Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Y mucho mejor. Y ahí es a donde quería ir a parar. Porque con tus teologías nunca llegarás a nada, y a mí con las mías me esperan las esferas siderales. Mira lo que voy a confiarte, y me has de guardar el secreto.

– Te lo guardaré, pero secreto bien guardado es el que a nadie se ha confiado.

– Este no puedo guardarlo conmigo, porque malamente me podrías dar tú un consejo, sin que lo supieras. ¿Tú me encuentras galán y apuesto?

– Yo, y todas las mozas del partido, Cebadón. Y ahí voy yo también. Ahora respóndeme tú si hallas en ello justicia, que a ti el cielo, sin que pusieras de tu parte ni un adarme, te hizo alto y fuerte como un olmo, y de talle tan gentil que estás a todas horas en boca de las mozas y doncellas no sólo de este lugar, sino de estos contornos, mientras a mí ya ves cómo me hizo el cielo, pequeño, desmedrado, feo, con estas afrentosas orejas de soplillo, y si no fuera bastante, con tanta flojera de vientre, que cualquier día se me lleva con los pies por delante un cólico. A tu boca no le falta un solo diente, y todos ellos son sanos y blancos como los de un muchacho, que cuando sonríes parece que viniera el sol a darnos los buenos días.;Has visto los míos, ruines, negros y picados como con una perdigonada de pólvora? ¿Hallas tú justicia en esto?Y qué me dices de ese don que tienes, que cantas como una mirla? ¿Y quién hizo que tocaras el rabel como lo haces? Sin que nadie te enseñara la solfa, un día tomaste en las manos el rabel, y parecía que hubiese sido pensado para que tus manos lo rasgaran con las melodías más dulces y lastimosas. Así, cuando cantas, las mujeres se te derriten y te envuelven en miradas melosas y soñadoras, porque les parece que has bajado del cielo por una escala. ¿Me has visto a mí cantar alguna vez? No, por cierto, ya que soy juicioso, porque si una vez quisiera hacerlo, espantaría de mi lado hasta las mismas fieras, si acaso no las irritara tanto que viniesen todas a descuartizarme para no tener que oírme. ¿Ésa es la justicia de la que me hablabas?

– Dios te hizo, sin embargo -admitió Cebadón un poco corrido- más discreto y agudo que ninguno de nosotros.

– Así puede ser. Pero ¿has visto tú a alguien que coma su pan por discreto? ¿A cuántos conoces tú que por agudo y gracioso le den gratis el vino? ¿Respeta la muerte más al listo que al zoquete? Haces mal en quejarte, Cebadón. Echa cuenta de que estás bien, y que podrías estar mucho peor.

– Y mejor. No me resigno a acabar mis días como los empecé, en un chozo. Y ahora se me presenta la ocasión de mejorarme para siempre.

– ¿Cómo? ¿Te vas a América, te marchas a la milicia, va a tomarte un cardenal como criado, alguien principal ha reconocido en su lecho de muerte haberse acostado con tu madre y haberte engendrado?

– Nada de esto, sino que la suerte se me ha entrado por la ventana y se llama Antonia. Y ya has oído aquello de al buen día mételo en casa.

– ¿La sobrina del señor Quijano? Además de necio estás tan loco como su tío si crees que esa moza zahareña va a filarse en un azacán como tú, por mucho que se apague el sol cuando sales con las ovejas. Hazme caso, cásate con una igual y no tendrás rival, y ya sabes que en casa de mujer rica, ella manda siempre y tú nunca. ¿Quieres tener vida regalada o en paz, prefieres andar a diario en grandes disputas por un faisán o vivir apaciblemente con tus sopas de ajo? Y dime, ¿crees tú que una mujer hermosa ha de amar a uno feo, porque éste la ama? ¿Amaría él a otra más fea, porque lo amaba?; Amarías tú a una fea, sólo porque te amara viéndote tan hermoso? ¿Vas a decirme que Antonia te querrá por pobre sólo porque tú la escás queriendo por rica?

No le hizo el menor caso Juan Cebadón a su sabio amigo Juan Montes; todo lo contrario. Le pareció un desafío someter a aquella hembra tan capitana, y se propuso no cejar hasta hacerla suya.

«O mía o muerta», repetía alegremente, como silbando. Y de ese modo buscaba andar cerca de donde estaba Antonia, a la que rondaba con curvas de jineta.

El ama Quiteria, por vieja, husmeó en el aire el peligro, solo que no acertó a ver de dónde provenía.

Al día siguiente de la tercera visita del escribano, se presentó la ocasión al mozo. Justamente la mañana en que no estaba Quiteria en casa.;Lo tenía ya planeado para ese día o fue ese día, viéndose solo en casa con Antonia, el que le dio la idea?

Ya había Cebadón ordeñado las cabras y, como se lo había ordenado la víspera la sobrina, fue a llevarle la leche a la cocina, donde la esperaba, pues pensaba hacer unos quesos. No había nadie más en la casa que ellos dos, la sobrina y el mozo, ni se esperaba a nadie. Quiteria había salido antes de amanecer hacia su pueblo, y ésa fue también gran novedad. Sin anunciarlo, la noche antes, se lo comunicó a Antonia: «Mañana, si no mandas otra cosa, me voy a mi pueblo. Por la tarde estaré de vuelta», le informó. Y lo dio por hecho, porque Quiteria, que no pedía tales asuetos al tío, consideró que no tenía por qué pedírselos a la sobrina. Pasaría el día visitando a su madre y a sus hermanos y sobrinos.

Supo Cebadón que acaso no se le presentase mejor coyuntura en toda su vida, cuando la víspera Quiteria le ordenó que madrugase para ponerle la albarda a la burra, porque pensaba irse a su pueblo.

Se encontró Cebadón a Antonia majando en un mortero un cardo para cuajar la leche, distraída, pensando en su secreto, cuando le vino el mozo con el suyo.

– Antonia -le dijo, dejando en el suelo la colodra y pasándose la palma por el jubón, para limpiársela-. Lo que tú decidas, ése será el veredicto que voy a acatar como si me lo mandara el mismo rey.

Pero Antonia no era amiga de tener coloquios con sus gañanes, y le atajó sin contemplaciones.

– Mira, Juan, hoy voy más retrasada que nunca porque Quiteria se ha ido, y no sé a qué veredictos te refieres. Di lo que tengas que decir, rápido, y márchate a tus labores, que desde que murió mi señor tío parece que ésta es la casa de la solfa.

El tono desabrido de la muchacha no desanimó al mozo.

– Es como si se te pegara algo de la condición de esos cardos cuando hablas conmigo, que parece que tienes palabras amables para todo el mundo menos para quien bien te sirve y mucho más te serviría si tú se lo pidieses. Sé muy bien que por cuna y por fortuna tú aspiras a más altos vuelos. Y no descarto que hayas puesto los ojos en quien siendo rico te saque de estos apuros que sufres, aunque te sé decir que no encontrarás en toda la Mancha nadie que defendiera lo tuyo con colmillos más afilados ni que te quiera mejor que yo ni céfiro que más blandamente sople que yo, y si me dejaras trastearte como mi rabel había de sacar yo de ti sones más dulces que la miel.

– Ay, Jesús -exclamó Antonia con enfado-. ¿Y desde cuándo se gastan esos modos de apearle el tratamiento a la señora de la casa, señor faquín? ¡Y que nos ha salido poeta el cabrero! De tanto cantar romances se te han pegado los usos de los galanes, señor mío. Mira que no estoy para andar en adivinanzas Juan Cebaden, de modo que si lo que acabas de decir no es un requiebro en toda regla, yo soy becerra y pido teta. Vamos a dejarlo, Juan, en este punto, y no sigas por ese camino que te despeñarás, porque como tú bien dices, no está bien que dos tan desiguales fortunas se junten, porque tarde o temprano uno de los dos iba a sentirse desgraciado por eso, y lo mismo da que se rompa el cántaro con la piedra que la piedra rompa el cántaro, en cualquier caso, mal para el cántaro, y tú me entiendes. Que otra más destemplada que yo y menos fingida, mandaría ahora mismo darte de azotes por esa desfachatez de hablarme como lo has hecho. Vete, y déjame hacer lo mío, y haz lo tuyo bien y hayamos la fiesta en paz. Ésta va a ser la primera y última vez que tú y yo tratemos de un negocio que tanto me enoja. Así que ya sabes, aire, y cada oveja vaya con su pareja, y de ovejas sabes tú de sobra.

En el tono de aquella respuesta apreció Juan Cebadón ecos espumosos que le hicieron decir para sí: «Tate, muchacha; para respuesta, es demasiado larga, para tajo, muy insistido; a ti no te disgusta el peligro de estos cerros ni las palabras picantes. De lo contrario no te brillarían los ojos. Yo sé mucho de ojos, y los tuyos brillan como tú misma no te puedes imaginar». Así que animado por ello, y haciendo poco caso a su joven ama, que lo acababa de rechazar, insistió el mozo.

24
{"b":"100359","o":1}