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– Está usted tratando de hacerme cómplice de una extorsión -replicó Hagen sin alterarse-. Yo creo que usted finge no entenderme, aunque me parece haber hablado muy claro. El señor Corleone sólo le promete abogar en favor de usted, en lo que se refiere a este problema laboral, en prueba de amistad por haber obrado usted en favor de su cliente. Un amistoso intercambio de influencias, sólo eso. Pero ya veo que no me toma en serio. Creo que está usted cometiendo un error.

Como si hubiese estado esperando estas palabras de Hagen, Woltz dio rienda suelta a su ira.

– Comprendo perfectamente. Es el estilo de la Mafia. En apariencia todo va como la seda, pero lo que hacen en realidad es amenazar. Voy a ser muy claro. Johnny Fontane no tendrá el papel, aunque reconozco que es el más indicado para interpretarlo y se convertiría en una estrella de primera magnitud. Pero nunca lo será, porque le odio y pienso destruir su carrera. Y voy a decirle por qué. Arruinó a una de mis más prometedoras protegidas. Durante cinco años tuve a la muchacha con los mejores profesores de arte dramático, de canto y de baile. Invertí en ella centenares de miles de dólares para convertirla en una gran estrella. Y seré todavía más franco, sólo para que se dé usted cuenta de que no soy un hombre sin corazón, de que no todo fue cuestión de dinero. Esa muchacha era bella, la más bella de cuantas he poseído, y he poseído a muchas en todos los lugares del mundo. Era capaz de acabar con las energías de cualquier hombre en menos tiempo del que se tarda en contarlo. Y entonces llegó Johnny, con su voz meliflua y su encanto barato, y ella huyó de mi lado. Estoy seguro de que sólo quiso ponerme en ridículo, algo que un hombre de mi posición no puede permitirse. Por eso tengo que acabar con Johnny.

Por vez primera, Woltz consiguió asombrar a Hagen. Éste encontraba absurdo que un hombre adulto dejara que tales trivialidades interfirieran en los negocios, menos aun cuando se trataba de negocios de tanta importancia. En el mundo de Hagen, en el mundo de Corleone, la belleza física y el poder sexual de las mujeres no contaban para nada en los asuntos de tipo financiero, aunque, por supuesto, todo cambiaría si ello afectaba al honor familiar. Hagen decidió hacer un último intento.

– Tiene usted toda la razón, señor Woltz. Pero ¿tan fuerte es el agravio? Pienso que no se hace usted cargo de la importancia que tiene este pequeño favor para mi cliente. Cuando Johnny fue bautizado, el señor Corleone lo sostuvo en sus brazos. Cuando el padre de Johnny murió, el señor Corleone asumió para con el muchacho todas las responsabilidades paternales. De hecho, muchas personas, mucha gente que desea mostrarle su gratitud por los favores recibidos le llaman Padrino. El señor Corleone nunca deja a sus amigos en la estacada.

Bruscamente, Woltz se puso de pie.

– Ya he oído bastante -dijo-. No admito órdenes de asesinos. Si descuelgo el teléfono, tenga la seguridad de que pasará la noche en la cárcel. Y si ese jefecillo de la Mafia trata de hacerme alguna mala faena, se dará cuenta de que no soy un director de orquesta. Sí, ya he oído esa historia. Escuche: sepa que su señor Corleone no sabrá siquiera de dónde le habrá caído el golpe. Si es preciso, utilizaré mi influencia en la Casa Blanca.

Tanta estupidez era inconcebible. Hagen se preguntaba cómo demonios habría llegado aquel hombre a ser un _pezzonovante_, consejero del presidente, propietario del mayor estudio cinematográfico del mundo. Evidentemente, el Don tendría que intervenir en el negocio del cine. Aquel individuo, Woltz, no había comprendido nada.

– Gracias por la cena y por esta agradable velada -dijo Hagen-. ¿Le importaría hacerme conducir hasta el aeropuerto? No creo conveniente pasar la noche aquí. El señor Corleone es un hombre que insiste en enterarse pronto de las malas noticias.

Las últimas palabras de Hagen fueron acompañadas de una fría sonrisa.

Mientras esperaba en la iluminada columnata de la mansión a que llegara el automóvil que debía llevarlo al aeropuerto, Hagen vio a dos mujeres que se disponían a entrar en una lujosa limusina estacionada en la vía de acceso al garaje. Eran la hermosa muchachita rubia y su madre, a quienes Hagen había visto por la mañana en la oficina de Woltz. Pero en ese momento la exquisitamente dibujada boca de la niña era una masa rosácea. Sus ojos azules ya no brillaban, y Hagen notó que las piernas parecían negarse a sostenerla. Su madre la ayudaba a entrar en el automóvil, mientras le murmuraba algo al oído. La madre volvió la cabeza y dirigió una mirada a Hagen. Éste vio en sus ojos un destello triunfal. Ahora comprendía Hagen por qué el productor no le había invitado a hacer el viaje desde Los Ángeles en avión. La muchachita y su madre habían sido las compañeras de viaje de Woltz. Así, el productor había tenido tiempo de estar con la chica. ¿Y Johnny deseaba vivir en aquel ambiente? Que les aprovechara, tanto a él como a Woltz.

Paulie Gatto odiaba los trabajos apresurados, especialmente cuando debía recurrir a la violencia. Y lo de esa noche, aunque no era nada complicado, podía resultar peligroso si alguien cometía algún error. En ese instante, mientras se tomaba la cerveza, dirigía frecuentes miradas a los dos jóvenes, que estaban charlando animadamente con las dos chicas de detrás de la barra.

Paulie Gatto sabía todo cuanto había que saber de aquel par de inútiles. Se llamaban Jerry Wagner y Kevin Moonan. Tenían unos veinte años, iban bien vestidos, eran altos y tenían los ojos castaños. Ambos debían volver a la universidad -fuera de la ciudad-al cabo de un par de semanas, ambos eran hijos de hombres bastante influyentes, y esto, junto con su buen expediente académico, les había bastado para librarse de pasar por la oficina de reclutamiento. También habían sido juzgados por asalto a la hija de Amerigo Bonasera. «¡Los muy miserables!», pensó Paulie Gatto. Dando esquinazo al ejército y bebiendo alcohol en un bar después de medianoche, lo cual violaba la libertad condicional que les había sido concedida. Eran escoria. Paulie Gatto también se había librado del uniforme militar gracias a que su médico había certificado que Paulie Gatto, varón de raza blanca, de veintiséis años de edad y soltero, se había sometido a un tratamiento médico a base de corrientes eléctricas como consecuencia de una enfermedad mental. Todo falso, naturalmente, pero Paulie Gatto estaba convencido de que se había ganado la dispensa de servir en el ejército. Lo había arreglado Clemenza cuando ya Gatto «había hecho suficientes méritos» en el negocio de la Familia.

Fue también Clemenza quien le dijo que ese trabajo tenía que llevarse a cabo antes de que los muchachos regresaran a la universidad. Gatto se preguntaba por qué ese trabajo debía hacerse precisamente dentro de la ciudad de Nueva York. Clemenza siempre se sacaba órdenes de la manga, en lugar de limitarse a transmitir los encargos recibidos. Si los dos muchachos se llevaban a las camareras fuera de la ciudad, perdería otra noche.

Paulie oyó que una de las chicas decía, riendo:

– ¿Estás loco, Jerry? ¿Crees que voy a subir a tu coche? No quiero terminar en el hospital, como aquella pobre chica.

Gatto había adivinado en su voz una mezcla de rencor y satisfacción.

Como ya había oído bastante, Paulie Gatto terminó su cerveza y salió a la oscuridad de la calle. Perfecto. Era más de medianoche. Sólo se veía luz en otro bar, los demás establecimientos estaban cerrados. Clemenza se había ocupado del coche patrulla del distrito, y no daría señales de vida hasta que recibieran una llamada por radio, y aun entonces se acercarían a poca velocidad.

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