Cuando su comunicante hubo colgado, Sonny anotó la hora exacta en que se había producido la llamada.

Se sentó en la mesa de la cocina. Estaba temblando.

– ¿Qué ha ocurrido, Sonny? -preguntó su esposa.

– Han disparado contra el viejo -respondió serenamente. Al ver la expresión de ella, añadió en tono brusco-: No te preocupes. No ha muerto. Y no va a ocurrir nada más.

Nada le dijo acerca de Tom Hagen. El teléfono sonó por quinta vez. Era Clemenza.

– ¿Has oído lo de tu padre? -preguntó tartamudeando.

– Sí -replicó Sonny-. Pero no ha muerto.

Se produjo una larga pausa, hasta que finalmente, con voz emocionada, Clemenza dijo:

– Gracias, Dios mío, gracias… ¿Estás seguro? Me dijeron que había muerto en la calle.

– Está vivo -repuso Sonny. Estaba atento a todas las inflexiones de la voz de Clemenza. Su emoción parecía verdadera, pero entre las obligaciones de Clemenza se contaba la de ser un buen actor.

– Ahora tendrás que ocuparte de todo -comentó Clemenza-. ¿Qué quieres que haga?

– Ve a casa de mi padre, y trae a Paulie Gatto.

– ¿Eso es todo? -preguntó Clemenza-. ¿No quieres que ponga algunos hombres en el hospital y en tu casa?

– No, sólo os necesito a ti y a Paulie Gatto -contestó Sonny.

Se produjo un largo silencio. Clemenza iba comprendiendo. Para que todo pareciera más natural, Sonny preguntó:

– ¿Dónde diablos estaba Paulie Gatto? ¿Qué demonios hace ahora?

– Paulie estaba enfermo, está resfriado, y por eso no se movió de su casa -contestó Clemenza en un tono de voz radicalmente distinto-. Ha estado algo malo durante todo el invierno. Sonny se puso en guardia.

– ¿Cuántas veces se ha quedado en casa durante los dos últimos meses?

– Quizá tres o cuatro veces -respondió Clemenza-. Yo siempre preguntaba a Freddie si necesitaba otro muchacho, pero él decía que no. De hecho, no ha habido motivo pues, como ya sabes, en los diez últimos años no hemos tenido ningún problema.

– Sí, ya lo sé -dijo Sonny-. Te veré en casa de mi padre. Quiero que traigas a Paulie, por enfermo que esté. ¿Entendido? -Colgó el auricular, sin aguardar respuesta. Su esposa estaba llorando en silencio. La miró durante un momento y luego, bruscamente, agregó-: Si llama alguno de los nuestros, diles que me llamen a casa de mi padre por el teléfono especial. A las otras llamadas, contesta diciendo que no sabes nada. Si telefonea la mujer de Tom, dile que su marido estará unos días fuera, por asunto de negocios.

Al ver la expresión asustada de ella, añadió, impaciente-: Enviaré a un par de hombres aquí.

Después de una breve pausa, prosiguió:

– No tienes por qué temer nada; es sólo una medida de precaución. Haz todo lo que te digan. Si quieres hablar conmigo, llámame por el teléfono especial de papá, pero prefiero que no lo hagas a menos que sea indispensable. Y no te preocupes.

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