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El esquelético rostro adquirió una expresión socarrona.

– Así, pues ¿está todo arreglado?

Cuando el Don respondió, su voz sonó fría, sin asomo de cordialidad.

– No blasfemes. Resígnate.

Abbandando apoyó la cabeza en la almohada. Sus ojos perdieron el destello de esperanza que hasta entonces habían mantenido. La enfermera entró en la habitación y les hizo salir. El Don se levantó, pero Abbandando le tomó de la mano.

– Padrino -dijo-, quédate junto a mí y ayúdame a encontrarme con la muerte. Quizá si te ve a mi lado, se asustará y me dejará en paz. O tal vez puedas convencerla, moviendo algunos hilos ¿eh? -El moribundo parpadeó, como si estuviera burlándose del Don, que ya no estaba tan serio como instantes antes. Enseguida añadió-: Somos hermanos de sangre, después de todo.

Y luego, como si temiera haber ofendido al Don, le tomó la mano.

– Quédate conmigo, déjame tener mi mano entre las tuyas. Venceremos al enemigo que me está atacando, como hemos vencido a los otros. No me traiciones, Padrino.

Con un gesto, el Don indicó a los demás que salieran. Una vez a solas con Genco Abbandando le tomó la seca mano entre las suyas. Con suavidad, muy amistosamente, consoló a su amigo, en espera de que llegara la muerte. Como si el Don pudiera realmente arrancar la vida de Genco Abbandando de las garras de la más loca y criminal enemiga del hombre.

El día terminó muy bien para Connie Corleone. Carlo Rizzi cumplió con su deber de esposo con destreza y vigor, estimulado por el contenido de la bolsa de la novia, que totalizaba más de veinte mil dólares. La novia, sin embargo, entregó su virginidad más a gusto que su bolsa. Tanta fue su resistencia a desprenderse del dinero, que Carlo tuvo que ponerle un ojo morado.

Lucy Mancini esperaba en su casa a que Sonny Corleone la llamara, convencida de que le pediría una cita. Finalmente, llamó a casa de Sonny, pero cuando oyó a través del hilo una voz de mujer, colgó. Lo que ella no podía saber era que prácticamente todos los invitados se habían dado cuenta de la larga ausencia de ellos dos durante la fiesta, como tampoco podía saber que se murmuraba que Santino Corleone había encontrado otra víctima, que «se había aprovechado» de la dama de honor de su propia hermana.

Amerigo Bonasera tuvo una terrible pesadilla. En sueños vio a Don Corleone ataviado con una visera, polainas y guantes, descargando unos cadáveres acribillados a balazos enfrente de la funeraria, y gritando: «Recuerda, Amerigo, ni una palabra a nadie, y entiérralos enseguida». Tan apremiantes debieron de ser sus gruñidos, que su esposa se despertó.

– ¡Eh! ¿Pero qué clase de hombre eres? -se quejó-. Mira que tener pesadillas después de una boda…

Paulie Gatto y Clemenza escoltaron a Kay Adams hasta su hotel de Nueva York. El automóvil era grande y lujoso, y lo conducía Gatto, a cuyo lado se sentó ella, mientras Clemenza lo hacía en el asiento posterior. Los dos hombres le parecieron tremendamente exóticos. Hablaban con la jerga típica de Brooklyn, pero a ella la trataron con exagerada cortesía. Durante el trayecto, la conversación se centró en menudencias, y Kay se sorprendió al observar el respeto y el afecto que parecían sentir por Michael. Pese a que éste le había hecho creer que era completamente ajeno al mundo en el que su padre se movía, Clemenza le aseguró, con su extraño lenguaje y su voz gutural, que «el viejo» estaba convencido de que Michael era el mejor de sus hijos, el que seguramente heredaría los negocios de la familia.

– ¿Qué clase de negocios son? -preguntó Kay, con toda naturalidad y con más o menos fingida inocencia.

Paulie Gatto le dirigió una rápida mirada mientras tomaba una curva.

– ¿No se lo ha dicho Michael? -respondió Clemenza en tono de sorpresa-. Don Corleone es el mayor importador de aceite de oliva italiano de Estados Unidos. Ahora que la guerra ha terminado, el negocio marchará viento en popa. Necesitará a un muchacho listo como Michael.

En el hotel, Clemenza insistió en acompañarla hasta el mostrador de recepción.

– El patrón dijo que nos aseguráramos que llegara bien -adujo, ante las protestas de la muchacha-, y debo asegurarme de que así sea.

Cuando le hubieron entregado la llave de su habitación, Clemenza la acompañó hasta el ascensor y esperó a que entrara. Ella, sonriente, se despidió con la mano y de nuevo se sorprendió al ver la amistosa sonrisa de Clemenza. Claro que su impresión hubiera sido muy diferente si hubiera podido ver al hombre de Don Corleone acercándose al recepcionista para preguntarle con qué nombre se había registrado.

El empleado del hotel miró fríamente a Clemenza. Este puso un billete en la mano del empleado, quien lo tomó inmediatamente, al tiempo que respondía: «Señora Corleone».

– Una dama muy distinguida ¿eh? -dijo Paulie Gatto, una vez en el automóvil.

– Mike se la está tirando -gruñó Clemenza.

Aunque tal vez se habían casado en secreto, pensó.

– Llámame mañana temprano -dijo a Paulie Gatto-. Hagen tiene un trabajo para nosotros. Parece que es algo delicado.

El domingo por la noche, Tom Hagen se despidió cariñosamente de su esposa y se dirigió al aeropuerto. Con su tarjeta especial de prioridad (regalo de un alto funcionario del Pentágono) no tuvo problema alguno para encontrar plaza en un avión con destino a Los Ángeles.

Para Tom Hagen, el día había sido agotador, pero se sentía satisfecho. Genco Abbandando había muerto a las tres de la mañana, y cuando Don Corleone regresó del hospital, había informado a Hagen de que a partir de aquel momento pasaba a ser el _consigliere_ oficial de la Familia. Por ello, Tom Hagen estaba seguro de que llegaría a ser un hombre muy rico, y, además -¿por qué no decirlo?-también muy poderoso.

El Don había roto una larga tradición. Los _consigliere_ habían sido siempre de sangre cien por cien siciliana. Sólo a un siciliano, a un iniciado en el sistema de la amena, la ley del silencio, podía confiársele el puesto clave de _consigliere_, Entre el cabeza de la Familia, Don Corleone, que dictaba lo que debía hacerse, y los ejecutivos, que llevaban a cabo lo ordenado por el Don, había tres abogados. De este modo, los ejecutivos no tenían contacto alguno con el más alto nivel. Para el jefe, el único peligro podía venir únicamente de un _consigliere_ traidor. Aquel domingo por la mañana, Don Corleone dio instrucciones explícitas sobre lo que debía hacerse con los dos jóvenes que habían maltratado a la hija de Amerigo Bonasera. Sin embargo, las órdenes las había dado en privado a Tom Hagen, quien a su vez, más tarde y también sin testigos, dio instrucciones a Clemenza. Este último era quien debía transmitir la orden a Paulie Gatto para que realizara el encargo, cuidara de reclutar a los hombres necesarios y dirigiera la operación. Ni Paulie Gatto ni sus hombres sabrían por qué tenían que realizar aquella tarea, ni quién la había ordenado. Para que un eslabón de la cadena se rompiera, habría sido necesario que alguien traicionara al Don, y esto nunca había ocurrido, aunque nadie aseguraba que no pudiera suceder en un futuro. En tal caso, también estaba previsto el remedio. Haciendo desaparecer el eslabón de la cadena afectado, todo solucionado.

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